Daniel Freidemberg -Ediciones del Dock, 1999 - Clarín, Cultura y Nación, 13 de febrero de 2000 -
Basura, desechos, carreteras, monobloques, óxido. Un poco como si estuviéramos ante una versión argentina de “La tierra baldía”, de T.S. Eliot, el desarticulado mundo que “La línea del coyote”, de Jorge Aulicino, pone a la vista está sembrado de ruinas y formas enigmáticas. Formas oscilantes entre la materialidad absoluta y la desencantada abstracción, ambas rebeldes por igual a la sed de un contacto personal entre una subjetividad desvelada y las cosas. Pero, a la vez, por eso, formas paradójicamente reveladoras: de lo que las cosas hablan es de su propia ajenidad, de su misterio, de los imprevisibles rumbos que el encuentro con lo concreto puede abrir al conocimiento. También, como con el poema de T.S. Eliot, es muy probable que en ese paisaje el lector reconozca un momento histórico, a través de la diversidad de registros propia de quien descubrió que no existe un lugar ni un lenguaje únicos y estables desde los cuales abordar lo existente, así como quizá le recuerde a Baudelaire el modo en que una mirada ansiosa de plenitud espiritual interroga un abigarrado escenario urbano, ya definitivamente desacralizado, vulgar y anónimo. O a Pasolini: su desesperado realismo fragmentario, su indignación política y su amor por lo humillado y periférico. No es que haya una filiación explícita sino que acaso puedan verse en Pasolini, Eliot y Baudelaire tramos de la tentativa en la que Aulicino parece inscribir éste, su décimo libro, y seguramente el más arrojado y ambicioso.
Todo empieza con un hombre en un bar que, entre un torbellino de frenadas, /de sirenas y gorjeos ásperos de motores, tiene una repentina sensación de vértigo y grandeza y comprende entonces que se pueden olvidar las cuentas y el despertar dolido,/ el retiro de la marea de las cosas, el instante histórico de la materia:/ es eterno ahora; y teme. Claro que si teme es porque no ignora que nadie más que él puede saberlo; no hay modo de comunicar esa experiencia, por lo que no queda otra posibilidad que recurrir a las analogías, que inmediatamente conducen a otra imagen, muy concreta y aparentemente sin nada que ver con aquello que se quiso expresar: tazas/ que parecían abandonadas en una mesa,/ los restos de café duros en el fondo,/ el borde de una de ellas, cascado.
No hay nada más que cosas, pero no hay cosa que mirada francamente, de una manera que sólo ocasionalmente le es dada al sujeto humano, no conduzca a una suerte de vértigo donde todo lo conocido queda en suspenso, en tanto la mente se dispara hacia infinitas conexiones capaces de vincular, así sea fugazmente, lo arbitrario y disperso: una poética queda sintetizada ahí, una inevitablemente provisoria respuesta a la pregunta acerca de cómo decir lo indecible sin traicionarlo, o, más precisamente, sostener una apuesta que hoy los poetas suelen dar por perdida u ociosa: la poesía como experiencia excepcional -religiosa, si se quiere-, como una íntima posibilidad de que lo concreto, sin dejar de ser concreto, adquiera la iluminadora intensidad de lo simbólico. Esa es una inquietud que alimenta la poesía de este autor casi desde un principio, al menos seguramente desde su cuarto libro, “Poeta antiguo” (1980).
Más o menos en la época en que lo estaba escribiendo, Aulicino reflexionaba sobre la existencia de una suerte de enrarecimiento nervioso que se manifiesta como inminencia de algo esencialmente grande, superior, que no es Dios, sino simplemente la grandeza, como esencia momentánea del mundo. Jamás, sin embargo, había ido tan lejos en esa dirección, y, si se lo compara con el discurso reticente y cuasi objetivista de sus dos libros anteriores, “La línea del coyote” deja ver a un Aulicino más antiguo que nunca, o al menos anacrónico, en tanto, como los románticos y los simbolistas, retoma la vieja pregunta por el sentido, aunque con un sesgo radicalmente actual: no sólo ¿no debería la vida tener algún sentido? o ¿vivir sin sentido es vivir? sino además, ahora, ¿tiene sentido preguntarse por el sentido?.No es la suya, por lo tanto, una actitud restauradora: indica, más bien, que algunas partidas de defunción en la historia de la literatura se emiten demasiado apresuradamente, que quizá no todo lo que se daba por agotado lo esté, y que ciertas cuestiones son capaces de permanecer latentes hasta encontrar las formas que les permitan volver a emerger, ya libres de anquilosamientos retóricos.
Que se trata de un poeta de esta época es evidente: no le es posible fijar la mirada en ninguna parte, no al menos por mucho tiempo, ni afirmar algo que no conduzca a su negación, no hay inocencia alguna en su actitud, y sobre todo -y es lo fundamental- respecto del lenguaje. La notoria artificiosidad de la escritura parece provenir de una conciencia vigilante y recelosa, como si con cada frase dijera: “Estoy haciendo literatura”, y no sólo porque en algunos versos pueden hallarse o sospecharse citas de Raúl González Tuñón, Vicente López y Planes, William Carlos Williams, Paul Eluard o el Antiguo Testamento, sino porque casi no hay oración que no tenga la reverberación de un déjà vu: la sensación de estar ante algo que ya se leyó y no se recuerda cuándo, dónde ni cómo, tiene mucho que ver con la densidad de esta poesía, para la cual las palabras son objetos tan extraños, necesarios, inconquistables y únicos como las cosas. Perdida la posibilidad de afirmarse en un lenguaje primigenio, no hay posibilidad de trabajar con una palabra fundada -una palabra que no se limite a comunicar lo ya sabido- si no es recurriendo a las marcas que toda una historia de relaciones con la letra dejó en los sujetos.
© Daniel Freidemberg /Clarín, Buenos Aires
Basura, desechos, carreteras, monobloques, óxido. Un poco como si estuviéramos ante una versión argentina de “La tierra baldía”, de T.S. Eliot, el desarticulado mundo que “La línea del coyote”, de Jorge Aulicino, pone a la vista está sembrado de ruinas y formas enigmáticas. Formas oscilantes entre la materialidad absoluta y la desencantada abstracción, ambas rebeldes por igual a la sed de un contacto personal entre una subjetividad desvelada y las cosas. Pero, a la vez, por eso, formas paradójicamente reveladoras: de lo que las cosas hablan es de su propia ajenidad, de su misterio, de los imprevisibles rumbos que el encuentro con lo concreto puede abrir al conocimiento. También, como con el poema de T.S. Eliot, es muy probable que en ese paisaje el lector reconozca un momento histórico, a través de la diversidad de registros propia de quien descubrió que no existe un lugar ni un lenguaje únicos y estables desde los cuales abordar lo existente, así como quizá le recuerde a Baudelaire el modo en que una mirada ansiosa de plenitud espiritual interroga un abigarrado escenario urbano, ya definitivamente desacralizado, vulgar y anónimo. O a Pasolini: su desesperado realismo fragmentario, su indignación política y su amor por lo humillado y periférico. No es que haya una filiación explícita sino que acaso puedan verse en Pasolini, Eliot y Baudelaire tramos de la tentativa en la que Aulicino parece inscribir éste, su décimo libro, y seguramente el más arrojado y ambicioso.
Todo empieza con un hombre en un bar que, entre un torbellino de frenadas, /de sirenas y gorjeos ásperos de motores, tiene una repentina sensación de vértigo y grandeza y comprende entonces que se pueden olvidar las cuentas y el despertar dolido,/ el retiro de la marea de las cosas, el instante histórico de la materia:/ es eterno ahora; y teme. Claro que si teme es porque no ignora que nadie más que él puede saberlo; no hay modo de comunicar esa experiencia, por lo que no queda otra posibilidad que recurrir a las analogías, que inmediatamente conducen a otra imagen, muy concreta y aparentemente sin nada que ver con aquello que se quiso expresar: tazas/ que parecían abandonadas en una mesa,/ los restos de café duros en el fondo,/ el borde de una de ellas, cascado.
No hay nada más que cosas, pero no hay cosa que mirada francamente, de una manera que sólo ocasionalmente le es dada al sujeto humano, no conduzca a una suerte de vértigo donde todo lo conocido queda en suspenso, en tanto la mente se dispara hacia infinitas conexiones capaces de vincular, así sea fugazmente, lo arbitrario y disperso: una poética queda sintetizada ahí, una inevitablemente provisoria respuesta a la pregunta acerca de cómo decir lo indecible sin traicionarlo, o, más precisamente, sostener una apuesta que hoy los poetas suelen dar por perdida u ociosa: la poesía como experiencia excepcional -religiosa, si se quiere-, como una íntima posibilidad de que lo concreto, sin dejar de ser concreto, adquiera la iluminadora intensidad de lo simbólico. Esa es una inquietud que alimenta la poesía de este autor casi desde un principio, al menos seguramente desde su cuarto libro, “Poeta antiguo” (1980).
Más o menos en la época en que lo estaba escribiendo, Aulicino reflexionaba sobre la existencia de una suerte de enrarecimiento nervioso que se manifiesta como inminencia de algo esencialmente grande, superior, que no es Dios, sino simplemente la grandeza, como esencia momentánea del mundo. Jamás, sin embargo, había ido tan lejos en esa dirección, y, si se lo compara con el discurso reticente y cuasi objetivista de sus dos libros anteriores, “La línea del coyote” deja ver a un Aulicino más antiguo que nunca, o al menos anacrónico, en tanto, como los románticos y los simbolistas, retoma la vieja pregunta por el sentido, aunque con un sesgo radicalmente actual: no sólo ¿no debería la vida tener algún sentido? o ¿vivir sin sentido es vivir? sino además, ahora, ¿tiene sentido preguntarse por el sentido?.No es la suya, por lo tanto, una actitud restauradora: indica, más bien, que algunas partidas de defunción en la historia de la literatura se emiten demasiado apresuradamente, que quizá no todo lo que se daba por agotado lo esté, y que ciertas cuestiones son capaces de permanecer latentes hasta encontrar las formas que les permitan volver a emerger, ya libres de anquilosamientos retóricos.
Que se trata de un poeta de esta época es evidente: no le es posible fijar la mirada en ninguna parte, no al menos por mucho tiempo, ni afirmar algo que no conduzca a su negación, no hay inocencia alguna en su actitud, y sobre todo -y es lo fundamental- respecto del lenguaje. La notoria artificiosidad de la escritura parece provenir de una conciencia vigilante y recelosa, como si con cada frase dijera: “Estoy haciendo literatura”, y no sólo porque en algunos versos pueden hallarse o sospecharse citas de Raúl González Tuñón, Vicente López y Planes, William Carlos Williams, Paul Eluard o el Antiguo Testamento, sino porque casi no hay oración que no tenga la reverberación de un déjà vu: la sensación de estar ante algo que ya se leyó y no se recuerda cuándo, dónde ni cómo, tiene mucho que ver con la densidad de esta poesía, para la cual las palabras son objetos tan extraños, necesarios, inconquistables y únicos como las cosas. Perdida la posibilidad de afirmarse en un lenguaje primigenio, no hay posibilidad de trabajar con una palabra fundada -una palabra que no se limite a comunicar lo ya sabido- si no es recurriendo a las marcas que toda una historia de relaciones con la letra dejó en los sujetos.
© Daniel Freidemberg /Clarín, Buenos Aires
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