Fabián Casas - Ensayos bonsai
Es difícil acercarnos a un poema sin aplicarle la sombra que depositamos en todo lo que intentamos conocer. Pero para bien o para mal, hay algunos a los que volvemos insistentemente: nunca terminan de cerrarse, siempre nos están diciendo algo distinto, dependiendo, a veces, del contexto en el que los leamos o los recordemos. Tal vez el poema cifre una parte central de nuestra vida y, a la vez, también en él esté concentrado buena parte del pathos total de la obra del poeta admirado. Un poema como un corazón de energía que atrae y dispara, metabolizados, los materiales retóricos.
"Rosebud", de Jorge Aulicino, del libro Paisaje con autor, es probablemente el poema al que más veces he vuelto en mi vida una y otra vez. Tengo muchos motivos para eso. Por un lado, leer ese libro –al que entré por esa poesía- me llevó a conocer una forma nueva de escritura. Seca, metafísica y emotiva, pero no sentimental. Una escritura que, en términos Montalianos, no dejaba de lado lo esencial por lo transitorio. Y que también tenía una cierta épica de aventuras –al estilo de Conrad- , pero aventuras menores, que podían suceder en el interior de un pisapapeles. Era, también, una poesía con respiración de prosa.
Para los que habíamos aprendido a leer con la dictadura militar y -por debajo de la alfombra- con los restos de la efervescencia política de los sesenta, la poesía de ese libro de Aulicino nos parecía sumamente extraña. Por un lado, los versos habían dejado de marchar, como en esos encabalgamientos setentistas. También habían dejado de saltar vallas, como en buena parte de la última producción de Gelman a la hora de la aparición de Paisaje con Autor. Con el tiempo, cuando leí toda la obra de Aulicino - la anterior a Paisaje y la posterior- pude asistir al propio crecimiento del poeta, a la educación que se aplicaba a sí mismo para salir de los escombros retóricos de la poesía confesional y de combate. Y escapar así de una de las voces más centrífugas de ese período: la de Juan Gelman. No hay vuelta que darle: como un farol en el campo, los que orbitaron cerca del magma gelmaniano sin tener capacidad de metabolizarlo en una voz propia, murieron pegados al radiador (Gelman, en cambio, sí pudo metabolizar a Tuñón y a Vallejo para nombrar algunas de sus centrales primeras influencias).
¿Cómo escapa uno de un vozarrón? Entre muchas otras maneras, corriendo el foco de la mirada. Aulicino pasa de Gelman a Joaquín Giannuzi –un epígrafe de éste abre una parte de Paisaje con autor- y Alberto Girri. Dos poetas que habían sido relegados en la opinión pública pero admirados secretamente por un grupo minoritario (esos grupos de los que siempre necesita una obra difícil) que los mantuvo vivos, en circulación. Algo similar pasa en la película Fantasmas de Marte de John Carpenter. Un grupo de mineros, excavando, abren un pasadizo que libera a seres extraterrestres que, hasta entonces, dormían esperando ser liberados. Claro que en la película los mineros, sin antídotos a mano, son despedazados por los extraterrestres que –inmateriales- les invaden los cuerpos y los vuelven locos. Aulicino no se volvió loco. Pero acusó el cimbronazo. Pasó de firmar sus libros como Jorge Ricardo a Jorge Aulicino. Intuyó de alguna manera que un poema siempre es esencialmente político aunque trate de una manzana. Y percibió que cierta certeza instalada en la época le empezó a parecer antipoética. Los poemas de Paisaje con autor son relatados por una voz que constantemente tiene que reconocer que las cosas a las que interpela no le quieren explicar nada. Nada, al menos, en el lenguaje al que él estaba habituado: “Tuvieron un Dios, a nosotros nos quedan la gaviotas/ que no muestran decisión en resolver el poema”, dice en Los bárbaros en sí.
De modo que bajo la precisión mental de Girri y Giannuzzi, Aulicino, al igual que el Buda de la plaza San Martín -lugar donde el autor de Monodias iba a tostarse- descubre que el poeta también puede quedarse maravillado observando tanto una rosa como el misterio del motor de un auto. El camarada, el mochilero de los setenta, el obrero, se empieza a convertir en un cybor con implantes. Acaba de atravesar una época increíble, efervescente de gran urgencia lírica, que dejó muertos a granel por todos lados. Pero las preguntas siguen siendo las mismas y las respuestas ni siquiera están soplando en el viento. En el 83 llega la democracia y hay alegría en las calles. En el 88, cuando sale de imprenta Paisaje con autor, el poeta ya es un sobreviviente. Es el Buda del rivotril. Sus poesías son pequeños artefactos líricos, como tratados filosóficos presocráticos, que ponen el foco en un costado oscuro de la bañera o en el olor acre de las medias de los príncipes en desgracia."Rosebud", el poema del que empecé hablando, marca un antes y después en la obra de Aulicino y también en buena parte de la nueva poesía argentina (influencia dada, a veces, de manera inconsciente, de la misma forma en que muchos jóvenes que hoy escriben tienen una libertad estilística heredada de Leónidas Lamborghini sin siquiera haberlo leído).
"Rosebud", digo, es una bisagra, un disparador hacia otros mundos. El lugar donde un hipotético escalador podría encontrar un resquicio para agarrarse y seguir trepando. Porque se supone que ese joven que permanece bajo el arce viene de la guerra de guerrillas sólo porque está callado. Y la forma en que empieza el poema, casual: “es decir que estuvo suficientemente solo bajo la rama de un arce…” como si el relato se hubiese iniciado hace mucho, como si el relato estuviera siempre narrándose, cada vez que le acercamos la oreja. Este recurso dramático tiene algo de los cuentos repetitivos de la infancia. Les paso el poema:
Rosebud *
Es decir que estuvo suficientemente solo bajo la rama de un arce.
Levantó los ojos, los bajó, con infinita insistencia.
Se privó de todo.
Y cuando levantaba la vista veía: el arce
-una palabra-; humo, una nube amarilla.
Y cuando bajaba la vista veía una mata de pasto aplastada.
Donde habitaban unas moscas grises.
El hecho finalizó hacia la primavera de 1956.
Cuando presentó su experiencia a los mayores,
Ellos entendieron que el chico volvía de la guerra de guerrillas
porque en realidad no dijo una palabra.
“Este chico hablará el día del Juicio”, dijo la abuela,
pero se equivocaba.
Aquella permanencia bajo el arce –una palabra-
Había sumido al chico en esta reflexión:
“Tengo la potestad de irme de las palabras,
lo que significa lisa y llanamente irme.
Y, de permanecer bajo el arce –una palabra-
No puedo decir nada, puesto que soy un chico bajo el arce”.
No había que entender que aquello significara nada.
Excepto que el chico estaba bajo el arce, definitivamente
perdido para los significantes,
en una eternidad que carecía de sentido.
Unas pocas cosas más. Cuando hablo de la solución que encuentra Aulicino frente a la poesía hegemónica del sesenta, estoy hablando sólo de uno de los lados del fenómeno poético. Por suerte, una nación no tiene una sola voz (y también por suerte, la idea misma de nación pura se va haciendo trizas en favor de una poesía mestiza, cruza de voces y estilos). Lo que sí queda claro es que para la poesía de Jorge Aulicino, es vital desprenderse del lastre de las que para él sí funcionaban como influencias. Parece algo que hasta tiene características de destino: es la misma poesía, sin nombres propios, la que intenta cambiar de piel y expandir su sensibilidad mediante otros recursos. Como si agotada de decir, mutara para permanecer. Nótese en este caso como el verso “ellos entendieron que el chico volvía de la guerra de guerrillas” la parte final (“guerra de guerrillas”), tan utilizada en los sesenta, se vacía de significación y es puesta nuevamente en el concierto de significantes pero, ahora, ansiando por un nuevo sentido.
"Rosebud", en su brevedad lacónica, también tiene eso que Joseph Brodsky denominaba como la ingeniería esencial del artefacto. El poema, rodeado de los márgenes en blanco, como un avión en el aire, está sujeto a la misma presión que estos gigantes de los cielos: si falla una pequeña tuerca, todo se puede venir abajo.
Y para que levante vuelo, hay piezas y piezas. A mí, el verso: “El hecho finalizó hacia la primavera de 1956”, me parece central. ¿Por qué? Porque en un poema concebido como una caja china, donde la historia parece quedar abolida de golpe en función de una “enseñanza final, atemporal”, este verso, el efecto de fecharlo, lo enrarece aún más. ¿Por qué 1956? ¿Para qué le importa a la voz que narra contar el día exacto en que finalizó la permanencia bajo el arce?
Del viejo coloqiualismo de los sesenta sólo quedan frases como “Este chico hablará el día del jucio”, que anota la abuela, justo la persona más vieja, la que vio pasar la Historia con mayúscula. El chico, en cambio, cuando toma la palabra, repite un mantra lingüístico que produce el engaño de que el poema avanza hacia su fin. Nada más alejado de la verdad. "Rosebud" se convierte así en el corazón de Paisaje con autor, un clásico de nuestra poesía.
En el verano del año 2000 pasé una temporada en Saigón. Había un chico que venía siempre al restaurant donde íbamos con mi mujer. Haciendo gestos con la mano, metiéndosela en la boca como si fuera un sandwhich, me pedía comida. Era un chico vital de unos seis o siete años cuya cara dejaba percibir un pequeño retraso. Yo lo encontraba vagamente familiar pero no lograba saber a quién me hacía acordar. Estábamos en un país que había peleado varias guerras y que había vencido a los imperios colonialistas más poderosos. Por la vereda donde a veces se cruzaba este chico corriendo, picoteando de un bar a otro, a veces aparecían americanos tullidos que habían elegido vivir ahí después de la guerra. Una guerra siempre presente como souvenir. Con el correr de los días percibí que el chico no hablaba. Se manejaba con gestos. Entonces me dí cuenta de dónde lo conocía.
Fabián Casas, Ensayos bonsai, Emecé, Buenos Aires, 2007
* Paisaje con autor, Ediciones Ultimo Reino, Buenos Aires, 1988
Es difícil acercarnos a un poema sin aplicarle la sombra que depositamos en todo lo que intentamos conocer. Pero para bien o para mal, hay algunos a los que volvemos insistentemente: nunca terminan de cerrarse, siempre nos están diciendo algo distinto, dependiendo, a veces, del contexto en el que los leamos o los recordemos. Tal vez el poema cifre una parte central de nuestra vida y, a la vez, también en él esté concentrado buena parte del pathos total de la obra del poeta admirado. Un poema como un corazón de energía que atrae y dispara, metabolizados, los materiales retóricos.
"Rosebud", de Jorge Aulicino, del libro Paisaje con autor, es probablemente el poema al que más veces he vuelto en mi vida una y otra vez. Tengo muchos motivos para eso. Por un lado, leer ese libro –al que entré por esa poesía- me llevó a conocer una forma nueva de escritura. Seca, metafísica y emotiva, pero no sentimental. Una escritura que, en términos Montalianos, no dejaba de lado lo esencial por lo transitorio. Y que también tenía una cierta épica de aventuras –al estilo de Conrad- , pero aventuras menores, que podían suceder en el interior de un pisapapeles. Era, también, una poesía con respiración de prosa.
Para los que habíamos aprendido a leer con la dictadura militar y -por debajo de la alfombra- con los restos de la efervescencia política de los sesenta, la poesía de ese libro de Aulicino nos parecía sumamente extraña. Por un lado, los versos habían dejado de marchar, como en esos encabalgamientos setentistas. También habían dejado de saltar vallas, como en buena parte de la última producción de Gelman a la hora de la aparición de Paisaje con Autor. Con el tiempo, cuando leí toda la obra de Aulicino - la anterior a Paisaje y la posterior- pude asistir al propio crecimiento del poeta, a la educación que se aplicaba a sí mismo para salir de los escombros retóricos de la poesía confesional y de combate. Y escapar así de una de las voces más centrífugas de ese período: la de Juan Gelman. No hay vuelta que darle: como un farol en el campo, los que orbitaron cerca del magma gelmaniano sin tener capacidad de metabolizarlo en una voz propia, murieron pegados al radiador (Gelman, en cambio, sí pudo metabolizar a Tuñón y a Vallejo para nombrar algunas de sus centrales primeras influencias).
¿Cómo escapa uno de un vozarrón? Entre muchas otras maneras, corriendo el foco de la mirada. Aulicino pasa de Gelman a Joaquín Giannuzi –un epígrafe de éste abre una parte de Paisaje con autor- y Alberto Girri. Dos poetas que habían sido relegados en la opinión pública pero admirados secretamente por un grupo minoritario (esos grupos de los que siempre necesita una obra difícil) que los mantuvo vivos, en circulación. Algo similar pasa en la película Fantasmas de Marte de John Carpenter. Un grupo de mineros, excavando, abren un pasadizo que libera a seres extraterrestres que, hasta entonces, dormían esperando ser liberados. Claro que en la película los mineros, sin antídotos a mano, son despedazados por los extraterrestres que –inmateriales- les invaden los cuerpos y los vuelven locos. Aulicino no se volvió loco. Pero acusó el cimbronazo. Pasó de firmar sus libros como Jorge Ricardo a Jorge Aulicino. Intuyó de alguna manera que un poema siempre es esencialmente político aunque trate de una manzana. Y percibió que cierta certeza instalada en la época le empezó a parecer antipoética. Los poemas de Paisaje con autor son relatados por una voz que constantemente tiene que reconocer que las cosas a las que interpela no le quieren explicar nada. Nada, al menos, en el lenguaje al que él estaba habituado: “Tuvieron un Dios, a nosotros nos quedan la gaviotas/ que no muestran decisión en resolver el poema”, dice en Los bárbaros en sí.
De modo que bajo la precisión mental de Girri y Giannuzzi, Aulicino, al igual que el Buda de la plaza San Martín -lugar donde el autor de Monodias iba a tostarse- descubre que el poeta también puede quedarse maravillado observando tanto una rosa como el misterio del motor de un auto. El camarada, el mochilero de los setenta, el obrero, se empieza a convertir en un cybor con implantes. Acaba de atravesar una época increíble, efervescente de gran urgencia lírica, que dejó muertos a granel por todos lados. Pero las preguntas siguen siendo las mismas y las respuestas ni siquiera están soplando en el viento. En el 83 llega la democracia y hay alegría en las calles. En el 88, cuando sale de imprenta Paisaje con autor, el poeta ya es un sobreviviente. Es el Buda del rivotril. Sus poesías son pequeños artefactos líricos, como tratados filosóficos presocráticos, que ponen el foco en un costado oscuro de la bañera o en el olor acre de las medias de los príncipes en desgracia."Rosebud", el poema del que empecé hablando, marca un antes y después en la obra de Aulicino y también en buena parte de la nueva poesía argentina (influencia dada, a veces, de manera inconsciente, de la misma forma en que muchos jóvenes que hoy escriben tienen una libertad estilística heredada de Leónidas Lamborghini sin siquiera haberlo leído).
"Rosebud", digo, es una bisagra, un disparador hacia otros mundos. El lugar donde un hipotético escalador podría encontrar un resquicio para agarrarse y seguir trepando. Porque se supone que ese joven que permanece bajo el arce viene de la guerra de guerrillas sólo porque está callado. Y la forma en que empieza el poema, casual: “es decir que estuvo suficientemente solo bajo la rama de un arce…” como si el relato se hubiese iniciado hace mucho, como si el relato estuviera siempre narrándose, cada vez que le acercamos la oreja. Este recurso dramático tiene algo de los cuentos repetitivos de la infancia. Les paso el poema:
Rosebud *
Es decir que estuvo suficientemente solo bajo la rama de un arce.
Levantó los ojos, los bajó, con infinita insistencia.
Se privó de todo.
Y cuando levantaba la vista veía: el arce
-una palabra-; humo, una nube amarilla.
Y cuando bajaba la vista veía una mata de pasto aplastada.
Donde habitaban unas moscas grises.
El hecho finalizó hacia la primavera de 1956.
Cuando presentó su experiencia a los mayores,
Ellos entendieron que el chico volvía de la guerra de guerrillas
porque en realidad no dijo una palabra.
“Este chico hablará el día del Juicio”, dijo la abuela,
pero se equivocaba.
Aquella permanencia bajo el arce –una palabra-
Había sumido al chico en esta reflexión:
“Tengo la potestad de irme de las palabras,
lo que significa lisa y llanamente irme.
Y, de permanecer bajo el arce –una palabra-
No puedo decir nada, puesto que soy un chico bajo el arce”.
No había que entender que aquello significara nada.
Excepto que el chico estaba bajo el arce, definitivamente
perdido para los significantes,
en una eternidad que carecía de sentido.
Unas pocas cosas más. Cuando hablo de la solución que encuentra Aulicino frente a la poesía hegemónica del sesenta, estoy hablando sólo de uno de los lados del fenómeno poético. Por suerte, una nación no tiene una sola voz (y también por suerte, la idea misma de nación pura se va haciendo trizas en favor de una poesía mestiza, cruza de voces y estilos). Lo que sí queda claro es que para la poesía de Jorge Aulicino, es vital desprenderse del lastre de las que para él sí funcionaban como influencias. Parece algo que hasta tiene características de destino: es la misma poesía, sin nombres propios, la que intenta cambiar de piel y expandir su sensibilidad mediante otros recursos. Como si agotada de decir, mutara para permanecer. Nótese en este caso como el verso “ellos entendieron que el chico volvía de la guerra de guerrillas” la parte final (“guerra de guerrillas”), tan utilizada en los sesenta, se vacía de significación y es puesta nuevamente en el concierto de significantes pero, ahora, ansiando por un nuevo sentido.
"Rosebud", en su brevedad lacónica, también tiene eso que Joseph Brodsky denominaba como la ingeniería esencial del artefacto. El poema, rodeado de los márgenes en blanco, como un avión en el aire, está sujeto a la misma presión que estos gigantes de los cielos: si falla una pequeña tuerca, todo se puede venir abajo.
Y para que levante vuelo, hay piezas y piezas. A mí, el verso: “El hecho finalizó hacia la primavera de 1956”, me parece central. ¿Por qué? Porque en un poema concebido como una caja china, donde la historia parece quedar abolida de golpe en función de una “enseñanza final, atemporal”, este verso, el efecto de fecharlo, lo enrarece aún más. ¿Por qué 1956? ¿Para qué le importa a la voz que narra contar el día exacto en que finalizó la permanencia bajo el arce?
Del viejo coloqiualismo de los sesenta sólo quedan frases como “Este chico hablará el día del jucio”, que anota la abuela, justo la persona más vieja, la que vio pasar la Historia con mayúscula. El chico, en cambio, cuando toma la palabra, repite un mantra lingüístico que produce el engaño de que el poema avanza hacia su fin. Nada más alejado de la verdad. "Rosebud" se convierte así en el corazón de Paisaje con autor, un clásico de nuestra poesía.
En el verano del año 2000 pasé una temporada en Saigón. Había un chico que venía siempre al restaurant donde íbamos con mi mujer. Haciendo gestos con la mano, metiéndosela en la boca como si fuera un sandwhich, me pedía comida. Era un chico vital de unos seis o siete años cuya cara dejaba percibir un pequeño retraso. Yo lo encontraba vagamente familiar pero no lograba saber a quién me hacía acordar. Estábamos en un país que había peleado varias guerras y que había vencido a los imperios colonialistas más poderosos. Por la vereda donde a veces se cruzaba este chico corriendo, picoteando de un bar a otro, a veces aparecían americanos tullidos que habían elegido vivir ahí después de la guerra. Una guerra siempre presente como souvenir. Con el correr de los días percibí que el chico no hablaba. Se manejaba con gestos. Entonces me dí cuenta de dónde lo conocía.
Fabián Casas, Ensayos bonsai, Emecé, Buenos Aires, 2007
* Paisaje con autor, Ediciones Ultimo Reino, Buenos Aires, 1988
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