para La Única -
Buenos Aires, 2013 -
Luz Marus y yo nos encontramos con Jorge Aulicino (1949), periodista y siempre poeta, en uno de los bares más kitsch de Palermo. Todo es raro a nuestro alrededor y eso conspira, pero a favor. Este antiguo cronista policial, director del emblemático Diario de Poesía y subdirector de Ñ hasta hace poco es una de las voces poéticas más importantes de la actualidad, además de impulsor de autores desconocidos a través de su blog Otra Iglesia es Imposible. La poesía no ha muerto y él es vivo testigo de lo capital que es todavía la creación de poéticas propias y comunes en la construcción de subjetividades. Con más de quince poemarios publicados, su enorme traducción de Dante y su última obra, Estación Finlandia, Jorge hipnotiza con su razón discursiva y con su razón poética, haciendo de la experiencia un escenario que es siempre nuevo. Graba con nosotras la entrevista que, por fortuna, se prolonga lo suficiente como para que el dueño del bar que no entendemos nos invite a dejar la mesa porque la gente quiere cenar. Con Jorge, la poesía no ha muerto pero el tiempo sí.
“Sólo confesaré bajo presión”. Esa es una declaración del Conde de Lezna, personaje bastante cínico que has creado casi exclusivamente para Facebook. Sus parlamentos son perlas, pero esta frase me exige preguntarte, ¿cuánto tiene la poesía de confesión en el sentido más clásico del género, más testimonial, tipo agustiniano?
Creo que hay un engaño histórico a este respecto; engaño en el que me incluyo, claro, y que no pretendo develar. Pero sí, hemos creído que la poesía clásica, incluyendo al Romanticismo en esa categoría, como su otra cara, es una poesía testimonial, lírica, del yo que habla a través de determinados recursos. Y no creo que sea así por completo, porque siempre hay una construcción de un personaje. No hay un yo puro que se confiesa, desde el momento en que lo hace por escrito. Entonces no existe una confesión o un autotestimonio en estado puro, porque incluso la visión del mundo, la ideología si se quiere, está mediatizada por ese personaje que se crea casi automáticamente cuando uno empieza a escribir. Es como un mecanismo que estaba inmóvil y que apenas lo tocás empieza a funcionar, y no puede usarse para otro fin que no sea ese. Se auto-regenera para la propia ficción, en la que el artefacto verbal convierte el sentir en otra cosa, que es la que le llega al lector, completamente transformada. Sí existe una corriente de la poesía contemporánea que acentúa lo que la poesía tiene de ficcional e impersonal, le da un tono específico muy interesante en el que el yo es un gran personaje.
Dijiste que en Rusia “el comunista de ayer es el mafioso de hoy”, haciendo referencia a la velocidad de la historia, a la moralidad que funciona casi como una calesita. Y Estación Finlandia tiene en efecto un hilo conductor que es eminentemente histórico-político y que se ubica en una tradición determinada. En este marco, ¿creés que es posible la existencia de una poesía no política?
Te diría que todo es política pero es una respuesta que no satisface. La poesía no es política per se, tiene que haber una intención que la haga marcadamente política, que la posicione. Lo que sí creo es que cualquier manifestación literaria actual tiene un contenido político mucho más visible y que tiene que ver con la velocidad de la que me hablabas, que no es sólo velocidad sino también continuidad en el tiempo y en la historia. La simultaneidad del suceder y su inmediatez funcionan casi como esa presión que salió en la primera pregunta, como un caldo del que no podemos no beber ya, inescapable. La globalización de los hechos, de la acción, tiene una especie de efecto mariposa del que hoy somos más conscientes. Yo lo veo como una sopa de electrones de la cual tomamos todos. Es un vértigo que además involucra al lenguaje que también va perdiendo fronteras, porque ¿qué soy yo en definitiva? Soy todos los discursos posibles, soy esa Estación Finlandia a la que llega Vladimir Lenin, soy esos versos en los que hablo del barrio de Almagro sin mencionarlo, etc. Estamos hablando de una visión antropológica en la que nos vemos involucrados -aunque verse así es imposible- porque todo lo que producimos está impregnado y desestructurado por esta circulación vertiginosa. Y dentro de ese vértigo hay cosas que para mí, que soy un revolucionario victoriano [del siglo XIX], son incomprensibles todavía, como la caída de la URSS, o el papel de China o la imposibilidad de la revolución cubana hoy. Incluso los procesos mediante los cuales hubo que ajustar la subjetividad y adaptar el propio discurso -imagino el caso de un oficial de la KGB, por ejemplo- que son movidos por la aceleración civilizatoria impulsada por la expansión del capitalismo que termina arrollando todo.
A este camino de ajuste constructivo de la propia subjetividad que describís, quiero traer dos versos tuyos: “Hay una potencia excepcional de logos”. “Creer que al fin el cuerpo es pensamiento, ardiendo en el arco, crucificado”. El encastre o relación entre pensamiento, logos, cuerpo también construye la subjetividad especialmente en la poesía, en cuyo alrededor siempre está vigente el debate acerca de si el poeta pone en su obra más o menos el cuerpo que en otros géneros. En tu proceso de escritura, ¿cómo balanceás esa relación con la corporalidad desde el logos, es una preocupación?
En realidad no aparece como preocupación. Básicamente yo no creo en el cuerpo porque es inasible. En esa velocidad de la que hablábamos el cuerpo tiende a fundirse con lo dicho, ya no hay frontera entre la palabra y lo físico. Se informan mutuamente. ¿Quién pondría más el cuerpo que otro? No lo sé. Lo que sí es cierto es que la escritura deja una huella, una marca que se verifica en el cuerpo, porque es un exceso que intenta encontrar tanto su forma literaria como física. Esto es una exigencia, una presión como la de la confesión que mencionábamos antes. La relación entre lo material y lo espiritual es innegable. Las palabras son cuerpo y provocan una relación de la que no se puede salir ileso, no es un proceso inocuo. Incluso desde un punto de vista pragmático: los poetas se enferman, se ulceran, se lastiman. Si pudiésemos mirar un cuerpo en toda su dimensión veríamos esas huellas, esas secuelas que son inevitables.
Tradujiste a Keats, a Wilcock, a Dante. Como traductor de este último, formás parte de un club más que selecto de escritores argentinos que han traducido la Comedia. Hay en tu obra y en tu historia una relación muy estrecha con la acción de traducir. ¿Cómo es esa relación?
No tenía como objetivo convertirme en traductor en absoluto, hasta principio de los años '90 cuando escribí una nota en Diario de Poesía en la que defendía al traductor en contra de las voces que postulan que sólo se puede leer poesía en lengua original. En mi casa estaba la traducción de la Divina Comedia de Mitre, la cual leía mucho, y, mientras, me acercaba al italiano como podía. Cuando me animé, traduje algunos poemas de Wilcock de quien yo pensaba que había escrito en italiano pero era en argentino, lo podría haber escrito en español. Todo un problema casi de doble traducción, como de abordaje hacia dos yo líricos. En cuanto a Keats, mi propósito era hacer una reescritura de las traducciones que se habían hecho, que habían llegado hasta mí al menos y darle una sonoridad particular a través de esa mediación.
Así, las dos primeras experiencias que tuve con la traducción fueron casi un juego programático. Desde ahí me concentré en otros autores italianos, aunque la Comedia siempre formó parte de mi vida y siempre la vi como la base de la literatura moderna, en la que hay una visión sobrenatural y cosmogónica pero nunca desligada de la historia y de la realidad más concreta, más llana. La figura de Satanás es la que él imaginó, hasta hoy, es una imagen de videojuego. Las comparaciones y alegorías con hechos reales y específicos de la vida le dan entidad concreta a todas las figuras. En ese sentido, el infierno de Dante es de hoy, no es sólo su infierno personal lleno de personajes de su tiempo, es el nuestro. La traducción trae al hoy, a mi hoy, aquello que me exige. Y este proceso duró cuarenta años, creo que necesité ese tiempo para armar la obra en mi cabeza y traerla a mi mundo. Una de las grandes figuras establecidas en nuestra cultura es la del “infierno dantesco”. Esa potencia semántica que traspasa los siglos es lo que nos permite entrar al proceso de traducción y de trasposición.
La cultura italiana está presente en tu vida de manera eminente. No sólo por Dante, sino también por Guido Cavalcanti, Pasolini, Pavese, Ungaretti, Montale. Estas manifestaciones de la poesía que parecerían extemporáneas históricamente forman una línea cuyos puntos en algún momento se unen dentro de tu desarrollo vital, tienen un sentido de conjunto. Habláme de esto.
Si, todos esos poetas, esa historia de la poesía, se me presenta como un conjunto cultural. Me fui interesando por ellos en diferentes momentos de mi vida y todos fueron decisivos, si bien no los leí porque fueran italianos sino porque me atrajo la palabra de Montale, de Pavese, de algunas poéticas que no eran tan leídas en Buenos Aires. Por otra parte, muchos de ellos eran traductores de poetas anglosajones -Pavese traducía del inglés, Montale tradujo a Eliot, Pasolini era un lector de Ezra Pound- y para mí eso estableció una relación muy importante con mi propio desarrollo como traductor. En ellos reconocí la herencia directa de mis abuelos pero también la herencia cultural más ancestral, latina, que llega por medio del italiano como lengua y de la poesía como expresión de esa relación con una determinada tradición. La cultura es como unas ruinas que se van desenterrando de a poco, es eso con lo que uno se va encontrando. Yo llego a estos poetas por atracción personal, pero también a través de toda una tradición histórico-cultural que estaba presente en mayor o menor medida en mi casa. Y aquí la lengua es fundamental. Mi padre aprendió italiano solo, de grande, pero porque esa lengua lo llamaba desde su historia. Y lo mismo ocurre con el toscano de Dante, es decir, hay una lengua que exige estar presente para comunicar algo y eso es tanto un proceso tanto histórico como personal, vivo.
Te traigo más acá. Me interesa saber cómo ves la tríada Giannuzzi-Girri-Gelman. ¿Te sentís heredero de ellos?
Girri y Giannuzzi son enormes influencias que me abren una perspectiva completamente diferente a la de Gelman que es el poeta a quien leí primero. Salirse de su influencia era casi imposible, no podías escapar de la succión de su tono, de su lenguaje. La atracción era total pero yo me encontraba con una limitación: sentía lo afectivo como muy jugado, veía dicotomías que se me hacían insuficientes. En un punto sentí que tenía que sacudirme a Gelman. Entonces Giannuzzi y Girri me mostraron ese otro lenguaje, menos seductor que el de la sentimentalidad, más arduo y duro pero que por eso mismo es quizás más real, más genuino, por la dureza misma de la lengua. Esa textura le quita abstracción a la poesía. Son dos registros diferentes pero más limpios, sin golpes bajos y con un melodramatismo más medido, que no llega a ser trágico podría decirse. En ese sentido, si bien los tres son indispensables para mí creo que cada uno me ha dejado más despojado en mi propio proceso de escritura, me han servido de espejo para buscar esa realidad de lo real que es lo que me interesa. No podría llamarme heredero de ninguno pero sí reconocerlos como enormes influencias para generaciones enteras.
Para terminar con un verso del gran poema Rosebud que dice, “Tengo la potestad de irme de las palabras”. ¿De las palabras me puedo ir o de ellas no se vuelve?
No creo que haya una dicotomía entre ambas posibilidades. El poema habla de un yo como ser individual que tiene ese poder de movimiento, de irse. Pero si me voy no sería nada, sería sólo la escena que representé. Una vez que estás dentro no te podés ir porque si te vas no queda nada de vos. Me puedo ir si quiero, pero si lo hago, ¿qué pasa? Goethe decía nadie pasa impunemente bajo la sombra de una palmera. En este sentido el lenguaje es constitutivo, hay tanto cuerpo en el lenguaje como lenguaje en el cuerpo, como decíamos. En realidad, siempre me voy sin irme.
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Foto: Feria del Libro de Buenos Aires, 2015 Antonio Nava / Secretaria de Cultura Ciudad de México / Wikimedia Commons.
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