Augusto Munaro - Diario El Litoral, 20.11.2010 -
“Memoria de Garbeld”, de Jorge Aulicino. Ediciones en Danza. Buenos Aires, 2010.
La obra poética de Jorge Aulicino (Buenos Aires, 1949) se desvincula de todas las propuestas líricas consabidas puesto que desconfía de cualquier solución estable: La caída de los cuerpos (1983), Paisaje con autor (1988), y más recientemente La línea del coyote (1999), Hostias (2004) y su destacable Cierta dureza en la sintaxis (2008) vertebran ese modo fluctuante de posicionarse en favor de la flexibilidad analítica del lenguaje. Con Memoria de Garbeld, Aulicino amplía su cartografía ficcional. Garbeld, personaje que sintetiza todo un modo de pensar, posibilita un campo de lecturas donde la conjetura es uno de los centros sustanciales, allí donde lo paradójico pone en jaque a lo nominal. Cada uno de los treinta y cinco textos que integran el libro encienden mecanismos de argumentación inobjetables, desnudando un sistema dinámico de leyes perfectamente articuladas. Aulicino alcanza con Garbeld la expresión más lograda de su pensamiento desestabilizador cuyas lúcidas resonancias revelan otros caminos.
—Una vez más, de esa usina o campo de maniobras que es el blog que usted administra, Otra Iglesia es Imposible, creó o creyó descubrir los papeles de Gustav Who, ex asistente y albacea del profesor Lawrence Garbeld, orientalista, literato, historiador militar, diplomático y espía de la corona británica. Se trata de un personaje asombrosamente vivo. ¿Cómo le llegó tal idea?
—La idea llegó de una manera accidental. Lo que yo quería hacer en el blog era contar la historia del viejo sin dientes, que ahora es la primera del volumen. Se trata de una de las narraciones significativas del maestro taoísta Chuang Tzú. Se me cruzó narrarla como si yo se la contara al público, para poder incluir algún comentario que la trajera a la actualidad. Así surgió esa voz llamada Garbeld, que refiere la narración y luego discute con una voz anónima. No sé cómo se me ocurrió el nombre de Garbeld; lo que imaginé de inmediato fue un conferencista anacrónico, afecto a la paradoja. El personaje vagamente se insinuó en mi cabeza. Que fuera un anacrónico profesor británico se me ocurrió después. Cuando escribí la siguiente historia de Garbeld ya imaginaba otros datos del personaje: miembro del servicio exterior, orientalista, cascarrabias y amigo del pensamiento contradictorio. Un conservador cuestionador, un poco incómodo para todos. Allí estaban mis lecturas de Brecht, y algo de las de Conan Doyle. También creo haber hecho un homenaje a un personaje olvidado, el licenciado Plechbenda, que había inventando Emilio Petcoff en Clarín. Un consultor ad honórem de la policía. Garbeld es un personaje dedicado al pensamiento, de manera vocacional. Apto para la breve reflexión política, el comentario de actualidad, la observación cultural. En cierto modo, un pensador de barricada. Un peregrino, un viajero al que no le agrada viajar. Su oficio le ha obligado a conocer el mundo, pero su ideal es apoltronarse todos los días, al final de su jornada, en su sillón preferido, y examinar el mundo desde allí, en sus paradojas.
“Memoria de Garbeld”, de Jorge Aulicino. Ediciones en Danza. Buenos Aires, 2010.
La obra poética de Jorge Aulicino (Buenos Aires, 1949) se desvincula de todas las propuestas líricas consabidas puesto que desconfía de cualquier solución estable: La caída de los cuerpos (1983), Paisaje con autor (1988), y más recientemente La línea del coyote (1999), Hostias (2004) y su destacable Cierta dureza en la sintaxis (2008) vertebran ese modo fluctuante de posicionarse en favor de la flexibilidad analítica del lenguaje. Con Memoria de Garbeld, Aulicino amplía su cartografía ficcional. Garbeld, personaje que sintetiza todo un modo de pensar, posibilita un campo de lecturas donde la conjetura es uno de los centros sustanciales, allí donde lo paradójico pone en jaque a lo nominal. Cada uno de los treinta y cinco textos que integran el libro encienden mecanismos de argumentación inobjetables, desnudando un sistema dinámico de leyes perfectamente articuladas. Aulicino alcanza con Garbeld la expresión más lograda de su pensamiento desestabilizador cuyas lúcidas resonancias revelan otros caminos.
—Una vez más, de esa usina o campo de maniobras que es el blog que usted administra, Otra Iglesia es Imposible, creó o creyó descubrir los papeles de Gustav Who, ex asistente y albacea del profesor Lawrence Garbeld, orientalista, literato, historiador militar, diplomático y espía de la corona británica. Se trata de un personaje asombrosamente vivo. ¿Cómo le llegó tal idea?
—La idea llegó de una manera accidental. Lo que yo quería hacer en el blog era contar la historia del viejo sin dientes, que ahora es la primera del volumen. Se trata de una de las narraciones significativas del maestro taoísta Chuang Tzú. Se me cruzó narrarla como si yo se la contara al público, para poder incluir algún comentario que la trajera a la actualidad. Así surgió esa voz llamada Garbeld, que refiere la narración y luego discute con una voz anónima. No sé cómo se me ocurrió el nombre de Garbeld; lo que imaginé de inmediato fue un conferencista anacrónico, afecto a la paradoja. El personaje vagamente se insinuó en mi cabeza. Que fuera un anacrónico profesor británico se me ocurrió después. Cuando escribí la siguiente historia de Garbeld ya imaginaba otros datos del personaje: miembro del servicio exterior, orientalista, cascarrabias y amigo del pensamiento contradictorio. Un conservador cuestionador, un poco incómodo para todos. Allí estaban mis lecturas de Brecht, y algo de las de Conan Doyle. También creo haber hecho un homenaje a un personaje olvidado, el licenciado Plechbenda, que había inventando Emilio Petcoff en Clarín. Un consultor ad honórem de la policía. Garbeld es un personaje dedicado al pensamiento, de manera vocacional. Apto para la breve reflexión política, el comentario de actualidad, la observación cultural. En cierto modo, un pensador de barricada. Un peregrino, un viajero al que no le agrada viajar. Su oficio le ha obligado a conocer el mundo, pero su ideal es apoltronarse todos los días, al final de su jornada, en su sillón preferido, y examinar el mundo desde allí, en sus paradojas.
—La primera impresión que se tiene de Garbeld es la de un hombre desengañado de la realidad. Desconfía del tao y de la política, y arremete contra las utopías. ¿Un nihilista que mira y reflexiona?
—No, no creo que esté desengañado. Creo que se siente incapaz de pensar como un taoísta, pero esa doctrina lo atrae poderosamente. De lo que desconfía es de la mirada convencional, de lo dado por cierto. Lo irrita quien mira con telarañas en los ojos. Ve en el tao un sistema destinado a desarticular constantemente cualquier verdad, o mejor dicho la permanencia placentera en una verdad por demasiado tiempo. Es un pragmático en el mejor sentido de la palabra. No es un aristotélico, desconfía de cualquier solución estable. Desconfía de las utopías como desconfiaba el propio Marx. No ve, sospecho yo, nada productivo en una utopía, excepto la crítica del mundo actual, del mundo real. Lo que diría Garbeld es que las utopías deben ser realizables, y si no lo son, es porque tienen una falla de base. Creo que la aversión de Marx por las utopías socialistas y libertarias de su tiempo provenían de la misma incomodidad: o el ideal es producto práctico de la actividad humana, de la ciencia humana, o es sólo una pérdida de tiempo. Garbeld no es nihilista. No le debe nada a Nietzsche. El nihilismo termina siendo grandilocuente, y en términos prácticos, nada: sólo una reivindicación individualista. Garbeld creía en las estructuras colectivas, en las construcciones colectivas. Creía que lo humano es una construcción incesante.
—La conjetura parece estructurar buena parte de los textos. Garbeld es un individuo paradójico, pues su pensamiento infringe el sentido común, lo pone en jaque constantemente. ¿Por qué confía en la contradicción como uno de los caminos más seguros hacia la verdad? ¿Tiene sentido en literatura detentar la verdad?
—En literatura o en política no tiene sentido hablar de verdad. Detentar la verdad es ya un abuso de poder. Detentar la verdad es inmoral. Garbeld va contra el sentido común, gramscianamente entendido como una suma de conocimientos inconexos que se trasmiten sin someterlos a juicio dialéctico. Es en ese sentido que está contra el sentido común, pero poniéndolo a prueba insistentemente. Garbeld tiene como método ir con la lógica hasta donde llegue, así sea el absurdo. Garbeld le busca la quinta pata al gato porque está seguro de que la tiene. No puede haber realidad unilateral, piensa Garbeld. No puede haber verdad final. Siempre hay una contradicción al acecho.
—También recela de los sentimientos, pues cree que se trata de mera retórica. Esa deficiencia que mina el lenguaje de ambigüedad, se puede asociar con buena parte de su obra poética.
—Garbeld cree que los sentimientos son a tal punto inexpresables que sólo son su retórica. Esa retórica es el único modo que ve como posible para que el sentimiento tenga consistencia real. La mejor retórica es el mejor sentimiento. Se puede sentir sin hablar, sin retórica, y muchos creen que eso es lo mejor, que el sentimiento inexpresivo es el mejor. Pero fíjese que Garbeld extiende el concepto de retórica, como sistema, al conjunto de los gestos, de los actos. Algo tan desnudo, puro y ensimismado como el sentimiento, requiere más que ninguna otra cosa de una retórica. Y no sólo la requiere, de hecho la tiene. En ese episodio sobre Garbeld y la retórica del amor, lo que quise poner en relieve es la falsedad de esa idea del puro amor, del sentimiento inexpresable.
—Las notas al pie ofrecen una lógica arborescente. Pues ellas parecen ajustarse a un juego de metatextualidad. ¿Sólo las pensó para verosimilizar el texto?
—Las pensé para jugar con la figura imponderable de Who. Sus apuntes, publicados imaginariamente en puntos distantes del planeta, quieren dar cuenta de un movimiento planetario de Garbeld y Who, para realizar trabajos indeterminados. Garbeld es un espía, no olvide usted, pero a la vez un científico vocacional y un observador general, interesado en cosas tales cono “las grandes migraciones” y “las grandes regresiones”, que son poco más que construcciones verbales. En suma, las menciones de las fuentes imaginarias de los textos dan, a mi entender, una impresión más cabal de la superficción de este personaje. Fíjese que si se siguen las fechas, se concluye que al menos Who, si no Garbeld, vivió más de un siglo. Pero Garbeld es un viajero obligado. Su silueta es la de ese hombre del montaje de Max Ernest que ilustra la tapa: un caballero, un hombre común, el hombre comme il faut que sueña el mundo desde su sillón.
—Remedando al flaubertiano “Madame Bovary soy yo”, ¿podríamos decir “Aulicino es Garbeld”?
—Yo creo que si, en líneas más generales, llevamos a su extremo la identificación del ser con su retórica, debe haber un cierto conjunto de ideas, de articulaciones, que convierten al personaje en su autor, así como convierten al sentimiento en sus gestos, en su lenguaje. Sí, hasta cierto punto soy Garbeld. Pienso y soy como Garbeld cuando lo escribo. Esa ficción, en tanto estilo, puede que sea yo.
Ilustración: Le Lion de Belfort, collage de Max Ernst, en El Litoral, "Sobre las paradojas de Garbeld", 20.11.2010
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