por Santiago Kovadloff
Prólogo a Poeta antiguo, de Jorge Aulicino
(firmado Jorge Ricardo)
Editorial Botella al Mar, Buenos Aires, 1980
Una vez escribí sobre Vuelo bajo, el libro que precede a
Poeta antiguo, que “en lo que hay en él de líricamente sólido cabe reconocer un
desplazamiento fundamental: el que va de la comprensión de la subjetividad como
centro emisor de mensajes a la compresión de la subjetividad como meta de la
exploración poética”.
Con el predominio ya definitivo de esta tendencia en Poeta
antiguo se produce, correlativamente, el establecimiento de un vínculo
intelectualmente más rico, más reflexivo, del escritor con la palabra, que se
traduce en la tenacidad con que busca el enlace entre una viva inquietud
experimental y un intenso anhelo expresivo que no cede sus derechos al puro
formalismo.
El poeta, ahora, escribe para tratar de saber qué quiere
decir, y no para transmitirnos lo que de antemano sabe. En consecuencia, dejará
de configurar su imagen a base de certidumbres para pasar a plantearla mediante
una franca intención conjetural, tentativa.
El tono del poema, finalmente, tratará de vertebrarse en
ceñida correspondencia con la atmósfera temática; y es en ese tono –que es
trama esencialmente- donde deberá buscarse la intención comunicativa básica del
poema.
Quisiera ordenar el análisis de Poeta antiguo a partir de
algunas consideraciones sobre el título de la obra.
¿A qué podemos llamar hoy “poeta antiguo”? ¿A quién?
Antiguos son, convencionalmente, los poetas de la edad
grecolatina. Homero, Hesíodo, Píndaro, Safo, Virgilio, Horacio, Catulo y
Tibulo. He aquí algunos poetas de los cuales, sin vacilar, el sentido común
aseguraría, esgrimiendo sobre todo razones cronológicas, que son antiguos. Sin
embargo, no hay duda de que además de esas razones y más fundamentalmente que
ellas, lo que a poetas griegos y latinos los define como antiguos es cierta
concepción del mundo que sirve tanto de apoyatura a su palabra como de
horizonte para la misma.
Entre los griegos especialmente, esa concepción tiene, junto
a otros caracteres distintivos, el de responder a una cosmovisión heroica. Según
ella, el hombre se define por su indeclinable anhelo de trascendencia y, a la
vez e irremediablemente, por su inscripción en la finitud.
De ese contraste surgido entre su afán de eternidad y su
pertenencia al orden de lo perecedero, nace esa encrucijada que nadie, al
parecer, tradujo mejor que Píndaro cuando escribió en su tercera Pítica. “¡Oh
alma mía! No aspires a la vida inmortal, pero agota el campo de lo posible”. Se
trata, pues, de una situación trágica y, en nuestro caso, la tragedia consiste
en la dualidad medular de la vida humana.
Esta dualidad se hace patente en la hibridez que distingue
al esfuerzo de determinación ontológica de la identidad del hombre: es y no es
algo diáfano; reviste y no reviste inteligibilidad. El poeta antiguo es también
un poeta ambiguo pero la ambigüedad no consiste en la imprecisión de lo difuso
sino en el reconocimiento –polémico y no pasivo- de lo difuso como instancia
última de lo real.
Tal es, me parece, el sentido principal que, volviendo a
Jorge Aulicino, puede reconocérsele a su Poeta antiguo.
De hecho, una de las intenciones de este libro es subrayar
la esencial indeterminación de la realidad; indeterminación que Aulicino
puntualizará una y otra vez para desmentir toda presunta ilusión de certeza
definitiva y en clara oposición a sus propia posturas iniciales como autor.
Lo que la realidad guarda como impenetrable es lo que tiene
de accesible como misterio. El misterio es lo impenetrable hecho evidencia por
obra de la palabra. Poiesis, en griego, alude al hacer surgir, mantener ante la
vista, al iluminar concebido como don y poder. Pero lo que por obra de esta
facultad aparece, vale decir lo que
sostenido por la palabra irrumpe, no aparece como lo claro por oposición a lo
oscuro, sino como el claro-oscuro que se muestra en abierto antagonismo con la
claridad convencional y la oscuridad convencional; convencionalismo que, en
ambos casos, es el que empaña y distorsiona lo real cuando su complejidad no
llega a ser valorada.
Poeta antiguo es, pues, aquél que concibe y ejerce la poesía
como exposición; como mostración de la realidad captada como imponderable o, si
se prefiere, como dimensión de sentido que no se agota en la comprensión
ingenua o en la incomprensión ingenua que de ella se alcanza desde el hábito y
el prejuicio o desde la racionalidad puramente axiomática.
Con ello, el pota antiguo traza un paradigma de conducta que
no por muy voceado ha sido siempre entendido y mucho menos acatado. Es bueno
recordarlo ya que no pocos son los que se reivindican como poetas sin ejercer
la poesía de este modo, y en el caso de Aulicino esta autoafirmación como poeta
antiguo implica, al cabo del itinerario lírico trazado por sus –hasta ahora-
cuatro libros, el reconocimiento y la aceptación de su espacio específico como
escritor.
Este espacio específico es el de la convergencia de
criterios perceptivos múltiples que confluyen en el territorio del poema para
conformar una totalidad cuyo objetivo –a la manera de un poliedro expuesto de
plano- es mostrarnos, en un solo golpe de ojo, todos sus lados.
La palabra ya no traslada al canto el sentido de la
experiencia como si éste consistiera en un hecho de inequívoca significación.
El poeta ya no tiene una percepción uniforme de su identidad como para poder
privilegiar, en la composición de su texto, la plasmación de un significado no
contradictorio. Inversamente, avanza y retrocede. Afirma y niega. Inicia la
construcción de un ángulo visual y lo abandona a medio camino en busca de otro
ángulo. Deambula, es nómade en su poema. Lo que construye es lo que resulta de
lo que hace, pero lo que hace no resulta sino de su ambivalencia.
Lo que hay de inagotable en la realidad es lo que de
imponderable hay, correlativamente, en la subjetividad. Si Cézanne dejó en
blanco lo que no podía ver –como asegura el notable poema de Aulicino- es
porque ver es entender. Cézanne nos enseña a todos que pintar es pintar una
manera de mirar los objetos, no los objetos como tales.
El moderno poeta antiguo que es Aulicino no sabe reconocer
como no contradictoria su manera de mirar y pinta –escribiendo- el esencial
desacuerdo que lo une a sí mismo
.
Bien podría él, como el personaje dantesco, habernos dicho:
Più non dirò, e scuro só che parlo. Su oscuridad es el luminoso retrato de un
vínculo denso con lo real, y el espesor de la problematicidad que lo define, su
riqueza, es lo que Jorge Aulicino acierta a transmitirnos con su último libro.
Un recurso que merece particular reconocimiento en la poesía
del autor de Poeta antiguo es, junto con su tierna ironía, la habilidad con que
logra ensamblar elementos provenientes de diferentes estratos culturales del
lenguaje. Aulicino es un hurgador de la cultura. Leyendo sus textos se
comprueba la eficaz digestión intelectual que ha hecho, en la confección de su
estilo, de los recursos oriundos tanto de la poesía norteamericana como de las
propuestas del surrealismo; de la literatura clásica española como de la amplia
gama de extranjerismos, coloquialismos y modismos de raíz lunfarda que colman
el castellano hablado de nuestra ciudad.
Resultado de la sabia dosificación de todos esos
ingredientes es la atmósfera ya inconfundible de su poesía, donde pueden
reconocerse los contrapuntos precisos que juegan, incansablemente, el rigor y
la sensibilidad dentro de un tono caracterizado por la fluidez narrativa.
Ubicado con propiedad en ese suelo de esenciales
incertidumbres al que hoy podemos llamar realidad, Poeta antiguo arroja, a la
manera de un brújula, indicios certeros sobre los caminos que hoy recorre buena
parte de la mejor poesía de Buenos Aires.
© Santiago Kovadloff
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