El poeta argentino amplía su inteligente exploración lírica, en busca de una mayor cercanía con las cosas.
“Una y otra vez nos fabricamos / y el espíritu no es nunca el nuestro”. Si como dijo alguien, el poeta es una antena capaz de captar en lo diverso los cambios de una sociedad, la poesía de Jorge Aulicino ausculta las imágenes de la cultura, sabe que en lo domesticado de la naturaleza (porque otra casi ya no existe), en las manufacturas, los residuos, late una especie de espíritu que nos llama a buscar, ir más allá de nosotros. Lo que amalgama lo real no es algo metafísico, está en los materiales que el poeta escruta y revisita, nítidos y presentes, y de pronto insondables.
El aliento narrativo de la poesía de Mar de Chukotka es solo el maquillaje para hacer visible el grano de una historia, o de la Historia; el viaje por los tiempos, las latitudes, las tradiciones, son la forma de expresar un presente que se asienta en el gato en la ventana, la luz cayendo de determinada forma, un automóvil viejo con los asientos repletos de libros. Constantes variaciones, infinitas excusas, son la puerta entornada que se abre hacia el vacío que todo lo sustenta, algo que sin embargo no está fuera de la historia sino que más bien es su propio movimiento.
Todo lo que se describe se hace idea (“no ideas, sino en las cosas”, decía William Carlos Williams) pero aquí la sintaxis tuerce cualquier fijeza, envía a andariveles ajenos a la lógica esperable. Como las frías costas del Mar de Chukotka las fronteras se renuevan, los limites se corren, la pregunta por la representación se hace fuerza verbal : “lo que sucede es el hielo/ como si nunca sucediera,/ el hielo/ tu página en blanco/ son siluetas, tu escritura/ bordadas momentáneamente en el hielo/ momentáneamente,/ porque lo que sucede/ es el hielo”.
El hielo, como el desierto, los parajes desolados, puede ser la metáfora de la eternidad, o de la nada, allí donde desagua y se diluye el teatro del mundo, porque en verdad “todo es como si no hubiese sucedido/ O es todo como si estuviese ocurriendo”.
Hace unos años en un reportaje, Jorge Aulicino dijo que prefería tomar distancia de lo personal en lo que escribe, como si la autorreferencialidad entrañara una especie de mal: “Cuando empiezo a escribir trato de ubicarme en un paisaje, aunque sea el de este bar. El juego que uno trata de hacer no es ver la historia desde afuera, sino verse en la historia, verse en ese paisaje”.
La voz de los poemas de Aulicino encarna a ese sujeto que se observa a sí mismo, un otro que se mueve entre las cosas, las celebra, duda o descree. El diálogo con la literatura (desde Dante y Homero a Apollinaire o Saer), se ha imbricado con la vida cotidiana como un interlocutor más con el cual compartir pensamientos, teorías y esperanzas.
Una sintaxis musical, derivativa, que alterna el vos y el tú, el registro coloquial y otro más “literario”, más admonitorio, fogonea el impulso de decirlo todo, de abordar lo real por desmesura, aun sabiendo que semejante empresa está condenada al fracaso.
Con todos los poemas de este libro podríamos listar categorías (política, filosofía, mitos, bártulos, industria), configurar sistemas que en sus cruces, en sus anomalías, vuelvan a hacer visible el mundo, atendible el espacio, como los osos blancos que por la quebradura de los hielos no llegan a la zona donde están las focas, “pasean por la aldea /saqueando los contenedores de basura”.
El filósofo Gilles Deleuze dice que tratamos de estructurar un orden lógico, una especie de “paraguas” para protegernos del caos, y que la ciencia, el arte y la filosofía quieren que desgarremos ese firmamento, corramos ese límite. El Mar de Chukotka, en el Océano Glacial Ártico, es también ese horizonte, esa luz fantasmal que nos punza a seguir, a ir más allá.
Mar de Chukotka, Jorge Aulicino, Ediciones del Dock, op.cit., 2018
Foto: Hernán Rojas/Clarín
“Una y otra vez nos fabricamos / y el espíritu no es nunca el nuestro”. Si como dijo alguien, el poeta es una antena capaz de captar en lo diverso los cambios de una sociedad, la poesía de Jorge Aulicino ausculta las imágenes de la cultura, sabe que en lo domesticado de la naturaleza (porque otra casi ya no existe), en las manufacturas, los residuos, late una especie de espíritu que nos llama a buscar, ir más allá de nosotros. Lo que amalgama lo real no es algo metafísico, está en los materiales que el poeta escruta y revisita, nítidos y presentes, y de pronto insondables.
El aliento narrativo de la poesía de Mar de Chukotka es solo el maquillaje para hacer visible el grano de una historia, o de la Historia; el viaje por los tiempos, las latitudes, las tradiciones, son la forma de expresar un presente que se asienta en el gato en la ventana, la luz cayendo de determinada forma, un automóvil viejo con los asientos repletos de libros. Constantes variaciones, infinitas excusas, son la puerta entornada que se abre hacia el vacío que todo lo sustenta, algo que sin embargo no está fuera de la historia sino que más bien es su propio movimiento.
Todo lo que se describe se hace idea (“no ideas, sino en las cosas”, decía William Carlos Williams) pero aquí la sintaxis tuerce cualquier fijeza, envía a andariveles ajenos a la lógica esperable. Como las frías costas del Mar de Chukotka las fronteras se renuevan, los limites se corren, la pregunta por la representación se hace fuerza verbal : “lo que sucede es el hielo/ como si nunca sucediera,/ el hielo/ tu página en blanco/ son siluetas, tu escritura/ bordadas momentáneamente en el hielo/ momentáneamente,/ porque lo que sucede/ es el hielo”.
El hielo, como el desierto, los parajes desolados, puede ser la metáfora de la eternidad, o de la nada, allí donde desagua y se diluye el teatro del mundo, porque en verdad “todo es como si no hubiese sucedido/ O es todo como si estuviese ocurriendo”.
Hace unos años en un reportaje, Jorge Aulicino dijo que prefería tomar distancia de lo personal en lo que escribe, como si la autorreferencialidad entrañara una especie de mal: “Cuando empiezo a escribir trato de ubicarme en un paisaje, aunque sea el de este bar. El juego que uno trata de hacer no es ver la historia desde afuera, sino verse en la historia, verse en ese paisaje”.
La voz de los poemas de Aulicino encarna a ese sujeto que se observa a sí mismo, un otro que se mueve entre las cosas, las celebra, duda o descree. El diálogo con la literatura (desde Dante y Homero a Apollinaire o Saer), se ha imbricado con la vida cotidiana como un interlocutor más con el cual compartir pensamientos, teorías y esperanzas.
Una sintaxis musical, derivativa, que alterna el vos y el tú, el registro coloquial y otro más “literario”, más admonitorio, fogonea el impulso de decirlo todo, de abordar lo real por desmesura, aun sabiendo que semejante empresa está condenada al fracaso.
Con todos los poemas de este libro podríamos listar categorías (política, filosofía, mitos, bártulos, industria), configurar sistemas que en sus cruces, en sus anomalías, vuelvan a hacer visible el mundo, atendible el espacio, como los osos blancos que por la quebradura de los hielos no llegan a la zona donde están las focas, “pasean por la aldea /saqueando los contenedores de basura”.
El filósofo Gilles Deleuze dice que tratamos de estructurar un orden lógico, una especie de “paraguas” para protegernos del caos, y que la ciencia, el arte y la filosofía quieren que desgarremos ese firmamento, corramos ese límite. El Mar de Chukotka, en el Océano Glacial Ártico, es también ese horizonte, esa luz fantasmal que nos punza a seguir, a ir más allá.
Mar de Chukotka, Jorge Aulicino, Ediciones del Dock, op.cit., 2018
Foto: Hernán Rojas/Clarín
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