(Texto completo publicado por Ediciones del Dock en 2015, corregido para esta edición digital)
1. Interior
Siberia
Papá podía discutir una noche acerca
de trabajar para el Estado.
No tenía moral de los fondos públicos
sino la incipiente certeza férrea
de que había que montar una máquina de guerra.
Y no había sol ni escarcha en las palabras
que aprendió en los inviernos
fúnebres y los días despejados.
Un solo recuerdo le perturbaba el sueño y no supe cuál era.
Papá se nublaba y volvía en sí a cada rato.
Las palabras no podían,
la acción se perdía en consignas
cada vez más lejanas,
y cada vez menos mágicas.
Papá ya no decía nada,
sólo que todo había ocurrido porque debía.
Fijate en Siberia, en los grandes transatlánticos petroleros encallados en la taiga, los amigos del KGB hecho mafiosos piratas aventureros galácticos, mirá el noticiero, el nuevo perfil del National Geographic, las grandes fotos los tubos de petróleo en los que rascarán el óxido la marta y el tigre; pensá en la Patagonia nuestra, en Ushuaia en los presos en los muertos en los fusilados en los enterrados bajo el viento. Pensá en el frío, medio bosque talaron con las manos nevadas.
Era de la intemperie tu gusto burgués por las cosas ciertas, tu odio al
pequeñoburgués
tu carácter santurrón y nietzscheano, tu vorágine,
tu prolijidad aprendida, tu admiración estética por la solidez,
tu garbo extraño, irónico, recatado.
Firmeza de Cristo en la materia
El incienso encendido en la crisis energética.
Él arde otra vez, vuelve a nacer, coronado de inmundicia.
Basura sin recoger. Gente que grita soluciones torvas de un lado
al otro de una mesa llena de copas en las que el óxido del año
comienza a actuar. Un largo silbido de aire caliente arremolina envoltorios
sobre la mesa. Saben de qué hablan. El templo otra vez, disputado.
El incienso has encendido en tu casa a solas, después del nacimiento,
luego de las multiplicadas reuniones de símbolos: los hijos
a punto de partir; los padres y tíos que envejecen; el poder
que los mella hasta en ese vacío de Cristo en el que nace Cristo otra vez.
¿Te acordás cuando tiraste al griego por la ventana?
Cayó encima de un florista. ¿Te acuerdas Raúl,
te acuerdas Rafael? *
Ninguno puede recordar el nombre de su bisabuelo.
Esto nos diferencia de la oligarquía, Señor, para mal.
Porque es como si esta tierra no fuera nunca nuestra.
No tienen vino. ** No tenemos peces. No tenemos más que esta vacía
celebración de Cristo nuestro Señor, sin Cristo y sin Señor,
y aun con Cristo, y aun con sombras de perjuros, en substancia.
Y bajará, este año bajará como los otros hasta tu incienso solitario,
bajará a las paradas de colectivos, a los subterráneos, al supermercado.
Bajará y declinará con el año, sucio al fin, crucificado. Otra vez
comeremos de su carne y su sal. Comeremos su espíritu sin mellarlo.
Lanzaremos voces, sentiremos que la sangre se enfría en las ventanas.
Sentiremos que el cuerpo cae por las vidrieras, por las alcantarillas.
Sentiremos la ausencia de Dios hasta que nos revienten los oídos.
---
* Neruda
** Las bodas de Caná, Evangelios
Expresionismo
Bien podría, porque lo primero
que vi, o recuerdo como primero,
fue una columna de bronce del alumbrado
y no había tales cosas allá;
bien podría, porque el olor de las bocas de los subtes
y el puerto, y la adusta avenida diagonal
fueron la respiración de un monstruo aventurado,
que crearon cuando dormía en la nada:
bien podría ser que haya salido apenas desde un viaje
iniciático al fondo o la cumbre de la civilización,
y su gramática romana; pero sin embargo no entiendo ahora
su apuesta; duermo en medio de esto,
que se reanima cada mañana y es inabarcable:
casas, ocultas algunas entre árboles, ventanas
del gabinete de Caligari en ciertos barrios,
edificios de vidrio, el ronco sonido permanente,
las voces que viajan sobre los techos, el nubarrón cargado
de medioevo y de otras voces, tan broncas incluso,
perdidas en desiertos, la Tartaria, los desfiladeros
junto a un río que entreví desde un tren; cúpulas.
Apuesta que hunde la tierra hacia su centro,
que aplasta los despojos, la basura y los minerales
hacia el centro magnético, que desequilibra,
que se entierra a sí misma, transformándose en
capital y en horas muertas; el rugido inabarcable también
del viejo león del zoológico; todo ruinas previas, en fin.
Y ahora que veo la cabeza de una mujer anciana
-lo único que se ve a través del vidrio, desde adentro
del local, el resto lo oculta una especie de esmerilado-,
no sé si esta mujer avanza muy lentamente, por la edad,
o se trata de su cabeza que pende desde la marquesina
y alguien mueve lentamente y mira hacia el interior del café
que el dueño prefirió llamar brasserie.
Roja
a Romina y Mariana Aulicino
Esta tarde de domingo no podés esperar nada del cielo.
Las calles del Abasto rezuman olor agrio
con el calor de horno grasiento de diciembre.
Rojas en el pequeño teatro se desnudan tres mujeres.
Dos nenas en el borde del escenario aúllan débilmente
tras unas pequeñas máscaras de lobo.
Todos los bosques que viste, los bosques implantados
en la costa argentina, los bosques nevados
de Sajonia verdaderos no amparan sino cuentos
que no se pueden contar sino de otra manera.
Aquí, en el caluroso teatro, entre casas sórdidas
del Abasto, las nenas emiten el pequeño aullido de esos cuentos,
y las mujeres florecen al amparo de un lobo que les ha contado
el cuento de mujeres florecidas, mientras come rosquitas
y las migas saltan de entre sus dientes. Ah ellas ya no creen
en la cultura paterna ni creen en la maldad del lobo,
un tilingo que mastica y cuenta cuentos. Pero hay un violín:
el cálido violín de la abuela cuenta el cuento mágico verdadero.
No sabremos de qué nostalgia habla. Pero dice de alguna nostalgia
de un lobo que es lobo y es abuela. Y que no necesita palabras.
En el borde de un oscuro escenario, en una ciudad que hiede,
las mujeres realizan el sueño banal de la inocencia desnudas
y vestidas siempre de rojo, como capullos bastardos,
con vulgar lingerie de sex-shop. Y aun así aúllan débilmente,
como nenas con máscaras de lobos, en el sometimiento
a un lobo que no es feroz, sino un idiota.
Escila y Caribdis
‘l vivo spirto de la morta spoglia
Ariosto
Me acostumbré a hablar de una manera estúpida,
con grandes palabras disfrazadas de ingenuidad,
junto al humo de los escapes, cerca del ruido
de los autos, frente a televisores y anuncios
luminosos, bajo los arcos voltaicos de una idea
no suficientemente creída, no lo bastante acunada.
Una vez que se ve que la partícula va de un polo
al otro, y genera un chisporroteo alegre y poco
material, de nada nos sirve volver a los libros:
el tiempo cesó allí. Está aquí, y somos sucesivos,
somos menos que nuestras partículas y apenas más
que nuestro pensamiento. Por eso es imposible hablar
de los cuerpos sin reducirlos a ese ciego chisporroteo
sin Dios, a ese atrayente juego retórico
de las partículas que no van y vienen, sino que están
y no están en un extremo y en el otro del arco.
¿Pero es que no hay logos en el cuerpo?
Hay una potencia excepcional de logos, de pensamiento.
Hay toda una potencia que a veces explota en miedo,
en la terrible desazón de las terrazas,
en el espectáculo del dolor.
Pero es también espectáculo y debés retroceder.
Cuando los cuerpos corren como un sacristán
en camiseta, o como Orlando emplumado, flor de los gallardos,
o son como la fulminante acción del boxeador,
la encomiable acción de guerra,
el gato que se da vuelta en al aire,
sólo entonces
el cuerpo es pensamiento
ardiendo en el arco, crucificado.
El bichofeo
a Enrique Molina escribiendo “Una estancia en los arenales”;
a Francisco Madariaga
Los leo, y veo bien las barrancas y los loros,
la piel, la cetrería de los nubarrones sobre palmares o desiertos,
la pisada del insomne en la arena, la gutural
llamada al vientre materno,
los círculos de oro de la serpiente,
el modesto arador de pecho pleno, el comedor
con la bandeja de frutas y esas otras
bandejas simples con el gran pescado
en chozas que se llamarían bohíos;
los veo bien,
los imagino, rumbo al Ganges, el Paraná, el Nilo,
en tren fluvial *, a caballo,
y puedo ver con meridiana claridad cómo no ven
máquinas oxidadas, estaciones y mercados,
arroyos de podredumbres.
Que expulsen del paisaje la revolución industrial veo
con profunda comprensión,
pues contemplo la terrible belleza,
y también el sonoro aldabón del trabajo humano todavía sumido
en ese paisaje: un edén oscuro
y lleno de retumbes, acuchillado por la claridad.
Yo me arrepiento y lloro, porque con todo
y basurales el paisaje se convierte en una bola de fuego;
todo un imperio de cristales y de jade yace roto; un imperio
único, de dioses y de Dios, construido con mano fatta:
manos de Él que eran las nuestras.
El pájaro lanza su grito de bañados cerca de mi propia
ventana, sobre esta última forma histórica de Roma **.
Sobre techos oscuros, podridos algunos y secos,
los trasfondos irrespirables.
El benteveo, el bichofeo,
en una tarde de calor real, con sombras de hojas,
humedad que se aferra a los miembros, sopor de siesta animal,
lanza su grito desafiante, casi burlón, metódico.
Inconcebible de tan cierto.
---
* Madariaga
** Pasolini
Saint Germain des Prés
El viejo temor. En una iglesia de París
encendí una vela y no supe -aun con mi más
ferviente deseo penetrando mis huesos,
como el frío entre aquellas piedras medievales
si podía creer, si me era dado creer, si mi fe era cierta
y aceptada. Eran indescifrables los labios
de la Virgen en aquella piedra tan gastada.
El viento, no el de ayer, no el del Quinientos,
un viento frío de hoy -aunque puro en cierto modo,
o puro contra todo- apagó una vela. Creí que era
mi pequeño cirio, mi querido cirio, el cirio de mi deseo, rojo
en su cápsula de vidrio. Y aun creyendo
que había perdido todo, que la boca de Dios
o del Averno
o del siglo
lo había apagado,
lo volví a encender
con el mismo encendedor de plástico.
Y luego de rezar de algún modo, me di cuenta
de que no era mi vela la que había vuelto a encender,
sino otra, la de al lado, chamuscada, vieja, ennegrecida.
Fui raramente feliz y lo confieso.
Sin quererlo, había avivado otra plegaria,
un rezo desconocido, el rezo de otro.
Un enemigo del pueblo
after O’Driscoll
Lo que queda, antes que lo que se va.
Disfrutemos la casa a la que no dimos nombre
-no pudimos no supimos no quisimos-
Pues se trataba solo de arbustos, de ligustrinas,
de los plátanos cuyas raíces rompían las prósperas veredas
de la clase obrera industrial y de la clase media.
El viejo salía sin prestar atención a las plantas, tengo la impresión.
Y había tanto espacio, comparado con estos corredores
finiseculares, o al menos de la década de los veinte, treinta,
en los que ahora andás. Caminaba
porque tenía adonde ir: la fábrica, la reunión de la célula.
Las plantas le daban oxígeno sin que lo supiera, pero papá
no aprendió a respirar. “Este hombre respira mal”,
me dijo el médico cuando medían su oxígeno con un broche en el dedo.
El espacio ahora se estrecha, pero aún se agranda en el puente
ferroviario. Y está ahí la casa: ladrillos junto a la vía
del tren. Esos arbustos que salen de las paredes.
Los conservadores, los peronistas luego, llenaron
de asfalto y de veredas las lejanas calles ésas.
Borraron lo que
quedaba de la pampa, fue campo donde los inmigrantes levantaron
los palos, los ladrillos, las chapas, las letrinas, los patios.
Papá era de esa transitoria sustancia.
Un hombre entre dos épocas. Y esa casa era,
para él, el lugar donde desplegar el periódico, abrir
la Nueva Era, el libro de Ibsen o de Marx.
Robinson
El sillón está hundido, el cuero roto.
Pero estás solo. Y si esto
en sí mismo es un canto - ¡solo!, no tenés citas, no vas a las casas
de anticuarios - lees sobre la guerra que perdieron los turcos
en una nota ilustrada con una foto que el National Geographic
te pinta convenientemente de marrón...
-La casa es toda tu conquista, un cuerpo, una fortuna *-
-No me iré de esta ciudad, mamá, ni de casa.
Hace cincuenta y cinco años me regalaste el libro de Defoe
Y es tu planta, no la de Viernes, la que pisa, fantasmal, mi casa,
por donde pasan sin cesar los muertos, los alucinados,
los mosqueteros en tropel y oros y sombra.
Bonaparte mira por las ventanas, y como no dan a la calle,
se vuelve hacia los días de Elba:
Eh! qu’aimes-tu donc, extraordinaire étranger? **
Callo y lo miro: eras al fin y al cabo un contemplativo.
Che ti dice il paese, Napoleón?
Y en la sonrisa de gato del gran hombre se dibuja una respuesta
que no llega a pronunciar.
---
* Cernuda
** Baudelaire
Tardes celestes
Esos hombres no son baraja, ni dioses, ases,
pero llevan en cierto modo una coraza tan
trenzada a la carne, que no abyecta ni melancólica
ni aun sensible suena su voz lírica
-opresos son de su sensibilidad, contra ella yugan.
Hombres de esquinas amarillas, que no rosadas.
El facón tirita como su único huesillo en sombras.
Blanco es, se diría ebúrneo, pero es hueso o puñal,
según la metáfora se vea.
Sobreviven. Grandes poetas nuestros con olor a manta,
a aguantadero, a bebidas de otoño, a altiva herrumbre.
Querés seguir, como Juan L., el tránsito de la tarde, en detalle:
variaciones del celeste, brillante sobre los edificios, más allá marítimo,
y el discurrir, el paso, la física de su tiempo salvaje te detiene.
Canta una torcaza, algo, entre edificios urbanos, el humo
sube en fríos nubarrones entre estos palazzi que te recuerdan
los amarillentos monobloques de la República Democrática Alemana:
un invierno fallido, una eternidad que no fue.
El mirador
Me instalé a la vera de aquella palabra, anfractuosidad,
y fijé una atención difusa en los primeros y últimos capítulos
de la Revolución Industrial,
pues los centrales, a los que media humanidad al menos
debía interrogar,
eran los que me habían llevado a la cabaña.
Y aquella media humanidad seguía repitiendo la antigua danza
de la lluvia
e invocaba, ahora, la utopía, porque la revolución científica
había perdido la oportunidad.
Jack London me asistió en aquel invierno boreal,
hiperbóreo.
Un solo hombre, me enseñó, puede enfrentar una jauría de lobos,
en tanto tenga fuego en suficiente cantidad.
Los hombres saben encender el fuego; los lobos, no.
Confía en los hombres, confía aún en los hombres, recitó.
Confía: pueden ser vencidos, pero no derrotados.
Dije: tengo una absoluta confianza, pero no son lobos, Jack,
son perros entrenados aquellos. Nos rodearán sin falta,
nos acosarán, sabrán cuándo es mejor asaltar la yugular.
Jack encendió un cigarro producto de la revolución industrial.
Y ardió el instinto en torno a la palabra anfractuosidad.
2. Predicación
Nueva predicación del monje proletario
1
Cuando sintió que su pena era el centro del mundo
no pudo hablar: tartajeó. Esto me dijo, y miró
el paso silente de las nubes sobre su propio pensamiento.
Mira pues que la pena no es en absoluto productiva,
los ejércitos la esquivan,
pues se es en el rabiar, y no en la pena.
Como un lobo cabizbajo y atento al rastro, andá.
Dio de revés, sirvióme la pelota.
Pero no con ella algo pude hacer
sino con la continuación de la historia
por todos los medios. Con empujar la historia
a pura voluntad, fuerza del pecho,
y de nada sirvió. Había leyes trazadas
sobre el occidente, que cada mañana se hace;
se hace, púrpura o naranja, una y otra vez.
Lo veas o no.
2
Un maestro no se sienta junto a un barco varado,
no predica en el desierto,
no se sienta contra el horizonte que se borra,
no se pone a decir donde lo todo ha sido,
donde ya lo que moraba no está.
Un maestro es como un gato atento, luego desatento,
pero predica en el astillero, no en el desierto;
en la fragua, en la casilla de atrás,
en todo caso, en los trastos, ¿ves?, como los de esa terraza.
Donde la civilización trabaja y desagua.
3
Pero yo no soy tu maestro, indicó.
No he de ser yo tu maestro, tu mojón.
Has de privarte de vos
si querés oír,
pero aun así
no me oirás.
Estás maniatado.
Esto decía mientras el poniente ignoraba su búho.
La gente se interpreta, está todo vacío. Hay
algo que hallarás en las ciudades que caen.
O andate a la Puna a penar.
Con los compadritos, los soberbios, los
fabricantes de humo, los otarios.
Seguí pensando que la historia se hizo para vos,
giradora, endocrínica, profunda.
4
La temperatura se mantiene constante,
no creas en los augures del cambio
climático. Hace dos milenios que todo está igual.
No creas en los augures del progreso.
La revolución fue un sueño geométrico.
No creas en la ciencia de la revolución.
Seguí el rastro de la historia banal,
como un lobo, cansado y al acecho.
5
La revolución fue un sueño geométrico,
pero fue un cuartel, una abadía y un colegio.
Hombres hubo allí que aprendieron. Aprendieron
lo único necesario: que se necesitaban unos a otros.
¿Quién nos ha metido el diablo en el cuerpo?
¿El capitalismo? ¿Hobbes? ¿La ciencia? ¿Rousseau?
¿Dónde un sabio vendría a meditar
sino en las ciudades que se levantan y se caen?
6
En lo que respecta al poema: miremos al frente.
La poesía no es natural ni puede serlo.
No es una papa, su consumo no depende de la
menor o mayor oferta en el mercado; es y no es
un tubo de dentífrico, la poesía no es de todos,
modesto patán; la historia comienza por esto:
dar pasto a la mirada.
3. El desierto
La firmeza de la soledad en los manubrios
No necesito los anchos campos para oír la soledad poblada –
oír o ver, oler o palpar, un sentido debe dar cuenta de esto-.
Estás parada ahí,
tras un sillón, en un estrecho espacio, de espaldas a una ventana
de vidrios esmerilados. Recuerdo
y el recuerdo hace tu sombra más amable.
La diafanidad de los campos y los espectros tienen un raro vínculo.
Sustancial es esta ancha soledad en las motocicletas
estacionadas sobre la vereda.
Tarde de diciembre, 2013. Buenos Aires.
Sustancial en el agobio que siente hasta el sol estrellado
contra un cielo de celeste ardiente.
El desierto de gentes recorrido, de beduinos, de motociclistas sin raíces,
pero cuyas raíces portan el lejano partir de una embarcación cualquiera,
una chalupa guerrera, un barco al pairo, un petrolero.
Raíces imantadas de desierto de soledad y de palabras
que se recuerdan, que mitigan, que ahondan el fantasma.
Nadie escribe en estas paredes Viva mi madre. Nadie escribe la verdad.
Esta especie de fantasía rusa
a Pablo E. Chacón, in memoriam
Esta especie de fantasía rusa entre las cosas
-la fantasía rusa es mórbida-
¿será al fin el nudo de las cosas?
Precisemos lo de fantasía rusa:
es verano aquí, y la única imagen que llevo todo el tiempo
en la cabeza es la de unas calles del Abasto.
Chacón lo llamaría “nudo de piedra”:
algo, si se quiere, más difícil de imaginar.
Sin embargo, tiene que ver con la piedra
y con el aire casi vacío, el aire casi helado,
el aire mórbido como la fantasía
de una prostituta rusa en Leningrado
-que recuperó su nombre, no me acuerdo cuál-.
Precisemos lo de fantasía, ahora de una prostituta.
La fantasía rusa es necesariamente blanca,
y la de una prostituta rusa está manchada
de costras de moho, de ramas de pino quebradas
en las que actualmente el capital enreda
bolsas de plástico, restos de embalajes,
algas arrancadas del fondo del lago
por la última explosión de la que perdura
aquella cellisca de las traducciones españolas.
En medio de la fantasía blanca de una prostituta
hay también un vaivén de sombras;
hay, en una ventana gótica por la que llega
el chirriar de los carruajes en el empedrado,
una sombra crepuscular, pues, a pesar del cristal
translúcido, se la ve rojiza, ensangrentada.
Esa sombra de los Cárpatos podía llegar sin falta
a Leningrado, a Petrogrado, a Vladivostok,
a todos los rincones de cualquier mapa nevado.
Por eso decimos que es mórbida la fantasía blanca
de una prostituta rusa en la Perspectiva Nevsky.
Recapitulemos: tenés en la cabeza el vacío
de unas calles del Abasto en el verano;
has metido de cualquier modo al capitalismo
en un poema que no se termina de aclarar;
podés argüir que de igual modo
se podría mencionar el brillo de alfanjes otomanos
terminada una batalla en Arce, donde la sangre
es al fin y al cabo sangre, como la que se bebía
en los Cárpatos; un torrente de sangre en la arena,
absolutamente momentáneo.
El chirrido del ferrocarril… Bien… ¡Qué insignificante!
Digo, en el desierto, qué extraño, pobre, ajeno.
Como la nieve que ahora cae en el Abasto:
pobre, sucia, sórdida, caliente
-gótica, mafiosa, indiferente-.
El Abasto en verano es irrespirable, tienta
a la desaparición, a la extinción, a la autoinmolación.
Que no llevás a cabo porque hacen falta,
para eso, palabras. La pira hace falta.
Y has quemado todas tus palabras, las usaste,
y das vueltas en una tarde de domingo calurosa
en el barrio del Abasto, con cartuchos y alfanjes,
como en un nudo de piedra, que por eso
es perfectamente transitable,
es perfectamente palpable;
es un monumento, no es ya un problema,
no es una angustia que la belleza disolver debiera,
no es angustia, sino una piedra, una idea de piedra,
una idea ajena, una idea rara, una idea mojada
de llovizna caliente, una idea reseca,
una idea en el clima, una idea que aguanta.
Entre las cosas, y no en las cosas,
se desliza, entonces, esa mórbida
fantasía eslava, o cualquier otra:
aquella fantasía otomana
del final de una batalla.
No, pues, en la sustancia
sino rodeándola, sino pensándola
en otras cosas, en cosas vivas
entre las que desciende un dios
extraño: ni imagen ni semejanza.
Sólo hay beatitud en la distancia.
El calor es el secreto cocinarse
de una fantasía entre los rieles
que se van aquietando, regresando
a la tensa beatitud de las cosas
en la medida en que se aleja la mole
resonante. Las piedras entre los durmientes
procrean esa vida callada:
hierbas, moscas, otomanas.
Encuentro editorial
Questo è diffuso, evanescente, io non lo capisco bene, mi
comprende?,
en cuanto pongo la planta en el aire, dice.
Y no he empezado ni siquiera a caminar por la estancia.
Mido el espacio entre él, que sostiene mis papeles, y yo.
Es un larguísimo espacio, igual de ancho,
porque nada ha sucedido entre él y yo,
salvo mis papeles
Yo soy un hecho externo a la literatura, a “mi” literatura,
y un hecho externo a mi documento de identidad
y a las fotos que ha podido ver de mí
y al aire, naturalmente, de esta estancia.
No habla conmigo. Habla con mis papeles.
Y yo no sé, Heidegger, qué tiene que ver el ser con la palabra.
Corales, passacaglia y fuga
Todo me mueve hacia las calles vacías y no me muevo.
El cuerpo resiste más de lo esperable. Pero de allá
viene ese olor de puchero oxidado. Allá el óxido
hace estallar lentamente los hierros y el asfalto
-¡es mío este asfalto, ingleses!-:
todo lo que se atornilla y después se olvida, hasta que estalla.
Ese olor, lo he visto por el barrio, es olor de traspatio,
mezcla de lavandina, humedad y algo orgánico: pucheros.
Y todo comienza a vibrar como un lentísimo coro que se eleva
de las obras de los hombres de la ciudad de lo humano.
Todo será pedazos, partículas, flotará como en la música
para ascensores, como en la música para aeropuertos, para
el Apolo*. Será aire, un roce hueco, de lo que queda.
El planeta disperso, un orgasmo.
---
* Brian Eno
El Cairo
En El Cairo buscamos el café en la calle del mercado
al que solía ir el Premio Nobel, un sitio detestable, la calle;
un lugar provisorio y ligeramente fresco el café,
con mesas cubiertas de hule, creo.
Un sitio detestable, provisorio y tan antiguo a la vez
que todo parecía estar ocurriendo el día
en que el hombre descubrió la mercancía.
¡Cornucopias, pasteles, panes frutados, especias,
vinos, telas, miel, ébano, madera, hojalata, esmalte, terracota,
tabaco! La abundancia y el ruido; el exceso y la plata,
el dorado y el narguile lento.
Sucios pies, sucias sandalias,
sucias camisetas, turbantes,
manos expertas en relojes de imitación,
en vituallas, en cajas, como acá.
Oh el valor de cambio cubierto sin embargo de ese otro valor
-no el número-: la variedad, la abundancia, el excedente.
Nunca fue tan plena la realidad.
Uno y todo: el pálpito africano, el dinero metálico, sonante,
la textura del objeto, su color, la aceituna de sabor indescriptible, el dátil.
He aquí el café pues, cómo no entenderlo.
Un hombre no sería nada sin café y tabaco.
Grecia, V a.C.
Un esforzado pelotari corre por los patios de Tebas.
Voltea tiestos y jaulas.
El enlucido ocre ha cedido frente al embate del mar.
Ora pro nobis jamás se pronunció en el mundo.
En la casa de un muerto
Imaginarlo
sin el propósito de establecer una escena póstuma,
una escena del crimen;
sin método, sin cálculo de su parte:
la madera de la mesa se había puesto así,
envejeció sola, de manera confusa,
en parte tiempo, en parte ácidos, grasa, sales diversas
-la del sudor de su mano incluida-,
el sol, sobre todo, que daba
en ese ángulo todas las tardes, poco antes
o después, según el solsticio,
sin que le importara, sin que lo pensara;
la madera de la mesa en que había apoyado el libro,
el vaso, el cenicero suvenir, cascado:
no biografía, no un mensaje,
y de todos modos signos, como sus facturas, papeles,
las pantuflas también desgastadas, una mancha de tinta
o pintura o carbón en el costado.
¿Con otro propósito? ¿Con cuál?
Las cosas escriben hasta que se dispersan también:
no lo ignora el agonista, y opta por corregirlas,
hacer que vivan, que lo representen
después de ido,
adecuarlas, o dejarlas correr,
que hablen solas
o no hablen, o digan nada.
Ejemplo: esas gotas que aún patinan
sobre el enlozado del lavatorio.
Pascua de Resurrección
Habrás de aliviarte, el cuerpo
se aliviará, te aliviará de él.
Luego se mueve la piedra, se remueve
la lápida, se encuentra
el modo de ir entre las grietas, aun
las del cemento puro, las de las líneas
arquitectónicas premeditadamente bastas
en el basto clima, las de los objetos
destinados al fulgor eléctrico de la venta;
aun si no es tu propósito mensaje alguno,
ni organización alguna ni el ajuste de la religión,
ni el ver sin ser visto, ni el aparecerte súbito
en sueños a nadie, o tocar levemente la puerta,
sobresaltar al durmiente;
aun si sólo es tu deseo
el aspirar el viento que sopla con olor acre sobre los techos,
el comer a mordiscos, el acariciar desiertos,
tiendas beduinas, madera, fruta y carne fresca en todos
los objetos, con tus manos aún sucias que comienzan
a trasparentar.
Nubes en el día de Pascua
Las nubes tenían esta tarde una forma trágica
y fría, ardiente solo en la profunda religión de las redes neuronales:
en esa tradición ambigua eran el rostro de Cristo
y eran su reino a la vez. Nubes grises
y de un gris claro a un negro grisáceo como un antiguo
traje de alpaca
abotonado, el chaleco gris perla.
¡Oh Dios entre las nubes en la hora consuetudinaria
en que muere el día, cada día, cada tarde! Y
oh lejanas fogatas de San Juan bajo nubes otoñales.
¿Volver a Estambul sólo para constatar que en lo esencial
el mito no ha cambiado?
Aunque un drama se ha instalado desde entonces,
brillos en el tomate
que parto, como un hacha una cabeza,
en la cocina oscura.
Luz y aire en el patio surcado de sombras brillantes, sombras
y luz porque aún hay redención en las cosas: las calles,
la serie policial de la noche, el libro,
el esponjoso trapo junto a la pileta.
Todos somos el último romántico
¡En esa compleja metáfora, agitando el fondo,
estabas tú!, Bécquer me grita bajo las arcadas
de un viejo mercado a oscuras y vacío. Que esto
explique el uso del “tú” provenzal en el siguiente texto:
Como una mantarraya, como una anguila,
te movías chupando y oscureciendo la sal,
la arena, los restos, los viejos neumáticos hundidos.
Manta birostris,
elegante en aguas oscuras
y narcisista fugitiva.
-No es esa mi función -repuse-.
Llevo en mi sangre un monumento gótico,
alzado como esa lanza mora en tu linaje.
De las mismas arenas, por distintos rumbos,
llegamos a los hemistiquios godos.
Y cuando rocen los siglos ululando
nuestras sienes en un combate semi-trágico
en Andrómeda o en los límites, al menos, del Sistema,
seremos aún africanos, Gustavo Adolfo, tras el vidrio
esmerilado y la radiación infrarroja de tu escudo.
Transhumanar
Pasolini y yo entramos en el bar del viejo hotel Castelar.
“Aquí se alojó García Lorca”, pensamos los dos al mismo tiempo.
¿Te hubieras llevado bien con Lorca?, le pregunté. Sexualmente, digo.
De ninguna manera, me respondió. Ni sexualmente ni de ninguna manera.
Llevaba esa tricota gruesa bajo el gabán, era duro pero de voz fina,
tallado a puñal.
Por la calle pasó una mujer que parecía un travesti, deslumbrante.
No llueve hace mucho, me dijo Pier Paolo. El Partido ha renunciado
al futuro
desde el momento en que consagró su Génesis. El futuro está hecho.
¿Pero a quién le interesa el futuro?, dijo, amargo.
El Partido es más viejo que este hotel
y un funcionario se sentiría incómodo aquí, le dije.
Lo sé por experiencia. Jamás un funcionario
del Partido me aceptó una cita en este hotel. No la hubiese aceptado
tampoco, dijo, en el Coliseo. A nadie se le ocurriría citar en el Coliseo
a un ex obrero
de Turín convertido en funcionario del Partido, dijo.
¿Y por qué no Lorca?, dije, volviendo al tema.
Lorca quería una revolución cubierta de sangre, un himeneo bárbaro,
me respondió.
Yo quería una revolución que acalle la caída. Que nos precipite en un pozo
hasta las blandas hojas, los pajares, las costras de barro,
el piso de esta civilización, el sótano.
¿Para empezar de nuevo?, pregunté.
No, respondió.
Ámsterdam
¿No construimos para ver precisamente en medio de la noche?
¿No es que esperamos que no sé qué ensalmo
se levante de estos edificios que se recortan azulados
en una niebla de fin de siglo?
¿No es que quisimos, en alianza con Dios,
que naciera un niño en todo esto,
para protegerlo y que nos proteja del mal
en cuyo centro plantamos
ciudades, mercados, laberintos de calles y palabras,
piedras que se carcomen, silbidos de autos a gran velocidad,
plátanos que de noche vacilan: fantasmas que no quieren, no pueden,
arrullarnos; Cristo y el anticristo latiendo siempre en el filo del milenio,
en el filo de cualquier milenio, dormidos a veces, como cuando un rostro
se adormecía junto al fuego en una vieja pintura holandesa,
sombra y paz, malicia, gravedad, inocencia sobre todo, mezclados
junto a la llama, la sombra fría: Ámsterdam que dormía en la noche
o en el eclipse de la siesta, en esa extraña atmósfera honda, efímera.
Y allí, sin embargo, el bien y el mal, la voz que rechaza la anomia *,
susurrando la pregunta angustiosa: “Si no soy, no es; si no es, no soy”.
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* anomia2. Trastorno del lenguaje que impide llamar a las cosas por
su nombre. Real Academia Española
Jerusalén
Hay intimidad en un papel nerviosamente arrugado
en el momento en que arrulla la torcaza sobre algún
parapeto, sobre algún caño, en algún
andamio o directamente sobre el techo negro o blanco.
Y en la gran bestia en movimiento esa intimidad
no tiene efecto alguno, ni siquiera
el de una gota que cae en un charco.
La sal, el tabaco son nuestras necesidades.
Quizá pasemos el invierno, tal vez también la primavera,
el verano, el otoño al fin, bajo el golpe seco de las catapultas.
Y al entrar a los baños públicos, la soledad
del mármol y el olor a desinfectante
nos saquen del campo de los hechos. Entonces,
como ese pedazo de papel, estaremos dentro
pero lejos, desvinculados, prestos a morir sin interior,
que no sea la abandonada granja del Señor y sus molinos de cuervos.
Grimm
NBC, 2011-14
Los Grimm, sus antepasados y sus actuales
descendientes pueden ver (y cazar) los monstruos
de nuestra carissima imaginación
en sus mil variantes: lobizones, hombres-tigre,
hombres-serpiente,
y también hombres-conejo
y hombres. Heredero de esta dinastía
de cazadores, nuestro héroe es un detective de la ciudad de Portland.
en el Noroeste de los Estados Unidos, quien es el primer sorprendido
por su poder pero trata de actuar según la ley (de todos modos se
despacha algún monstruo de vez en cuando). Se hace amigo de un
lobizón que trata a su vez de vivir armoniosamente con humanos,
es vegetariano, toca el cello y hace Pilates. Las cosas se complican
con algunas brujas y se destapa una conspiración internacional
de dinastías de monstruos, culpables de muchas cosas en la historia,
entre ellas el nazismo y hoy muy cerca del poder-, con sede en Viena.
Así, monstruos todos alejados de lo humano,
del otro, del semejante, de la real carne del espíritu,
caemos en una singular sicopatía que nos llevará
a la más perfecta autodestrucción.
¡Queridos escritos de Marx! ¡Hordas de Lenin!
Os ruego llevadnos a una de las tres fuentes del marxismo, *
pues cada muerte es una Crucifixión, cada captura
de la alienación es estruendo de campanas,
puertos incendiados en el Poniente,
hachas hundidas en el Mar del Norte.
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* Lenin
Posiciones frente a la luz en el barrio de Flores
En esa casa no vive nadie hace rato, las ventanas de la planta baja
fueron tapiadas con ladrillos y las otras tienen los vidrios rotos.
Los pisos son altísimos y mi amigo sabe cómo se ve el cielo
desde esas ventanas. Lo dice como si lo hubiera visto.
Para mí, allí donde se ve el cielo de Buenos Aires se ve la pampa.
El cielo está lleno de pampa.
Pero la casa es gótica y no es difícil imaginar
el fantasma del poeta Guido Spano levantándose de la cama
sólo para ir a buscar un vaso de agua. Esta
fue su morada.
Mi amigo se ha desplazado en sus planos mentales como suele hacer.
No puedo acompañarlo mientras mira el cielo por encima
de los techos.
Sólo con ver el cielo desde la calle sé que ha gritado un tero,
y que el cielo argentino tiene una luz que casi hiere
como el borde de una hoja de papel,
y a la vez es huidiza; nueva o muy vieja parece,
no lo sé, pero no es la luz opaca de tantos otros países,
a la final molesta, te ha rasguñado y no te diste cuenta;
tampoco es insoportable y agresiva como en el Caribe donde
Lezama Lima entornaba todo el día los postigos
para verla tamizada.
Es otra cosa, acá.
Acá, fácil, uno se hace amigo de la oscuridad.
La espera del bien
Que la habitación se entenebrezca o se oscurezca no es la misma cosa
y la forma es lo primero con lo que se lucha
cuando uno quiere dar fe de la presencia de Dios.
Por esto el poema sobre la habitación que se oscurece
como si una fuerza hubiera en eso,
un algo actuante que está y no está en los objetos que a su vez
pierden lentamente la luz,
naufraga.
Quiero decir que no es posible.
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© Jorge Aulicino
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