Juan Manuel Marcos - Oklahoma State University - Discurso Literario (Vol. 2, n° 2) -
Aunque éste no constituye el primer poemario de Jorge Ricardo Aulicino (Buenos Aires, 1949), quizá es el que está destinado a elevar al autor a la entusiasta consideración internacional, como una de las voces más personales y maduras de la nueva generación de poetas argentinos. La grandeza de los poetas -como sugiere el melancólico epígrafe de Goethe en el umbral de esta colección- consiste en no llegar nunca, en aspirar siempre a una palabra todavía más comunicativa y precisa. Pero los versos de Aulicino, que conjugan sin estridencia ni aparatosidad cierta actitud contracultural con una meditación existencial seria, le han dado ya un seguro punto de partida.
En la mayoría de los veintiún poemas de La caída de los cuerpos dialogan sin solemnidad mitos culturales como los argonautas, Margarita Gautier, Haendel, Michelangelo, Jan Vermeer, Bécquer, Lutero y Mozart. Este desfile de prestigiosos símbolos de erudición recordaría, a primera vista, la típica obsesión porteña por mostrar su cosmopolitismo y su refinamiento europeísta, y en particular, claro está, a Borges. Pero el discurso de Aulicino, como otros del llamado "post-boom", es definitivamente post borgiano. Si Roa Bastos, uno de los mayores precursores del post-boom, había parodiado en Yo el Supremo la gran pasión intelectual de las élites paraguayas -el ensayo historiográfico-, Aulicino se ríe sin sarcasmo de la vanidad argentina por las citas culturales: así, los argonautas "mueren de neumonía / en una sala de terapia intensiva / pero hay serpientes marinas en sus sueños / y ciruelas impresionistas sobre sus mesas de luz"; Haendel busca con manos ciegas su orinal; Michelangelo, "agazapado bajo la bóveda de la Capilla Sixtina," se queja de que el Papa lo urge a acabar el Universo -"¿pero qué podría crear Dios en esta posición?"-; y Mozart se confunde a las nueve de la mañana, desde la radio de un coche, con "el humo sobre los techos /el árido terraplén / un gato que se desentumece / junto a un poco de agua estancada."
Algunos tópicos de la poesía universal -la golondrina, la mujer, la angustia- reaparecen en la poesía de Aulicino, cargados de ironía, de cierta desconfianza hacia la razón, las instituciones establecidas, las reglas de la sociedad, un poco a la manera de Hammett, otro de los padres del post-boom, a quien está dedicado un poema: "literariamente toda mujer es impenetrable / deja un gusto a metal sobre la lengua / como una historia negra". No es la golondrina la que revolotea en la ventana del poeta, sino su esqueleto, porque "bécquer (sic) necesitó comer / literariamente a la golondrina / nada dejó para el futuro".
Imágenes de la vida cotidiana, escenas callejeras cruzan sin agobiar por los versos de La caída de los cuerpos, como rindiendo un secreto homenaje a Boedo: "botellas vacías en las veredas / pedazos de papel, bolsas de plástico derramadas / bajo el sol batiente de los árboles". Muchas veces, el tono se vuelve epigramático: "recorrer un camino hasta el final es difícil... / amar el camino es lo más arduo de todo / quedarse en casa es la prueba decisiva".
El lector concluye el libro de Aulicino con sentimientos de optimismo, de jovial complicidad, de plenitud vital a pesar de que no encierra una poesía fácil, demagógica, coloquial. Su talento le ha comunicado esa misteriosa energía que saben transmitir los que escriben en serio.
Jorge Ricardo Aulicino, La caída de los cuerpos (Rosario, Argentina, El lagrimal trifurca, 1983), 34 páginas
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Aunque éste no constituye el primer poemario de Jorge Ricardo Aulicino (Buenos Aires, 1949), quizá es el que está destinado a elevar al autor a la entusiasta consideración internacional, como una de las voces más personales y maduras de la nueva generación de poetas argentinos. La grandeza de los poetas -como sugiere el melancólico epígrafe de Goethe en el umbral de esta colección- consiste en no llegar nunca, en aspirar siempre a una palabra todavía más comunicativa y precisa. Pero los versos de Aulicino, que conjugan sin estridencia ni aparatosidad cierta actitud contracultural con una meditación existencial seria, le han dado ya un seguro punto de partida.
En la mayoría de los veintiún poemas de La caída de los cuerpos dialogan sin solemnidad mitos culturales como los argonautas, Margarita Gautier, Haendel, Michelangelo, Jan Vermeer, Bécquer, Lutero y Mozart. Este desfile de prestigiosos símbolos de erudición recordaría, a primera vista, la típica obsesión porteña por mostrar su cosmopolitismo y su refinamiento europeísta, y en particular, claro está, a Borges. Pero el discurso de Aulicino, como otros del llamado "post-boom", es definitivamente post borgiano. Si Roa Bastos, uno de los mayores precursores del post-boom, había parodiado en Yo el Supremo la gran pasión intelectual de las élites paraguayas -el ensayo historiográfico-, Aulicino se ríe sin sarcasmo de la vanidad argentina por las citas culturales: así, los argonautas "mueren de neumonía / en una sala de terapia intensiva / pero hay serpientes marinas en sus sueños / y ciruelas impresionistas sobre sus mesas de luz"; Haendel busca con manos ciegas su orinal; Michelangelo, "agazapado bajo la bóveda de la Capilla Sixtina," se queja de que el Papa lo urge a acabar el Universo -"¿pero qué podría crear Dios en esta posición?"-; y Mozart se confunde a las nueve de la mañana, desde la radio de un coche, con "el humo sobre los techos /el árido terraplén / un gato que se desentumece / junto a un poco de agua estancada."
Algunos tópicos de la poesía universal -la golondrina, la mujer, la angustia- reaparecen en la poesía de Aulicino, cargados de ironía, de cierta desconfianza hacia la razón, las instituciones establecidas, las reglas de la sociedad, un poco a la manera de Hammett, otro de los padres del post-boom, a quien está dedicado un poema: "literariamente toda mujer es impenetrable / deja un gusto a metal sobre la lengua / como una historia negra". No es la golondrina la que revolotea en la ventana del poeta, sino su esqueleto, porque "bécquer (sic) necesitó comer / literariamente a la golondrina / nada dejó para el futuro".
Imágenes de la vida cotidiana, escenas callejeras cruzan sin agobiar por los versos de La caída de los cuerpos, como rindiendo un secreto homenaje a Boedo: "botellas vacías en las veredas / pedazos de papel, bolsas de plástico derramadas / bajo el sol batiente de los árboles". Muchas veces, el tono se vuelve epigramático: "recorrer un camino hasta el final es difícil... / amar el camino es lo más arduo de todo / quedarse en casa es la prueba decisiva".
El lector concluye el libro de Aulicino con sentimientos de optimismo, de jovial complicidad, de plenitud vital a pesar de que no encierra una poesía fácil, demagógica, coloquial. Su talento le ha comunicado esa misteriosa energía que saben transmitir los que escriben en serio.
Jorge Ricardo Aulicino, La caída de los cuerpos (Rosario, Argentina, El lagrimal trifurca, 1983), 34 páginas
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