Marcos Mayer - Revista Debate
Desde Dante hasta acá, cada época trata de construir un infierno a su medida. Extraña invención que aspira a dar una ubicación geográfica a los desvanecimientos de la existencia y extiende la justicia más allá de la muerte. Hay infiernos arquitectónicamente ordenados y otros donde lo que predomina es el caos, la brutalidad desaforada del castigo incesante. Lo que va de la búsqueda de una constante proporción entre pecado y castigo que marca la imaginación dantesca hasta el Jardín de las Delicias de Hyeronimus Bosch, donde se acumulan las más crueles fantasmagorías: un hombre colgado de una llave, otro que carga una piedra eterna sobre la espalda, una figura atravesada por las cuerdas de un arpa, todo en medio de las creaciones más asombrosas como un par de orejas que cargan entre ambas un cuchillo afilado o un huevo con el caparazón roto que culmina el tronco de un árbol. Casi dos siglos separan una obra de la otra. Cada una de ellas forma parte de una crisis.
En el caso de Dante, de cuyo Infierno acaba de aparecer una nueva y muy inteligente traducción a un castellano que es el que se habla en esta parte del mundo, a cargo de Jorge Aulicino y editada por Gog y Magog, estamos pasando, todavía muy lentamente, del orden medieval (de donde provienen las primeras aproximaciones al infierno desde el cristianismo) al Renacimiento. En Bosch, todo ese paso se ha consumado y en su implacable desorden aparecen dos temas que van a tener persistencia: el primero, que tanta fiereza se contradice con la idea de la bondad infinita de Dios y la otra, que el Mal es siempre más variado e interesante.
También el infierno forma parte de esas cosas en las que se cree únicamente por miedo y que terminan por paralizar la vida. Es estremecedor el relato del joven espantado por el anuncio de desdicha eterna que le hacen a Stephen, el protagonista de Retrato del artista adolescente, de James Joyce, los curas en el colegio religioso al que asiste: “El infierno es una angosta, obscura y mefítica mazmorra, mansión de los demonios y las almas condenadas, llena de fuego y de humo. La angostura de esta prisión ha sido expresamente dispuesta por Dios para castigar a aquéllos que no quisieron sujetarse a sus leyes. Por razón del gran número de los condenados, los prisioneros están hacinados unos contra otros en su horrendo calabozo, las paredes del cual se dice tienen cuatro mil millas de espesor”.
Joyce es un escritor moderno como pocos y su relato funciona a la manera de un exorcismo, como una forma de despegarse la piel del terror eclesiástico. El siglo XX -al que pertenece Joyce- ha de cambiar el costado sobrenatural del infierno para usarlo como un modo secular de retratar su época. Se ocupan más de él los ateos que los cristianos. El Diccionario de teología cristiana decía ya en su edición de 1977 que: “Nadie puede afirmar que el infierno sea una realidad (...) Sólo sabemos con certeza una cosa: si no se combate enérgicamente el pecado, el infierno se hará una realidad en nosotros y por nosotros.” Es sorprendente esta renuncia de la Iglesia, que ha mantenido tantos dogmas a lo largo de los siglos. En cierto sentido, se ha ido desembarazando de ese lugar tenebroso, pues el mundo real lo ha convertido en una instancia posible. Los horrores del siglo XX, incluido el vivido entre nosotros, persisten para contar lo infernal como una forma más de lo humano.
El averno, siempre tan de ultratumba, pasó a integrar la vida cotidiana, eso que sintetiza la tan citada frase de Jean Paul Sartre: “Esto es el infierno. Jamás lo hubiera creído. ¡Nada de parrillas ni hogueras! El infierno son los demás.” Se lo ha entendido como una defensa de la soledad, pero el sentido más profundo del planteo sartreano es que la mirada de los otros nos construye de un modo diferente al que nos vemos nosotros mismos. Estar en el infierno es nunca poder ser lo que se cree ser, justamente porque hay otros que se empeñan en desmentir nuestra pretendida identidad.
Entre nosotros, el infierno literario más famoso es el creado por Leopoldo Marechal para su Adán Buenosayres. Burlón y cruel, y claramente construido sobre el modelo dantesco, es el lugar donde el escritor ajusta cuentas con sus adversarios ideológicos y literarios. Pero, también, es la muy explícita metáfora de un mundo subterráneo que cuenta la verdad de esa suma de apariencias que es la realidad y que vive en la superficie. Algo oculto que lo explica todo.
Devaluado y transformado en una metáfora, el infierno subsiste como tal en algunos productos de la cultura popular, en especial en el cine. De un modo burlón, como en Beetlejuice de Tim Burton en que se lo muestra como una entidad burocrática en la que hay que esperar para entrar o en Héroes del tiempo de Terry Gilliam, donde el Diablo es amo de un mundo de ayudantes inútiles y vive despotricando contra Dios. Un infierno armado contra uno mismo. Y también como sede real del mal más intenso. Hay muchos ejemplos, pero quien ha hecho de esto una teoría es el escritor-director Clive Baker en su serie Hellraiser, con su infierno poblado de demonios con el rostro atravesado de clavos y la piel desgarrada por alfileres de gancho. Es un lugar de entrada y salida, una especie de cantera inagotable de seres malignos.
La nueva edición del Infierno va acompañada de dibujos del gran Carlos Alonso. En uno se ve a Paolo y Francesca, los amantes que no pueden despegarse el uno del otro, que llevan su pasión al infierno, y de algún modo la hacen sobrevivir a las llamas y al dolor. Sus cuerpos siguen entrelazados del mismo modo que cuando eran felices, pero esta vez sumidos en la pena eterna. Un amor envidiable lo calificó alguna vez Borges. El episodio de Paolo y Francesca se cierra con las palabras dolidas de Alighieri: “Mientras un espíritu esto dijo, el otro lloraba tanto que, apiadado, viene a sentir como si fuera muerto; y caí, como el cuerpo de un finado”. La gran lección del Dante -él mismo enamorado de una mujer que ya no está, la ausente Beatriz-: que la pasión es, a la vez, nuestro infierno y nuestra razón de ser.
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Imagen: Carlos Alonso
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