Irene Gruss - Diario de Poesía N° 78 - Junio a Octubre de 2009
Antes, allá por 1980, en Poeta antiguo, era: “Por qué escriben sobre lo que el corazón no ve? / ¿Por qué escriben sobre lo que la inteligencia no celebra / o llora?”. Ahora, casi en la postura de algún personaje de Quentin Tarantino, pregunta: “¿De qué hablás, de qué hablás?”.
A Jorge Aulicino le da por cavilar acerca de esos huecos en blanco que deja el artista —desde Cézanne pasando por Haendel, ahora sigue el “gran pintor Ezra”, sólo que esta vez “el pincel está ya sin pintura (…), lo aplica seco”—, es decir lo que queda sin pintar, lo que no se pinta o se pinta “en seco”. En Cierta dureza en la sintaxis, ese “¿de qué hablás, de qué hablás?” brutal percute en cada poema, e impulsa la tensión de leer hasta el final como si se tratara del mejor libro de aventuras. También ahora, obra número catorce del autor, arremete con una jerga de la cual no quiere desprenderse: Aulicino escribe aventuras, usa vocabulario de libro de aventuras; el lirismo en la epopeya es el de ese tipo de poetas que prefieren asir esa cuerda para no perder lo que ésta siempre propuso, la verdad a la que un chico recurre o por la que sobrevive.
Si en los poemarios que lo preceden se oía el rumiar de un soliloquio, hoy se impone un tono seguro que rasa lo explícito; hay violencia y hartazgo en la expresión de esa seguridad, porque ya no hay tiempo ni ganas de condescender, mucho menos tolerar “conversaciones banales”; entonces invoca o interpela, hace burlas. Aulicino exhuma, raspa la tierra casi seca de un pasado personal, común a muchos, y a medida que avanza hacia abajo, cada vez más hacia un fondo, el libro suena a usina, a cable pelado, a kirie o magníficat del dolor; y, cuándo no, también a ironía; y por qué no, también a entusiasmo elidido, a fe.
En una especie de ars poética tomada de un blog, Aulicino confiesa: “Me siento a escribir. Si la letra levanta vuelo, sigo. Me cuesta mantenerla en vilo. Pero no quiero dejar que pase el momento y escribo todo cuanto puedo en cada sentada. Después borro. Casi siempre sobra. Es poco lo que reemplazo. Se trata más bien de borrar. La poesía es lo que falta. Paradójicamente, se borra para obtenerlo”. Y he aquí la prueba, el delito: lo que no lleva el agua lo que queda en la pileta /dando vueltas negándose girando resistiendo / cáscaras de un huevo peladuras de papas / lo que insiste en quedarse lo que no entra / basuras restos lavados resistiendo / lo que se pega y despega /lo lavado no chupado girando /las cáscaras lo exterior resistiendo (“La poesía era un bello país”, de La caída de los cuerpos, 1983). Este empecinamiento, borrar para obtener, que es estilo puro, también se instala en Cierta dureza en la sintaxis; pero ahora se trata de un movimiento que expulsa y la poesía no es lo que falta, entonces —nadar, nadar hasta ser rechazados, decía Jorge García Sabal—, sino ese dejar salir como letra de alivio o de despojo.
En otra oportunidad, Aulicino reflexiona acerca de la poética de Cesare Pavese, sin duda uno de sus padres literarios, si no el que más lo ha marcado incluso como guía espiritual, y donde podría estar también hablando de sí mismo: “(Pavese) pasa a plantear la necesidad de las relaciones ‘fantásticas’ que deben establecerse entre los objetos de un poema para que éste tenga calidad de tal. Aquí (en El oficio del poeta) relata la famosa historia del poema del ermitaño (‘Paesaggio I’), y de cómo descubrió una ‘relación fantástica’ entre el paisaje y el personaje, entre ‘el ermitaño’ y los ‘helechos quemados’. Y también entre el ermitaño y los otros elementos del paisaje: muchachas, aldeanos, estiércol, cabras: el objeto –descubre- era el relatar esa relación: ‘era ella misma argumento de la narración’”.
La serie “y sin embargo ejércitos” parece estar escrita hurgando las tripas de los muertos y las de los que han quedado: nosotros, los que vivimos. Como decir: los muertos no descansan en paz y nosotros, los que vivimos, tampoco. Con un humanismo pariente, casi hermano del que profesa Tolstoy, Aulicino reinventa la saga de imperios que supimos concebir, las batallas en que éstos triunfaron o fueron derrotados, la imagen desoladora de lo que hoy llamamos mundo. No se le escapa al autor hablar de pensamiento ni de, como un personaje más de esa saga, la escritura; y, cual alerta de guerra para no caer en una lavada claridad, ríe a la hora de nombrar: “Hablo de los tiempos del conquistador y de los veranos perdidos. / Pueden creer que esto es poco para oda, porque necesito el okay / de un lenguaje fluido”. Se trata de una clase magistral acerca de cómo lograr esa dureza en la sintaxis, y de la que deberíamos aprender al menos un poco: “Fue ayer... Estabas frente al lago de ese río: / qué lejana esa costa, qué neblinosa y mañanera. / Lo tenías todo, no te habías arrastrado en la escoria / de las batallas perdidas antes de empezadas, / no andabas en el orín de estos muertos... / Lo comprendo, no era el Danubio, era el Paraná / que marea porque viene del cielo cerebral, pero aun así... / ¿Se justifica la alegre inacción, el pensamiento venteado? // Abeja: la más pequeña de las aves, nace de la carne del buey. / Araña: gusano que se alimenta del aire. Calandria: la que / canta la enfermedad y puede curarla. Perdiz: ave embustera.”.
No es casual que a modo de cierre este libro aluda al periodismo –oficio que el autor sobrelleva junto con el de la poesía–, y tampoco el hecho de que quizá recién hoy lo tome. Como si hasta ahora no le hubiera sido posible o, más aún, pudiendo darse ahora el lujo de mencionar a esa otra escritura que lo ha marcado y que prosaicamente, hace ya treinta años, le da de comer. Son dignas de notar la lucidez y la obsesiva, enervante impiedad con que confronta un oficio y otro: la epopeya ha terminado, y está bien que así sea. Aulicino lo expresa con una calidad y altura insobornables.
© Irene Gruss
Cierta dureza en la sintaxis, ed. Selecciones de Amadeo Mandarino, 2008
Antes, allá por 1980, en Poeta antiguo, era: “Por qué escriben sobre lo que el corazón no ve? / ¿Por qué escriben sobre lo que la inteligencia no celebra / o llora?”. Ahora, casi en la postura de algún personaje de Quentin Tarantino, pregunta: “¿De qué hablás, de qué hablás?”.
A Jorge Aulicino le da por cavilar acerca de esos huecos en blanco que deja el artista —desde Cézanne pasando por Haendel, ahora sigue el “gran pintor Ezra”, sólo que esta vez “el pincel está ya sin pintura (…), lo aplica seco”—, es decir lo que queda sin pintar, lo que no se pinta o se pinta “en seco”. En Cierta dureza en la sintaxis, ese “¿de qué hablás, de qué hablás?” brutal percute en cada poema, e impulsa la tensión de leer hasta el final como si se tratara del mejor libro de aventuras. También ahora, obra número catorce del autor, arremete con una jerga de la cual no quiere desprenderse: Aulicino escribe aventuras, usa vocabulario de libro de aventuras; el lirismo en la epopeya es el de ese tipo de poetas que prefieren asir esa cuerda para no perder lo que ésta siempre propuso, la verdad a la que un chico recurre o por la que sobrevive.
Si en los poemarios que lo preceden se oía el rumiar de un soliloquio, hoy se impone un tono seguro que rasa lo explícito; hay violencia y hartazgo en la expresión de esa seguridad, porque ya no hay tiempo ni ganas de condescender, mucho menos tolerar “conversaciones banales”; entonces invoca o interpela, hace burlas. Aulicino exhuma, raspa la tierra casi seca de un pasado personal, común a muchos, y a medida que avanza hacia abajo, cada vez más hacia un fondo, el libro suena a usina, a cable pelado, a kirie o magníficat del dolor; y, cuándo no, también a ironía; y por qué no, también a entusiasmo elidido, a fe.
En una especie de ars poética tomada de un blog, Aulicino confiesa: “Me siento a escribir. Si la letra levanta vuelo, sigo. Me cuesta mantenerla en vilo. Pero no quiero dejar que pase el momento y escribo todo cuanto puedo en cada sentada. Después borro. Casi siempre sobra. Es poco lo que reemplazo. Se trata más bien de borrar. La poesía es lo que falta. Paradójicamente, se borra para obtenerlo”. Y he aquí la prueba, el delito: lo que no lleva el agua lo que queda en la pileta /dando vueltas negándose girando resistiendo / cáscaras de un huevo peladuras de papas / lo que insiste en quedarse lo que no entra / basuras restos lavados resistiendo / lo que se pega y despega /lo lavado no chupado girando /las cáscaras lo exterior resistiendo (“La poesía era un bello país”, de La caída de los cuerpos, 1983). Este empecinamiento, borrar para obtener, que es estilo puro, también se instala en Cierta dureza en la sintaxis; pero ahora se trata de un movimiento que expulsa y la poesía no es lo que falta, entonces —nadar, nadar hasta ser rechazados, decía Jorge García Sabal—, sino ese dejar salir como letra de alivio o de despojo.
En otra oportunidad, Aulicino reflexiona acerca de la poética de Cesare Pavese, sin duda uno de sus padres literarios, si no el que más lo ha marcado incluso como guía espiritual, y donde podría estar también hablando de sí mismo: “(Pavese) pasa a plantear la necesidad de las relaciones ‘fantásticas’ que deben establecerse entre los objetos de un poema para que éste tenga calidad de tal. Aquí (en El oficio del poeta) relata la famosa historia del poema del ermitaño (‘Paesaggio I’), y de cómo descubrió una ‘relación fantástica’ entre el paisaje y el personaje, entre ‘el ermitaño’ y los ‘helechos quemados’. Y también entre el ermitaño y los otros elementos del paisaje: muchachas, aldeanos, estiércol, cabras: el objeto –descubre- era el relatar esa relación: ‘era ella misma argumento de la narración’”.
La serie “y sin embargo ejércitos” parece estar escrita hurgando las tripas de los muertos y las de los que han quedado: nosotros, los que vivimos. Como decir: los muertos no descansan en paz y nosotros, los que vivimos, tampoco. Con un humanismo pariente, casi hermano del que profesa Tolstoy, Aulicino reinventa la saga de imperios que supimos concebir, las batallas en que éstos triunfaron o fueron derrotados, la imagen desoladora de lo que hoy llamamos mundo. No se le escapa al autor hablar de pensamiento ni de, como un personaje más de esa saga, la escritura; y, cual alerta de guerra para no caer en una lavada claridad, ríe a la hora de nombrar: “Hablo de los tiempos del conquistador y de los veranos perdidos. / Pueden creer que esto es poco para oda, porque necesito el okay / de un lenguaje fluido”. Se trata de una clase magistral acerca de cómo lograr esa dureza en la sintaxis, y de la que deberíamos aprender al menos un poco: “Fue ayer... Estabas frente al lago de ese río: / qué lejana esa costa, qué neblinosa y mañanera. / Lo tenías todo, no te habías arrastrado en la escoria / de las batallas perdidas antes de empezadas, / no andabas en el orín de estos muertos... / Lo comprendo, no era el Danubio, era el Paraná / que marea porque viene del cielo cerebral, pero aun así... / ¿Se justifica la alegre inacción, el pensamiento venteado? // Abeja: la más pequeña de las aves, nace de la carne del buey. / Araña: gusano que se alimenta del aire. Calandria: la que / canta la enfermedad y puede curarla. Perdiz: ave embustera.”.
No es casual que a modo de cierre este libro aluda al periodismo –oficio que el autor sobrelleva junto con el de la poesía–, y tampoco el hecho de que quizá recién hoy lo tome. Como si hasta ahora no le hubiera sido posible o, más aún, pudiendo darse ahora el lujo de mencionar a esa otra escritura que lo ha marcado y que prosaicamente, hace ya treinta años, le da de comer. Son dignas de notar la lucidez y la obsesiva, enervante impiedad con que confronta un oficio y otro: la epopeya ha terminado, y está bien que así sea. Aulicino lo expresa con una calidad y altura insobornables.
© Irene Gruss
Cierta dureza en la sintaxis, ed. Selecciones de Amadeo Mandarino, 2008
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