Daniel Freidemberg - Revista Ñ - 19.12.2015
El reciente Premio Nacional de Poesía interroga en su último libro un cierto estado de la civilización.
Están Lenin y Marx, están los recuerdos del padre y de la madre, y también está, y no poco, Cristo, como presencia y como ausencia –para el caso es lo mismo–, o, en todo caso, como un elemento que resignifica, por el solo hecho de ser convocado o evocado, la escena: lleva a verla o pensarla de otro modo, porque nada, si se lo percibe mediado por esas convocatorias, es solamente lo que es, aunque es ante todo “eso que es”, sin más vueltas.
Si algo resultará evidente para quien lea El Cairo es que no hay revelación mayor ni acto más importante que atender a “lo que está ahí”: cúpulas, cielo de verano, humo de escapes, basura, anuncios luminosos, por ejemplo, que bien pueden estar en el Abasto porteño, en El Cairo, en Ámsterdam, en Miramar o en la que fuera otrora la República Democrática Alemana.
El mundo está para ser leído, interrogado, aunque toda conclusión es provisoria, modesta, y si la revelación suele estar en la ausencia de revelación no por eso deja de ser una revelación ni desaparece la necesidad de buscarla, o acaso haya que llamarla “redención” y no casualmente un poema va a hallarla en la película policial de la noche y el esponjoso trapo junto a la pileta.
Lo de siempre en la poesía de Jorge Aulicino, desde Almas en movimiento (1995), o tal vez antes, podría decirse: y, sí, en buena medida lo de siempre, pero más, y probablemente mejor.
Como quien se interna cada vez más en el camino de una obsesión, porque en ella se cifra la razón de vivir o de escribir, este último Aulicino (posterior a Libro del engaño y el desengaño , que le valiera hace poco el Premio Nacional de Poesía), vuelve a presentar poemas como tramos cerrados en sí mismos, como momentos con vida propia, de un inacabable monólogo que, de libro en libro, lleva a cabo a la vez un registro de situaciones –un ejercicio ávido de la mirada– y un desvelado trabajo del pensamiento lanzado a indagar a ese mundo, que más que “el mundo” es un estar en el mundo, el de quien mira y piensa en la escritura.
Y también es, en cierto modo, el estado de toda una civilización, sometida a la doble prueba de la mirada implacable y la memoria. A través de versos largos, calmos y a la vez tensos, en los que cada palabra parece escogida no sólo por “lo que dice” sino también por su contextura, su peso, su temperatura y, sobre todo, su historia, el que discurre en los poemas de El Cairo es un sujeto que, pasados los años, y vistas las respuestas que no se produjeron, no encuentra en eso un fracaso sino otro tipo de respuesta.
La suya es una actitud como de quien constata que así al fin y al cabo son las cosas, y ese es el exacto momento en que cada poema se parece mucho, muchísimo –o tal vez lo es– a la fundación de un nuevo mito.
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