Eduardo Ainbinder - Perfil, Cultura - 7 de noviembre, 2008
Hay cierta unanimidad en la crítica que a partir de su libro La Caída de los cuerpos, (1983) hubo un punto de inflexión, un antes y un después en la poética de Jorge Aulicino. Y que además ese salto cualitativo se afianzó definitivamente en Paisaje con autor. Pero es a partir de la aparición del poema “Himnos Corsarios” en un libro posterior, (1994), donde se me antoja se produce el otro antes y después en su poesía, o por llamarlo de otro modo, el momento en que empieza a notarse la necesidad de abandonar el limitado sector del ángulo nor-noroeste de su escritorio, como ironizaba Bustos Domecq en una de sus crónicas, en favor de incluir en su mobiliario una mesa de trabajo más grande, dónde el poeta pueda desplegar por ejemplo, el trazado de una batalla o de varias, y enumerar la cantidad de elementos, de detalles, que se arremolinan en torno a los cuadros violentos de esas batallas. En “El insomnio de los soldados”, otro poema también publicado en la década del noventa, el infatigable Aulicino ya hablaba de un imposible ajuste de cuentas con la Historia sin el real concurso de la imaginación: “Puedo imaginar a Billy el niño, a Atila/ a Alejandro, pero no puedo entrever sus noches”, decía a manera de prólogo o quizá de involuntario avance de su nuevo libro Cierta dureza en la sintaxis. Un largo poema dividido en cincuenta partes que quizá signifique dentro de su obra el abandono definitivo de cierta economía verbal a favor de un poema de más largo aliento, con mayor espacio para el desarrollo y la fluidez de una ficción. A fin de cuentas la Historia y la ficción pueden ser oportunidades propicias para reunir una innumerable cantidad de personajes bajo el mismo techo, para tener dentro de un poema una mayor libertad para las más disímiles combinatorias en búsqueda de un efecto de conjunto. Si en la última parte del libro Atila huye por la autopista en un auto último modelo y antes de ser tragado por la niebla accede a la certeza de que su gesta no fue definitiva sino sólo un gota de sangre más con que la Historia condimenta masacre tras masacre, puede que sea una manera de reflexionar sobre los acontecimientos que conmovieron al mundo, sin perder de vista que estos acontecimientos no sólo son “los tiempos del conquistador” sino también “los veranos perdidos”.
Eduardo Ainbinder
© Editorial Perfil, Buenos Aires
Comentarios