David Fiel - 6.8.2013 - Tela de Rayón
El sello Bajo la Luna ha publicado recientemente la poesía reunida de Jorge Aulicino bajo el título Estación Finlandia. A medida que avanzan, las páginas revelan este corrimiento: al poeta le han interesado ante todo las personas, las ideas, los cuerpos, las cosas; más tarde, las acciones en general y en particular las propias; por último, los sitios (también acciones y personas, aunque bajo el régimen de aquellos). Acabar buscando esos lugares como pisos reales del poema, es cumplir con la necesaria locación que toda actividad creadora exige.“La poesía se escribe siempre desde alguna parte”, dijo alguna vez John Danby.
Los lugares que el texto propone parecen sin embargo surgir de la letra (del mapa) más que de los viajes del autor (Ituzaingó engaña por su fácil cercanía; Las Vegas, Chekoslovakia, por su fácil imposibilidad). Esta poesía afirma la evidencia de que la escritura es la más eficaz anulación del mito del sujeto; incluso (o sobre todo) cuando ella hace alarde de éste. Cuanto más intempestiva es, más procesual es la letra, y más frágil por tanto; cuanto más falsa, más firme es, más cierta (“la poesía más verdadera es la más ficticia”, sostuvo un personaje de Shakespeare en As You Like It). El sujeto no está jamás allí, en ella; o bien está siempre en otra parte, como en un dorso no secreto aunque vedado a todo acceso.
Si no hay entonces sujeto, ¿qué queda en su lugar? ¿Hay acaso fuerzas productivas, históricas, hay “Zeitgeist”, hay “agenciamientos colectivos” (según sostuvieron Deleuze y Guattari en un libro sobre Franz Kafka)? ¿Quién, o qué, escribe cada vez? Aulicino carece de una respuesta universal a esto, sencillamente porque esa respuesta no existe. Él se limita tan sólo a indicar una evidencia: la de los caminos de su letra.
La evidencia es la letra, lo escrito; y a ello es preciso remitirse. No existen fuentes o indagaciones que importunen esto. Se está a punto de pensar que la idea misma de escritura, propulsada por Derrida como sitio de la diferencia, incurre en la falacia de llevar al dominio de un proceso, es decir del tiempo (pues la escritura es el devenir de la letra, es el resto entre un cuerpo y una posibilidad, y no la letra en sí, no la evidencia con la que al cabo nos enfrentamos, tropezamos), lo que pertenecía al dominio del espacio: la consolidación facticia de lo puesto allí, de lo editado. Derrida no habría roto con la metafísica, por tanto; la habría desplazado -como antes su maestro Heidegger. (¿No se ha hecho hasta aquí otra cosa más que correr la metafísica de sitio?). Ahora bien,¿leemos alguna vez la letra? Es preciso desertar del encierro metafísico para leer. Nada más evidente,desde que leer una escritura es imposible. La escritura no es para ningún lector un dato empírico. En cuanto a él, ella es un mito, una figura ontológica: la sombra de un proceso. La sumisión derridiana de la letra al ser procesual de la escritura constituye una recaída por tanto; porque leer sería, en todo caso, abordar la letra; incumplir con el sujeto al desplegarlo sin fundarlo.(Una misma interrogación asedia entonces al lector: ¿quién, o qué, lee en su lugar?).
La fortuna de un libro depende del talento de sus lectores:verdad adicional que acompaña a la monumental (ínfima)evidencia de la letra. Es tarea de la literatura formarnos en la letra, en su solidez; es su tarea remover de aquella los espasmos del sujeto, esas humedades que la arruinan (como la lluvia a los techos, a las rocas). La postulación, en su base, de una capacidad de asombro, tampoco le hace bien a la literatura; ella socava la angustia que le es propia como puro hecho dinámico, en favor de un resguardo -de una garantía subjetiva- invocado a fin de retenerla,de conservarla uncida a la protección de su presunta intencionalidad. Sin embargo, a semejanza de los hechos crudos, la letra es también una dureza (“cierta dureza en la sintaxis”, dice Aulicino en p. 425); y, a lo sumo, ella es olvidable aun si indestructible. La literatura nos enfrenta a tal objeto tenaz, restándonos las deficiencias del sujeto, inoportunas. Tal es su labor, como la nuestra es aprender a leerla en su vivacidad -nexos discretos entre la cornucopia y el desierto.
Fuera entonces el proceso, la “escritura”; fuera el sujeto, y fuera también su negación. Es más lábil, menos discernible, menos fijable por medio de conceptos, el asunto. La literatura toma a contrapierna al mundo; lo sorprende. La literatura, prototipo de sujeto sin persona detrás, es lo que en verdad se asombra, y no la pluma, no la responsabilidad, no la humedad, la deficiencia. Para ello, es fundamental que el autor se someta a la paradoja del comediante (Diderot). Un autor asombrado sería la utopía del instrumento-sensor: alguien supra-moral en sus observaciones, o hechizado por el misterio de los fondos; el Medium modesto de unos signos que, como decía T. S.Eliot, exigen ser tomados por maravillas (“signs takenfor wonders”, en “Gerontion”, donde quizás este poeta recuerde el pasaje de Mateo 12:38). Pero la letra es una huella y su “instancia” no es proceso sino “entretejido” (Benjamin), monumento. El proceso es entonces nuestro límite, y fluir el defecto -por más que los ojos del lector procuren desandar el camino conjetural de la escritura. La liquidez que se disuelve es nuestra; y es de aquella (de la letra) la solidez infinita. El poeta -el sujeto- se extravía en favor de una verdad momentánea: la del poema mismo.
Tal solidez lleva a éste a rozarse con la geología, como si fuese un depósito de letras que sedimentaron. Un libro así elaborado pasaría a ser como la Tierra, señalando al lector su contenido concreto, sus accidentes, esos signos sin magia, de los que cabrá esperar algún sentido, no remitiendo ellos a sentidos previos. Poemas como rastros de una mineralogía verbal(fue Osip Mandelstam quien sentó el precedente, al estudiar los cantos dela Divina commedia como si se tratase de examinar cristales); donde la letra, un objeto, existe en contraposición al estéril “derecho delos objetos” que Francis Ponge postulócomo hipóstasis de fenomenológía y de ética. ¿Pero qué derechos podría reclamar cualquiera de ellos, salvo ese en el que al cabo nos convertiremos: la letra misma (alternativa lanzada por el hombre ante el límite del polvo bíblico)? No hay afuera de la letra, y la letra es el sitio virtual de nuestra dignidad -que es también una virtualidad. Dijo Ponge en La rage de l’expression: “L’objet est toujours plus important, plus intéressant, plus capable (plein de droits): il n’a aucun devoir vis-à-vis de moi,c’est moi qui ai tous les devoirs à son égard…Ne jamais essayer d’arranger les choses. Les choses et les poèmes sont inconciliables” (p. 10). (“El objeto es siempre más importante, más interesante, más capaz (pleno de derechos): él no tiene deberes en cuanto a mí, soy yo quien tiene todos los deberes en cuanto a él…Jamás intentar disponer las cosas. Las cosas y los poemas son inconciliables”).
Los poemas y las letras, ¿constituyen en cambio entidades concurrentes? La letra es la cosa del language; no es ni su noúmeno ni su fenómeno; es lo intocable que también nos toca. La cosa es lo cierto indefinible, lo que reposa y a la vez nos embiste más allá o más acá del discurso, del habla, de la lógica.Sigue Ponge: “Le poète (est un moraliste qui) dissocie les qualités de l’objet puis les recompose, comme le peintre dissocie les couleurs, la lumière et les recompose dans sa toile” (ibid., p 44). (“El poeta (es un moralista que) disocia las cualidades del objeto y luego las recompone como el pintor disocia los colores, la luz y los recompone en la tela”). Si el poeta es un moralista, su asunto no es entonces la cosa, no es la letra. Pero la letra es la cuestión de toda literatura, es lo único legible de ella. Ponge, que elige la libertad de la imaginación, gasta en esferas superiores, metafóricas, su potencia, so pretexto de articular un discurso ético a propósito de la cosa. Ahora bien, la cosa es lo que ella quiera, menos ética. La cosa es libre y necesaria como la letra lo es. Ambas son el derribante de todo imaginario; ni su reverso ni su opuesto. Ambas reclaman un vocabulario suscitado por su singularidad. Empecinadas, letra y cosa no comparten un derecho ni solicitan una ética; ellas se ofrecen como ese“algo” heideggeriano (La pregunta por la cosa, p. 22) que excede el acontecimiento, siéndolo. Diferendos con lo imaginario constituyen la propiedad fundamental, tenaz, de la cosa y de la letra.
La letra es la destrucción, o al menos la amenaza, de lo imaginario (fuera Ponge, entonces, e ingreso victorioso de Jackson Mac Low, que performa en su propio cuerpo, sin otra utilidad que la de un mero manifestarse, las propiedades de aquella; donde su cuerpo se transforma según la ley gentil de un devenir-letra, y no según el clásico retornar imaginario del espíritu (ver http://www.youtube.com/watch?v=JLWujEmqwgM). Pues, añade tristemente Ponge:“Nous ferons des pas merveilleux, l’homme fera des pas merveilleux s’il redescend aux choses (comme il faut redescendre aux mots pour exprimer les choses convenablement) et s’applique à les étudier et à les exprimer enfaisant confiance à la fois à son oeil, à sa raison et à son intuition” (ibid., p. 51).(“Daremos maravillosos pasos, el hombre dará maravillosos pasos si vuelve a descender a las cosas (como es necesario volver a descender alas palabras para expresar las cosas convenientemente) y se aplica a estudiarlas y a expresarlas confiando a la vez en su ojo, en su razón y en su intuición”). Lo cierto es que la palabra no es un buen conductor; o sólo lo es para el espíritu y su lógica de abstracto erizo que se repliega y que proyecta sobre la pantalla inasible (pero usable) de la materia, el panorama de su realidad. (“Exprimées en termes logiques, qui sont les seuls termes humains, elles lui seront alors acquises, il pourra en profiter. Il aura accru non seulementses lumières, mais son pouvoir sur le monde. Il aura progressé vers la joie etle bonheur non seulement pour lui, mais pour tous”; ibid., pp.51-2. “Expresadas en términos lógicos, que son los únicos términos humanos, ellas [las cosas] serán adquiridas por él [por el hombre], él podrá extraer provecho de ellas. Él habráacrecentado no solamente sus luces sino su poder sobre el mundo. Él habráprogresado hacia la alegría y la dicha no solamente para él sino para todos”). Eléxtasis comunitario, consagración de dicha realidad, reafirma la necesidad de la ficción (incluso de la ficción que finge una modestia, una ética de las cosas), y es por ello que Ponge se mueve allí donde sólo hay habla,donde lenguaje y espíritu -anverso y reverso de lo mismo- establecen un infértil rumbo; allí donde no existe el tropiezo de la letra, concreto, que equivale al tropiezo con el propio cuerpo como circunstancia real, carente de otra calamidad que la fortuna de su finitud.
La poesía surrealista, no ociosamente contemporánea de la fenomenología, dependía de la apertura de lo imaginario, de la supresión de las ligaduras que venían obligando las formas. Tras la libertad de consciencia luterana,calvinista y jansenista (ss. XVI y XVII), tras la libertad de expresión asociada a una engañosa libertad de elección política (s. XIX), el surrealismo, la fenomenología y el existencialismo propusieron la libertad y la necesidad de imaginar. Por fin la condición cognitiva del humano parecía poseer, hasta el extremo, plenos derechos sobre los resortes de su propia estructura. El mundo sería, por primera vez, lo que esta estructura plegada sobre sí misma decidiera ser. Forma mentis y forma mundi desconocerían de aquí en más la penuria de un desfase. Las filosofías de la consciencia y del conocimiento, del sujeto y del concepto, trabarían por primera vez sus brazos a la romana, para una alianza cuyos límites no cesarían de rendir en la dirección de esa misma ficción comunitaria que, aun en su versión humilde (o sospechosamente cauta, ética), no pretendía otra cosa que reafirmarse en su renuencia a toda apertura política real. ¿Qué otra cosa es la euforia de Ponge, que La rage de l’expressioncondensa, sino la coronación espléndida de este largo proceso? El científico y el poeta concibieron así la milagrosa positividad (¿bachelardiana también?) de decidir que su voz no valía por el improbable destino ni por el inasible futuro, sino por algo mucho más valioso que esas ilusiones: por las ondulaciones del presente. Jamás la voluntad de poder soñó más a fondo su delirio que cuando creyó destrabar su acceso al mundo consagrándose como neutralidad gnoseológica. Sin embargo, todo lo que llevamos en la mente nos es reluctante, nos conduce al tropiezo; todo, salvo aquello con lo que no podremos nunca tropezar porque somos también ese tropiezo: la cosa (“das Ding”, el borde mismo de la subjetividad), la letra, ese algo que está delante de nosotros, por dentro, pero también detrás y a nuestros lados, que desafía nuestras investiduras ideológicas y se resiste a existir por fuera de su propia, monumentalinanidad. El poema es el atril de esa nada que se erige a expensas de lo que nos destruye. El cuerpo es la dura música sin defectos que ese atril hace posible. El cuerpo es otra vez la letra, y la letra la posibilidad de que algo, por fin,sea (el poema, la cosa resistente, el semblante -lacaniano- de un imposible a la mano).
La determinación de qué creer, de qué expresar, qué elegir, qué imaginar, jamás emanciparon al sujeto de la instancia maestra que silenciosamente lo envolvía. Como si la acumulación de tales libertades hubiese sido exigida tan sólo por el acto de tocar un fondo, o para arribar a la constatación de que su realidad no sabría adquirir una libertad fundamental, apenas comprensible desde el horizonte que aquellas parecían abrir. Pues todas esas libertades fueron capítulos de la misma ilusión y acabaron tropezando con su propia esterilidad, integrándose a un fatum de fracasos cíclicos (tenidos, claro está, por un circuito virtuoso de euforias, al estilo de Ponge, pero sólo para la posterior decepción de un espíritu en coito ritual con el “glory hole” del vacío). Algo había asomado, no obstante, tras todo ello, y sin que ello lo supiera: las libertades de creer,de expresar, de elegir, de imaginar, progresivas, realizaban su potencia más acá, fatalmente, dela letra -más allá del habla. La letra era la única posibilidad que la literatura (por caso, la poesía) podía conocer, si ella quería trasladar al dominio del discurso (al ámbito del error continuo) las propiedades del cuerpo -un cuerpo mentado por aquél, aunque de modo tal que dicho cuerpo quedaba insatisfecho por tales vías. Sin embargo, la literatura no es por fuerza la letra; es ésta la que que puede en ocasiones devenir aquella. Brett Bourbon añoró, a este respecto (mientras no veladamente desacreditaba a Jackson Mac Low), que “these strings of letters are not a poem” (“Modern Philology”, n. 105, vol. 1,p. 28). Salvo que, colmo paradójico del suceso, la letra sea lo único no escribible y a la vez loúnico legible; lo único ofrecido a una existencia puramente performativa, es decir extraliteraria, en tanto ha echado raíces en el cuerpo y ha brotado de él (¿ironía que asemeja la “instancia de la letra” al mito de la Virgen, “figlia del suo figlio”?).
¿Pero se escribe la letra, o incluso un “string of letters”? La relación entre la letra y el poema sería en todo caso análoga a la que existe entre la nota y ese sonido al que aquella da lugar. Pero la música posee esta ventaja que un defecto le provee: para ella, toda notación es exterior al sonido al que se la destina; no existe un “habla musical” que neutralice, con su vulgaridad, el vacío mediador entredicha notación y su plasmación acústica. El discurso, o si se quiere el lenguaje,cuenta en cambio (defecto que una abundancia le asegura) con la amortiguación del habla. Como una mediación que viniese a estropear la singularidad de la relación entre lo escrito y lo performado, interponiendo en el camino una espesa pátina de convenciones (el estorbo de la cultura), ese habla atrapa y desfigura lo creado(la letra, el poema) envolviendo su transición en una atmósfera de vulgaridad de la que debemos desprendernos. Finalmente, todo se adormece en el lecho de esa dimensión inexorable; toda “transliteración” (Jean Allouch, “Meta”, XXVII, 1, pp. 77-86) deviene ineficaz pues apaga el suceso singular en la banalidad de aquella realidad común consagrada por el habla.
Sostener, como lo hizo Brett Bourbon, que “Poems are kindsof things in absentia” (ibid., p. 29), añade más ambigüedad todavía a la cuestión. Los poemas son cosas sólo si declaran en su forma la razón de la letra-ama inocente y necesaria de la relación creativa- y si al hacerlo propagan las potencialidades de ésta (de aquello que sólo “se lee”, como sostuvo Lacan en su seminario Encore, p. 38; de aquello que “no tiene ninguna relación con lo que significa”, ibid., p. 40; de aquello que se escribe como aproximación a lo indecible, paradójicamente a lo que es in-escribible, en el sentido, lacaniano también, de la mudez discursiva del “rapport sexuel”, ibid., p. 46).La forma, la potencia, provienen de otro lado que el discurso (esta conclusión, ¿opone inesperadamente el Lacan de 1973, quien sostuvo que “la letra es,radicalmente, efecto de discurso”, ibid., p. 47, al Lacan de 1957, revisado en 1966, quien sostuvo que “nous désignons par lettre ce support matériel que le discours concret emprunte au langage”, Écrits, I, p. 492; “designamos letra al soporte material que el discurso concreto toma del lenguaje”?). El discurso es un híbrido, es un mito por tanto; él proviene menos del cuerpo que de la cultura (mezcla hirsuta de cuerpos que se ven a sí mismos a través del filtro de otros mitos, como los de la comunidad, la felicidad política, el consumo). La letra, en cambio, posee una virtud curiosa: ajena al discurso que contribuye a fundar (aunque el discurso sea quizás la peor de sus posibilidades), ella es una “suerte de cosa” al estilo de Brett Bourbon, aunque a más justo título de lo que el mismo crítico supuso. Pues el destino de la letra es semejante al de los exiliados del imperio del discurso -de ese mismo discurso en cuyo origen están: el habla sorda los devora, sometiéndolos a una vulgarización comunitaria. Es por ello que la letra sufre el discurso de modo semejante al Hijo padeciendo al pueblo elegido (aun si ese discurso -si tal pueblo- es lo único que sabría reivindicar a “la instancia dela letra”, ya que ésta solo puede defenderse siendo, o reclutando,para sus fines sin finalidad, las potencias del cuerpo). La existencia de la letra, en apariencia “contingente” (Bourbon, ibid.,p. 33), es de hecho lo menos contingente, lo menos accidental; sólo el discurso,ese manto de Noé que nos impide verla, se diluye en un sinfín de declinaciones culturales. No es el poema, entonces, “una suerte de cosa in absentia”; tan sólo la letra lo sería de cara a la insistencia abatidora del habla;y lo sería sólo si dicha ausencia mentara en realidad la del sujeto glorioso -como en Ponge- que usufructúa y dice dominar el mundo, con modestia, por medio del discurso. El poema grita que la comunidad es imposible precisamente a causa del lenguaje; de ahí que él propale, al igual que la letra ante el discurso, un rugido de singularidad muy semejante a un susurro. Al denunciar la ausencia de la letra, no hacemos más que denunciar la imposibilidad del sujeto,cuyo mérito ha sido hasta aquí el de haber perdido a aquella,involuntariamente, en el interior del habla. Hemos sombreado así lo que pudo iluminarse con su epifanía, emergiendo del vientre (del discurso) tejido a sus expensas. El inconsciente se bate en retirada al enfrentar la tangibilidad de la letra (¿versión gráfica, tal vez -muerta felizmente-, de aquel “tú” buberiano?), y nada importa su batería de castraciones atávicas -incluso si facticias para la cultura- o sus babas de habla. Cuando la letra asume su presencia forzando la caja de los cuerpos, el fantasma del yo se desvanece, las supercherías de lo ausente pierden sus poderes hipnóticos y sólo vemos emerger la luz de lo único sin Uno: el poema en tal sentido -el poema como martirio dela letra (véase Jacques Lacan, “Lituraterre”, en Autres écrits, p. 13). El poema, derrota del sujeto y portador del triunfo de una letra que brilla en el reverso exacto del discurso.
II
La transición de todo esto al texto de Aulicino no ofrece obstáculos mayores. El manifiesto anterior parecía indispensable,sin embargo, como sustento de la tesis que formularé. A medida que el libro avanza, y sobre todo hacia el final, las palabras, y a menudo las frases,funcionan como letras, como objetos. No al estilo de Ponge, alcanzadas por una suerte de epojé que la ascesis del poeta creía consolidar en palabras escritas con actitud de sospecha o de modestia. Aulicino, al contrario, no cesa de sumar, de añadir; los límites formales de sus poemas no provienen de una depuración, de negociaciones con el presunto objeto (de una ética debida a éstos, y por su intermedio a una improbable jurisprudencia cósmica), sino como el efecto de una clausura decidida. No hay “relación sexual” entre los versos de Aulicino y unos objetos que animarían el todo espiritual del poema desde un “hors texte”. Esta teología, por fortuna, nos la ha ahorrado el argentino. La libertad de estas frases o palabras-letras,no está relacionada ni con la consciencia, ni con la expresión, ni con la elección, ni con la imaginación -aunque, sin duda, algunas de estas libertades prologales se insinúen en los libros últimos que Estación Finlandia reúne. Ilustrativo título dado a la colección, por lo demás; porque Finlandia, Las Vegas, Ituzaingó, Chekoslovakia,son aquí las letras extendidas, impunes, de una dicción poética que prescinde de toda reivindicación (como las que las libertades enunciadas, históricas, postularon en su momento), sin no obstante rescindir el contrato que le permite a lo escrito incidir en el lector. Éste, de hecho, queda atrapado en la necesidad de una pétrea circunstancia: la del tropiezo con una cadena de frases o palabras-letras (“string of letter-words”, en todo caso), que lo envuelve y lo devuelve ala circunstancia insuperable de la lectura. Y esta incidencia, sin embargo, no participa del orden de la comunicación, no constituye un capítulo más en la historia de la inteligibilidad literaria. En la poesía de Aulicino, la mente del poeta es el teatro que permite y que también incita las conexiones indispensables exigidas por la incomunicación escrita, a fin de propagar su esencia de-significante y por ello mismo significativa. Por una vez (salvo que se mencione a Pound, que despunta en el volumen de Aulicino aquí y allá), el estorbo de la cultura ha servido para algo: ha redactado su propia inanidad; la cultura ha escrito a la cultura y el poema al poeta, haciendo que la letra abriese con el filo de su apófige, impiadosa, el vientre del discurso. El poeta oracular (en mayúscula, al estilo de Hugo, en cursiva, al estilo de Borges, o en minúscula, al estilo de Ponge) se ha desvanecido por entero; el sujeto ha desertado del habla según un método que eriza a contrapelo, con su sintaxis renuente a las continuidades fraseológicas, la cultura. El sujeto se ha traspapelado en este orden jamás imperativo de su cadena de sucesos libres y necesarios. Las palabras asumen la conducta de las letras en la medida en que los resultados discursivos terminan siendo tan imprevistos para aquellas, como las palabras suelen serlo para las solas letras.
Los inicios del libro muestran al poeta buscando participar de diversas tradiciones: la tradición que pide la unción de algún maestro (BrettHart, Pessoa); la tradición de un cierto tono telúrico junto a la mitología anímica propia de tales estupefacciones del espíritu local; la tradición que insiste en fundar el escrito en esa superstición que, según Paul Valéry, es el yo; la tradición de algunas jergas y del sentimiento asociado a ellas; la que cede con facilidad a la tentación que ejercen las palabras con “vocación poética”, como las llamó Jean Cohen; la tradición de una imaginación consumida por la necesidad de producir imágenes, en lugar de esas solideces que más tarde sobrevendrán; la tradición de la paráfrasis célebre y de la cita no declarada (respectivamente, el verso “Hay tiempo y hay cuerpos en el tiempo”, p. 151, y el verso “”El invierno de nuestro descontento”, p. 402). El poema es, por unos cuantos libros (por unos cuantos años), o bien sentencioso o bien está ávido de devenir espacio de ternura, como si algún apuro lo hubiese empujado prematuramente hacia el papel. Y por unos años (por unos libros), el hallazgo habita el blanco gráfico que tiembla entre el nombre del poema y las líneas que lo componen. Una distancia se perfila entre ambos momentos de la escritura, y ella es evidente para el lector que se proponga meditar sobre los solos títulos. No obstante esto, hay algo que al principio se insinuaba como mera participación de aquellas tradiciones pero que luego será característico: el gesto de escribir poemas con las tramas de la cultura (no con el dato o con la erudición, sino con esos restos depositados por las cosas en la memoria del artista atento, que retiene en alguna zona no del todo definida de su mente las huellas de sus viajes -imaginarios siempre, incluso si concretos).
Esos poemas “medios”, que Hombres en un restaurante (1994) representa, van ofreciendo más y más la propensión al contraste.En materia de escritura, este contraste ocurre entre las palabras y sus resonancias; él expresa una deliberada desarmonía entre léxicos procedentes de regiones distantes del discurso (como lo hicieron John Donne y tantos otros), y acontece tras el impacto producido por dos filiaciones terminológicas impares,que el poema reúne de acuerdo con las solicitudes del aludido viaje. El poema queda nombre a este volumen de 1994 (p. 158), exhibe ya avances de esas frases-abalorios, a la vez interdependientes y autónomas, que dominarán en lo futuro. La frase, desde este libro en adelante, dependerá más y más de las palabras, y éstas, a su vez, más y más de las letras que las integran. La letra importará progresivamente, pues ella y sus palabras, y también sus frases-propensas a ese efecto de cuasi-autonomía que Montale también solía imprimir en las suyas-, constituyen las marcas de la dicción que ellas mismas gobiernan (de modo semejante al árbol que, en su aparente soledad, existe como el amo latebroso del bosque):
Lo único seguro es que mi dicha momentánea
tuvo que ver con bajar la escalera.
Este tipo de construcciones tienen el valor de aquellas epifanías montalianas a lasque recién hice referencia (de ningún modo sugiriendo una influencia sino tan sólo proponiendo alguna analogía que me permita expresarme), y ocurren como los trazos luminosos, secos, de un momento que ha sido completamente sustituido por su transformación constructiva en la escritura. No es el instante el objeto metafísico de ninguna mimesis-el tiempo, lo ocurrido o lo sucedido, no son ya el foco de interés para Jorge Aulicino. Al igual que en Montale, el tiempo pierde su poder y las jergas de los sentimientos se diluyen; el poema, como en Montale, se limita a proponer lo que los sucedidos y ocurridos generan bajo las condiciones de la letra. De ser reflejo, el poema se convierte en proyección; no en el sentido freudiano de catexis, sino en el lacaniano de un lenguaje que suplanta al sujeto hasta el punto de prescindir de él, o al menos de arrojarlo, indefenso, a la marea del significante, que escapa a su dominio (la injuria a la tradición del yo; la indiferencia hacia todo lo que esa injuria conlleva).
Luego, Almas en movimiento(1995), que debería ser citado in extenso a fin de ilustrar la preeminencia de esos modos que ya se disponen a sobrevenir y que el poeta no tardará en consolidar,marca el punto en el que todas las tradiciones, mencionadas antes, han perdido hasta sus más mínimos apegos. Ningún resto de aquellos viejos juegos con la poesía; todo es poema a partir de aquí. Incluso la recurrencia del tono lírico queda tocada a fondo por esa luminosidad seca que interviene en la construcción y que dota al poema de unas aristas que recuerdan, tal vez, las líneas de De Chirico: el conjunto ofrecido atrae y aleja a la vez; objetos que podrían volverse carozo cercanos se tornan, sin que uno lo desee, inaccesibles, distantes. La distancia, de hecho, fundamento del juego de las palabras (y de sus árboles internos,las letras, y de sus bosques sólidos, los poemas), no puede ya ser abolida;ella es el elemento constitutivo, el límite infinitesimal pero intransitable entre el texto y su lector. La paradoja eleática opera, pues, en el interior de la unción que pliega poema y lectura: la claridad atrae por sus promesas de salida, aunque sólo si guiados por aquella arribamos a la zona sombría de nuestras pobrezas (“per me si va tra la perduta gente”), esa que ya teníamos. Estos poemas son espejos que nos devuelven la imagen de nuestras incertidumbres; sin desprecio ni amor sino con estudiada,generosa indiferencia.
En el papel impreso -democracia real sin mediaciones jerárquicas- se propone que José Luis Mangieri y Byron, que Fondebrider y Mozart, son los recursos de una escritura que ya no mira hacia atrás (aun si la irrupción de dos viejos textos inéditos querría generar un pliegue en la cronología que dispone los 16 libros reunidos). Los nombres retornan y también las acciones, pero ya ahora como cosas o lugares de un decir, y no como sujetos o “agencias”. La fuerza nominativa que domina en el poeta ha desvirtuado el contenido humano, sentimental -lírico incluso-, delas anteriores menciones. La consecuencia de esto es que son más bien los lugares, en todo caso, los que asumen el papel de sujetos en esta nueva dicción.
Tras este orden elocutivo, quizás un poco adusto aunque necesario para el proceso de desprendimiento que le permitió al poeta liquidar en su escritura los restos de aquellas tradiciones, debía llegar por fin,en algún momento y a su modo, el carnaval que cerrase las cuentas con la vida -con su dolorosa commedia, con su índice de angustias que ríen. Si el poema es una “fiesta del intelecto”, como Paul Valéry sostuvo, entonces el momento de un placer ya no más fundado en la limitación, en el trabajo sobre las aristas del mencionado desprendimiento, debía acontecer alguna vez. El humor que inundó el advenimiento no ha rehusado adherir su barro algo cínico sobre las teselas que abundan en los temas finales. Tal vez sea La nada (2003)el libro que marque la llegada de esta interrupción en la seriedad elocutiva, en favor de una dicción menos “petrosa” (en sentido dantesco), más lábil y elástica, más fácil de portar en el espíritu a fin de iluminar con ella la penumbra de nuestros ratos.
El traductor de Dante se deleita, hacia el final, en la elaboración de una trama de alusiones cultas, de ingresos de sus lecturas al registro de la elocución. Esta tradición, que se remontaal mismo Dante, a Virgilio, a Browning, a Pound y a tantos otros, viene a parara nuestras manos en la complejidad de este volumen que ha producido numerosos efectos en quien ahora lo reseña. Le ha servido, por ejemplo, para comprenderque el pasado no es más cierto que las palabras que lo dicen; que éstas no valen más que las letrasque las soportan -desde un afuera que es también el insondable adentro. Pues la letra es aquí esa fuerza nuclear que logra hacer de Ituzaingó y de Finlandia,de Casas y de Auden, de Alighieri o de Shakespeare (cosas sin derechos, imágenes sin otrasilusiones que las que el sueño escrito les permite), el parejo y no ficticiosuelo de los poemas; pues sólo
Apartir de vos [yo digo: de la letra], la historia fue irreal.
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