Posición. "Uno propone y la acción literaria dispone", dice Aulicino.
Cuando en 1969 Jorge Aulicino (Buenos Aires, 1949) publicó Reunión, tenía todo un oficio por delante: desarrollar su vocación como poeta. Pronto le siguieron Mejor matar esa lágrima (1971), Vuelo bajo (1974) y Poeta antiguo (1980), libros que, como diría en una entrevista respecto a sus tempranos esfuerzos estéticos, "abrían y cerraban un ciclo de aprendizaje y de tanteos". No obstante, aquellos textos sirvieron como "campo de maniobras" para lo que vendría luego en su madurez: la consolidación de una estética propia.
Con la aparición de La caída de los cuerpos (1983), su poética dio un viraje. Allí sus poemas jugaban un duelo inusitado entre forma y contenido, marcando el inicio de una depuración estilística, que se acentuó en Paisaje con autor (1988). Apostando a la carga de significación de la poesía y las circunstancias, donde los objetos se tornan elementos de reflexión, Aulicino piensa y percibe el encantamiento de las cosas que se cristalizan en el peculiar modo de pensar que ofrecen sus versos. Otra respiración, cuya gravedad hilvana realidad e imaginación sin carga retórica.
Su último aporte, el Libro del engaño y del desengaño (Ediciones en Danza) encuentra su esquema en el justo medio entre premeditación e improvisación, donde "la fertilidad y la aridez se unen míticamente". Una obra que vertebra ese modo fluctuante de posicionarse a favor de la flexibilidad analítica del lenguaje. Una escritura permeable siempre a preguntas estremecedoras, desvinculándose de cualquier etiqueta, dando origen así a una batalla por amparar el signo de su uso degradado y banal. Con una extensa trayectoria en periodismo cultural, Aulicino se desempeña actualmente como editor adjunto de la revista Ñ.
—Libro del engaño y del desengaño no tiene un único eje temático. ¿Cuál fue su mayor preocupación al escribirlo?
—Mi preocupación consistía en llenar los días con los fragmentos del recuerdo de una época y un tipo de acción política. Debía ser mi réquiem objetivo a esa época. Pero uno propone y la acción, en este caso literaria, dispone, coaligada con la memoria emotiva. Primero, como se ve en el primer poema de la primera parte del libro, hay un escenario vacío. Cuando comencé a retroceder en el tiempo, en un ejercicio consciente de memoria, me di cuenta de que la memoria se abría hacia distintos caminos. La memoria resultó ese montón de fragmentos de hojas que el viento introduce en la habitación y luego arrastra y barre, en una imagen típica de melancolía y decadencia. En resumen: el recuerdo épico, y el modo en que yo me lo planteaba, yendo del pasado relativamente reciente a un presente rugoso y en cierto modo inmodificable, terminó yendo mucho más atrás, por momentos. Y hay momentos en que el diálogo entre el pasado y el presente se hace imposible. No esperaba eso. Quería yo entender el engaño desde el desengaño, pero no lo logré. La suma da cero. No hay nada heroico ni en el pasado ni en el presente. En cierto modo ese poema se me hizo angustiante. Es angustiante. No se abre a un nuevo realismo, despojado y sin compromisos ya con el pasado. Y no puede lograr que el pasado duerma en el pasado su sueño de gloria. Ese fue el resultado de mi intención inicial, que era una intención de distanciamiento, de despojamiento.
—¿Cuál sería el argumento del poema?
—Un ajuste de cuentas. Pero ya le digo, no lo conseguí. Las cuentas siguen pendientes. El empeño mismo de escribir se pone en cuestión en la primera parte del libro. Hay poemas de ese largo canto, de ese canto en 30 estancias, que hablan concretamente de la desmesura de querer reescribir un pasado político, una metafísica, en el presente. Porque de eso se trató en realidad. No de un discurrir en busca de un diálogo con el pasado, sino de que el engaño tuviese algún aura. Y que eso incitara a insistir en la realidad, ya con menos peso, con menos deuda. A mí se me presenta ahora muy claro que cuando uno no quiere salirse de lo que entiende como su real "yo" lírico se mete en un barrizal. Entonces: mi intención fue aproximarme al pasado con absoluto compromiso personal y sacralizar —en el mejor sentido de la palabra— el presente, la inmediatez, la acción misma. Lo que obtuve fue, más que productivo desengaño, una desolación.
—¿Qué verdad de fondo transmite este libro?
—Uno tiene que tener su temporada en el infierno. El libro tiene cuatro tramos. El último es el que más me interesa. "El árbol de Baudelaire". En cuanto a la primera parte, el poema "Del engaño y del desengaño", yo siento que me venció el asunto. Fue como reencontrarse con una pesadilla —todos, o muchos, hemos tenido una pesadilla en el pasado— y volver a sentir el clima de esa pesadilla, y querer escapar. Una pesadilla irredimible, no sé si me explico. La verdad, si hay alguna verdad en ese poema, en ese canto, es que los mejores momentos del pasado estuvieron en la huida de la realidad, de lo que se llamaba realidad, y que era sólo un delirio de la peor estofa. O en los momentos en que se comprendía que la acción era coherente con alguna necesidad, con necesidades de bajo vuelo, por así decirlo. Pero no eran esas simples necesidades —el salario, tener pan en la mesa— las que movieron a las mentes de la pequeña burguesía revolucionaria. No había necesidad, no había necesidad de morir de aquella forma. Yo me di de cara contra eso. Otra vez, como si no lo supiera. En este país sucedieron cosas inenarrables, literalmente hablando.
—¿La poesía sirve para desengañarse de la realidad?
—La realidad no engaña. A la realidad hay que comprenderla. La poesía debería servir a ese intento. Cuanto más se la comprende, más extraña es la realidad. Por eso sólo puede percibirse (apenas percibirse) su trama en momentos extáticos. La cuestión es que la historia requiere narración. No se puede ver la historia sino como relato. No podemos entenderla si no tiene esa estructura, la estructura de relato. La poesía es auxiliar de la historia en ese sentido.
—¿Alguna vez le preocupó ser original?
—No quiero fingirme modesto, pero la verdad es que la palabra original me suena obscena. Ingmar Bergman decía que le había fascinado el ejército de artesanos que había contribuido, a lo largo de decenios, a construir la catedral de Chartres. Si lo piensa, es impresionante. Las catedrales demoraban muchas décadas en construirse. Y movían al trabajo a miles de artesanos, cada uno agregando un detalle al mismo tiempo místico y artístico al conjunto. Decía Bergman, entonces: quiero ser un artesano de la catedral que se alza en la llanura. No me puedo olvidar de esa frase. El trabajo, el trabajo humano, no comulga con la originalidad. Eso es lo que sé.
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