Augusto Munaro - Gramma, Vol. 21, Núm. 47, 2010 -
Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Escuela de Letras -
Cuando en 1969 Jorge Aulicino publicó Reunión, tenía apenas veinte años de edad y todo un oficio por delante: desarrollar su vocación como poeta. Pronto le siguieron Mejor matar esa lágrima (1971), Vuelo bajo (1974) y Poeta antiguo (1980), libros que, como diría en una entrevista respecto de sus tempranos esfuerzos estéticos, «abrían y cerraban un ciclo de aprendizaje y de tanteos». No obstante, aquellos textos sirvieron como «campo de maniobras» para lo que vendría luego, en su madurez: la consolidación de una estética propia.
Con la aparición de La caída de los cuerpos (1983), su poética dio un viraje sustancial. Allí, todos y cada uno de sus poemas jugaban un duelo inusitado entre forma y contenido, y marcaban el inicio de una depuración estilística rigurosamente personal, que se acentuó en Paisaje con autor (1988), donde apuesta a la carga de significación de la poesía y las circunstancias en las que los objetos se tornan elementos de reflexión. Aulicino piensa y percibe el encantamiento de las cosas que se cristalizan en el peculiar modo de pensar que ofrecen sus versos. Otra respiración, cuya gravedad hilvana realidad e imaginación sin carga retórica.
Esa dicotomía entre sentido y sonido fundan armoniosamente, con inusitada habilidad lírica, una estructura verbal única, un ritmo que con sus últimos poemarios —La línea del coyote (1999) y en especial, Hostias (2004)— se torna paulatinamente más amplio en el verso y más narrativo en su fluir. Asimismo, en Cierta dureza en la sintaxis (2008) encuentra su esquema en el justo medio entre premeditación e improvisación, donde «la fertilidad y la aridez se unen míticamente».
El próximo año, el sello Bajo la Luna publicará su obra reunida. El recorrido íntegro de cuatro décadas de experimentar la potencialidad de la palabra. Una obra que vertebra ese modo fluctuante de posicionarse a favor de la flexibilidad analítica del lenguaje, una escritura que se deslimita de sí misma. Permeable siempre a preguntas estremecedoras, se desvincula de cualquier etiqueta a través de una voz activa y da origen así a una batalla por amparar el signo de su uso degradado y banal. Cada uno de sus libros cifran el desplazamiento de un espíritu lírico que irradia lucidez y sintetiza todo un modo de pensar y de encarnar la palabra poética. Gramma ha registrado parte de ese vasto camino en el siguiente diálogo.
—¿Qué propósitos y expectativas alentaron la publicación de su primer libro, Reunión, a la temprana edad de veinte años?
—No tenía otro propósito que mostrar lo que creía eran versos estimables. Versos, en realidad, de los que estaba enamorado, quizá porque claramente no eran míos, eran fragmentos reescritos, imágenes reescritas —y no bien— de los poetas que yo leía, líricos de la revolución, líricos, como Whitman, del unanimismo, del resplandor de la masa; líricos que me entregaban, sin embargo, unas llaves para entender que la lírica debía ser funcional, que las palabras y todas sus construcciones debían ser funcionales al asunto. Líricos prácticos. Whitman estaba todo el tiempo narrándome su portentoso mar de seres humanos y de historias humanas; Maiacovski me había hablado de la «fábrica» lírica, de la elección consciente de los recursos, de la fabricación de los versos; todo el tiempo estaba su «nube en pantalones» sobre mí. Algunos poetas me habían dado el escenario urbano porteño.
—Además de la poesía, desde muy temprano ejerció el periodismo, profesión que hasta la fecha continúa desempeñando. ¿Cómo conviven esos espacios, el de poeta y periodista? ¿Son complementarios o se entienden por separado?
—Siempre convivieron bien esos espacios. Mire, de hecho, yo había aprendido los módulos del lenguaje lírico en la escuela secundaria, por mi cuenta, sin maestros. Me refiero a los años que van desde los catorce, hasta los diecisiete. Sin otra mediación que los poetas de mi barrio, de Ciudadela, como Pancho Muñoz, como Norberto Corti, recibí también la influencia de algunos vanguardistas y poetas porteños. Pero a los veinte, cuando empecé con el periodismo, todo eso no me sirvió de nada. Tuve que aprender a escribir en lenguaje directo, con palabras precisas, con estructuras simples: sujeto, verbo, predicado, oraciones principales y subordinadas. Tuve que aprender a poner en orden las cosas. La información y las ideas. Comunicar. Y eso lo aprendí leyendo fanáticamente a los periodistas de esa época, a Pablo Giussani, a Osiris Troiani, a Mariano Grondona, que tenía su estilo. Y tuve, en mi primer maestro, Salvador Marini, secretario de redacción de Nuestra Palabra, el periódico del Partido Comunista (PC), las claves del oficio: «breve, preciso, contundente», eran las palabras que, para Marini, definían la calidad de un texto periodístico. Le voy a aclarar que aquella redacción del periódico del PC era una redacción profesional y distaba mucho de ser una redacción que se limitara a glosar los documentos del Partido. Pero, la verdad, había magia en ese estilo también. En el estilo periodístico, quiero decir. Cuando descubría que un adjetivo iluminaba toda una situación o todo un personaje, yo sentía que la magia del lenguaje, la poiesis, la función de revelar, de hacer evidente, de hacer vivas y visibles las cosas, también se podía encontrar en la prosa periodística. Estaba enfrascado en narrar al estilo de Hemingway, o John Reed, y, en tanto, escribía poemas al estilo de Tuñón, Prevert, Vallejo. Unos años después, empecé a ver que en la estructura de un poema, sobre todo de los poemas breves, esa utilización solvente del lenguaje periodístico introducía connotaciones, repercusiones, ecos que tenían que ver con lo poético. El periodismo me enseñó economía. Y me enseñó a narrar en la poesía, con mayor eficacia. Así que empecé a sentir que esos mundos no estaban incomunicados. Los dos empezaron a convivir cómodamente. Había una decisión, por lo demás, que se fue formando en mí, y que era la de poner coto al sentimentalismo. Supongo que esto tuvo que ver con la época.
—¿Qué opinión guarda de su segundo libro, Mejor matar esa lágrima (1971)? ¿Qué recuerdos conserva de él?
—El mejor recuerdo que guardo de él es el haber descubierto, al escribirlo, que las palabras tenían una propiedad especial. Yo abusé de esto hasta el sentimentalismo. Pero estaba deslumbrado por las cosas, por la magia de lo cotidiano, y no es por vía del realismo mágico que se llega a decir algo sobre las cosas. El encantamiento de las cosas no debe ser imitado por las palabras. Este era un libro demasiado mimético. Si quiere decirlo en otros términos, era un libro adolescente. No sé por qué, ese camino, para mí, se cerró. Pero no puedo dejar de recordar que el tipo que leía El filtro de los califas en un bar, ese personaje que yo menciono en uno de los poemas, era un personaje real. Yo trabajaba en la zona sur del centro de Buenos Aires, y esa zona era mágica para mí. Estaba encantada.
—¿Cómo llega usted a la decisión de publicar, en 1974, Vuelo bajo? ¿Cuál fue la historia de ese libro?
—El libro es un carnet de todas las experiencias de las que venía hablando. Hay toques del pasado mágico-realista, toques tuñonescos, formas narrativas y tributos. La historia de ese libro es la de un cuaderno de ensayo, también de publicación precipitada. Allí hay un latido existencial también. Y cuestiones relacionadas con la militancia, con la sensación de estar al margen de un proceso excesivo, una guerra que ya había estallado. Y me encontraba de a pie, no de a caballo. La violencia se había adueñado del panorama. No era una violencia revolucionaria, sino irracional de un lado, y fascista, del otro. Yo no creía en la conveniencia ni en la necesidad de seguir el camino de la lucha armada, y esto hacía más atroz lo que sucedía, ante mi vista, al menos. Ese libro es, en cierto sentido, un adiós a aquella revolución, a los sesenta o a esa resonancia de los sesenta que llega hasta hoy: los sesenta de la revolución a la vuelta de la esquina. En sentido literario y político, ese libro era, como dice el título de uno de sus poemas, una tierra de nadie. Eran retazos de un tiempo lírico y la narración de una extrañeza, de un desasosiego. Era necesario, para mí, escribir de otro modo, pensar de otro modo, darme otra estética, otra seriedad, otra gravedad incluso, pero solo podía ser grave, no podía darme otra forma. El libro no tiene forma; su forma es la constatación de que no había forma aún para mí. Es, por lo tanto, un libro fallido: no informe, que de eso se puede sacar partido, sino moviéndose bajo antiguas formas, bajo las formas de poemas que otros habían escrito, rasgándolas, forzándolas, pero sin lograr vencerlas ni absorberlas ni hacerlas rendir más. Es un callejón sin salida. Solo trasluce ese debatirse. No se abre.
—¿Qué intentó alcanzar con Poeta antiguo, su primer libro publicado en los años ochenta? ¿En qué difiere respecto de sus tres libros anteriores?
—Toda la primera parte es ya un tipo de poesía más epigramática, pero el resto es todavía el antiguo mundo encantando, atravesado por la desazón de los años setenta.
—La caída de los cuerpos fue editado en 1983, por el mítico sello rosarino El Lagrimal Trifurca. ¿Entonces había tomado contacto con poetas e intelectuales santafesinos? ¿Estaba ya vinculado con su intensa movida cultural?
—No lo estaba más que a través del conocimiento de la colección de Francisco Gandolfo, y de toda su actividad cultural, su editorial; los libros de él, de su hijo, Elvio, de Eduardo D’Anna, de Hugo Diz, de Jorge Isaías. Sabía mucho sobre ellos, pero no los conocía. La propuesta de hacer ese libro en El Lagrimal Trifurca me llegó por Guillermo Boido, que estaba siempre en contacto con el viejo Gandolfo. Me gustó la idea, porque apreciaba mucho a Gandolfo, no solo por la editorial sino por sus propias ideas, esa excentricidad de pensamiento que tenía, ese gusto por la literatura, las ideas, el mito.
—En las antípodas del Neobarroco —o neobarroso, como Néstor Perlongher resolvió llamar a la poesía rioplatense—, figura la poesía denominada objetivista: una poética que intenta alcanzar la belleza a través de la claridad semántica, proporcionada por versos precisos, descriptivos y breves que ofrecen una estética más distanciada y fría (más cerebral). Es sabido que su apuesta lírica se alinea con esta tendencia, aunque de modo tangencial. ¿Cree que esa manera de poetizar se vio consolidada tras la aparición de Paisaje con autor? ¿Podría referirse a ese proceso poético denominado Objetivismo? ¿Surgió como contrapartida ante la ampulosidad del barroquismo?
—No fui uno de los inventores del Objetivismo, pero no me disgusta. Cuando apareció Paisaje con autor, no sé si se hablaba de Objetivismo. Para mí, se consolidaba lo que le dije antes respecto de La caída de los cuerpos: Objetividad cargada, y cargada por la imaginación, por paisajes culturales, naturales y urbanos. La llamada estética objetivista es claramente restrictiva respecto del Neobarroco. La crítica de Daniel García Helder al Neobarroco, publicada en Diario de Poesía, me parece clara, inteligente y absolutamente compartible. Lo que yo no veo es que, en los objetivistas de cuño, esté esa estética fría a la que usted alude. Hay un acercamiento a una realidad concreta, casi inabarcable, un furor en la precisión. Me parece que no entro plenamente en eso, porque cierto espacio para la imaginación y para la fantasía había en lo que escribía por entonces. Pero era tangencialmente, como usted dice, Objetivista. Ahora bien, quisiera recordar el señalamiento de una falacia de base en la crítica al Neobarroco: el Neobarroco exhibía con orgullo una ascendencia española, se remontaba a Góngora. No hay tal. La Contrarreforma católica no tuvo nada que ver con el Neobarroco argentino, que fue, en lo que a Perlongher se refiere, psicoanalítico; esto es, fundado en la superstición que fomentó el psicoanálisis acerca de las pulsiones inconscientes. Sin embargo, tuvo un aspecto ornamental más bien ligado a Lugones. Helder lo indicó en ese artículo. Leo la cita: «El espíritu Neobarroco no coincide con el espíritu contrarreformista del barroco clásico». Esto, porque no tenía enfrente ningún modelo renacentista de referencias clásicas, dice Helder. Y vuelvo a coincidir con él: nuestro Neobarroco fue un simulacro de revelación. Lo sagrado, paradójicamente, estaba más en las antípodas, es decir, en la obra del propio Helder, o en la de Casas, por dar dos ejemplos. Obras de inspiración anglosajona y de fondo, en apariencia, luterano que, en todo caso, en la mejor tradición luterana, creía en el diablo porque lo había visto (porque Lutero era un creyente obsesivo y también objetivo). Allí, y en otras producciones, que en general se llamaron objetivistas, había un fondo sagrado, de raíz eminentemente católica. Lo que es preciso aclarar es que no toda la generación de Casas y de Helder fue objetivista al ciento por ciento. Hubo una natural inclinación de gran parte de esa generación a la exposición de los objetos, de las cosas, de un escenario urbano; pero de muy distintos modos en, por ejemplo, Ainbinder, o Rojo, o en el propio José Villa, que fue el director de la revista 18 Whiskys.
—Si bien sistematizar conceptos resultaría reduccionista, ¿podríamos afirmar que el objetivismo, principalmente, consistió en agudizar «la vista hacia las cosas», parafraseando a Juan José Saer?
—Sí, por qué no, en eso consistió. Consistió en narrar, en los términos de un poema, algo que es en cierto sentido bastante original en la Poesía Argentina, que por hache o por be, nunca o pocas veces intentó algo tan simple y tan revolucionario. Y subrayo: narrar en términos de un poema. Eso no consiste en empujar el verso libre al terreno de la prosa, ni en desconocer lo que la poesía debe tener en cuanto a carga de significación.
—En 1988, usted publica Paisaje con autor. ¿Podría desarrollar la idea o intención de su título?
—La idea del título es la de una realidad que comprende al autor, es un tópico de la pintura: el del autor que hace su autorretrato sobre un paisaje. El autor, incluido en su obra, es al mismo tiempo excluido, en tanto forma parte de lo que pinta. Que el autor esté incluido en el paisaje es una paradoja. De este modo, es solo lo que pinta, o tal como lo que pinta.
—Como ocurre con la poesía de Horacio Preler o de Alberto Girri, tras la lectura de su obra, puede deducirse que ha evitado sistemáticamente escribir poemas de amor. ¿Cuál es la razón? ¿Hasta qué instancia su poética constituye una reacción contra el lirismo en el lenguaje?
—Es simple pudor. No se trata de otra cosa. Mi poesía solo reacciona ante el sentimentalismo, no ante el lirismo. Es, creo yo, una necesidad histórica, no es solo mía. En los sentimientos, creo. No, en la efusión. Girri llamaba a la efusión sentimental «ornamento». Lo esencial en el amor es que apenas puede decirse. El amor es una presencia sagrada. No encuentro el modo de manifestar, de hacer patente esa presencia tan cercana, tan evidente, sin caer en el sentimentalismo. Y como no dejo de ser sentimental, escucho tangos.
—Si cavilamos sobre su lenguaje, que viene arrastrando a través de más de una decena de libros, ¿qué sitio ocupa el pensamiento como motor en sus textos? ¿Ofrecen únicamente las bases de una coherencia lógica?
—La forma de pensamiento que desencadena los poemas suele ser la forma de la paradoja. Si lo primero que viene a la mente es algo así como una idea parpadeante, una idea que dice y no dice cabalmente algo y que, más bien, dice lo contrario o algo diverso al mismo tiempo, pues eso es un motor suficiente, es un impulso para escribir. En cuanto a la lógica, siempre me interesa que dé formas que lógicamente solicitan otras formas para sostenerse en ellas, o entre ellas, como en un tejido celular que nunca se hiciese completamente.
—¿Toda pregunta acerca de la poesía deriva en una conjetura acerca del lenguaje?
—Deriva hacia la reflexión en el lenguaje, con el lenguaje, hacia los límites del lenguaje. No creo que los poetas sean custodios de la lengua. Son hacedores, tienen una práctica, que es la de poner el lenguaje en su punto de incandescencia. Toda poesía permite hacer conjeturas acerca del lenguaje, claro. Pero las conjeturas sobre el funcionamiento del lenguaje son más bien el tema de la lingüística en sentido general. Los poetas solo ponen en práctica el lenguaje para dar cuenta del punto de realidad o de irrealidad que tiene la experiencia humana, lo comunicable y lo incomunicable de esa experiencia, la base o sustrato mítico. Y me refiero a toda la experiencia: la histórica, la científica, la numinosa. Una y otra vez, la poesía lleva las más diversas cuestiones a lo sagrado, que es el territorio, como se sabe, de lo inexplicado, de lo que no se explica más que en su realidad, en su existencia. La poesía intenta producir el efecto de lo sagrado. Es sacra, en tanto lo logra, y por eso mismo, paradójicamente, es la realización más plena del logos. Le menciono una poesía de Casas que parece ser muy simple, que parece la narración de un momento, con un viso sentimental si quiere: esa en la que dos amantes se besan a través de la cortina de plástico. Ahí está el hecho de lo sagrado. En la aproximación a través del velo más vulgar a alguien, a algo familiar y desconocido.
—Regresando a su obra poética, Aulicino, en Hombres en un restaurante su estilo se torna un tanto más prosaico. Los versos se expanden, y convierten los poemas paulatinamente en flujos rítmicos más largos y armoniosos. ¿Este libro marca una nueva etapa en la forma de su poesía? ¿Cree que su poética adquiere una respiración más consciente de sí misma?
—Es apenas más amplio en el verso y más narrativo. He tratado de mantener en él un recorte significativo de los hechos, no extenderlo tanto que se convirtiera en prosa.
—¿Cómo explica el espectro narrativo de sus poemas?
—No he tenido necesidad de explicarlo. La narración se me hace necesaria para abarcar espacio dentro de la realidad. Con la narración, se acentúa la anécdota. Por lo demás, se trata de una narración reflexiva. Y este tipo de narración especulativa se aviene con lo que intento, que es reproducir el mito, concentrar el significado del suceso.
—¿Por qué?
—Intento concentrar el significado del relato, puesto que nuestras vidas son sucesivos relatos. Más que el sello de un destino, yo veo en la vida de la gente, o veía con mayor claridad cuando escribí ese libro, una serie de relatos aislados, o de apariencia inconexa. La vida de una persona son sucesos que ve —o de los que participa—, más que una narración coherente en sí misma.
—¿Cuál es el hilo dramático de Almas en movimiento (1995)? ¿Qué ideas fundaron el proceso creativo del poemario? ¿Acaso se trató de retratar el «paisaje que se mueve en el extremo veloz de una mirada», como rezan algunos de los versos allí reunidos?
—Es un texto que sigue al otro, al de Hombres en un restaurante. Si lo miro desde este presente, creo que el movimiento de las almas es lo que sigue a la charla de unos hombres en un restaurante. No me doy cuenta sino ahora. Almas en movimiento intensifica, para mí, el sentido episódico del otro libro. Las almas en este libro, como puede verse, son los árboles. Sus hojas se mueven en un vaivén reflexivo. Atados a unas circunstancias, no permanecen inmóviles. Así pues, se trata de retratar lo que la mirada capta velozmente, y de reflexionar sobre eso.
—Creo notar un mayor manejo de la elipsis en este poemario; algo que se irá acentuando con los años. Los versos articulan ideas insospechadas avanzando en direcciones cambiantes, aunque acertadas. ¿Existe detrás de ello un deseo de mayor improvisación? ¿Advierte en estos poemas una marcada propensión inconsciente?
—Me parece que interviene algo que yo llamaría un fluir de la mente. No creo que tenga que ver con lo inconsciente, sino con la articulación de relaciones. Improvisación me parece una palabra adecuada. No, asociación libre. La improvisación es un arte distinto al de los surrealistas, que por lo demás, que yo sepa, o por lo que se ve en sus obras, nunca usaron a pleno la asociación libre. Eso es porque la asociación libre carece de sentido, estéticamente.
—Algo que no ocurre con la improvisación, puesto que en toda improvisación hay lógica, ciertas premisas que deben ser respetadas para que connoten un significado perceptible y, sobre todo, comprensible.
—La improvisación fija su norma. Se improvisa sobre una norma. Esto diferencia las asociaciones fantásticas de Pavese de las asociaciones libres, que además, insisto, no pueden ser totalmente libres. Para Pavese, una asociación fantástica es en realidad una asociación cuya razón de ser permanece inexplicada, o solo se explica en las relaciones del mito, en sus razones internas. Pavese ejemplifica con un poema propio: el ermitaño de uno de sus «Paisajes», en Trabajar cansa tiene relación con la aridez de su colina, con las cabras, con el tabaco, con la barba quemada. Pero también, las alegres muchachas que suben las colinas tienen una relación secreta con esto. La fertilidad y la aridez se unen así en el poema míticamente.
—Usted suele realizar sus libros teniendo un plan previo, ¿siempre es así? ¿Qué sitio ocupan el azar y la premeditación en la composición de sus versos?
—El plan no es más que una idea general previa, y esto ocurre así desde hace unos diez o doce años, no tenía un plan claro cuando escribí los otros libros. No demos muchas vueltas a la idea: se puede decir que siempre hay un plan; que no dicta el azar sino un biorritmo. del que hablamos. Pero solo he tenido un plan consciente a partir de Las Vegas, un libro que respondió a esta intención: escribir un poema sobre cada una o varias de las fotos de edificios de Las Vegas que yo tenía en una guía arquitectónica de esa ciudad, una guía de bolsillo. Como verá, se trataba solo de una consigna, no de un plan. No tenía claro qué diría en cada poema, solo sabía que iba a buscar asociaciones no explícitas entre las imágenes y mi experiencia, y entre las imágenes y lo que me sugería una ciudad entera de imitación; porque la arquitectura de Las Vegas es de imitación: imita palacios, con ornamentaciones de luces eléctricas y con jardines inútiles que parecen artificiales. Y esa ciudad está en un desierto que en mi imaginación es tan árido y absoluto como el de un planeta en el que no hay ninguna forma de vida. Lo que llamamos azar entra aquí. Las asociaciones van a los núcleos de percepción que uno tiene; no de la manera surrealista, sino al revés: esta reacción en cadena, anímica y estética, debe producirse ajustada a la consigna; en este caso, los edificios de Las Vegas que yo veía en esas fotografías. Después seguí este método, con Hostias, por ejemplo, con el que me propuse que las secciones del libro llevaran los nombres de algunas de las piezas del Requiem de Mozart. Antes de eso, La nada respondió a la idea de representar y meditar en una guerra de todos los tiempos, en una guerra de civilizaciones, en una gran guerra sin tiempo, una guerra santa, una guerra con algún fin metafísico. Tiene la intemporalidad de un juego de estrategia. O eso es lo que yo creo que tiene. Son comentarios sobre un juego de guerra que sucede en todos los tiempos al mismo tiempo. En la ejecución de esto debe haber necesariamente cierta laxitud, que, insisto, no es asociación libre.
—Su próximo libro lleva un título sugerente: La nada. Un texto donde se acentúa la ironía, entre otras cosas, una de las improntas más características de su lírica. «Entrada a Jerusalén» es un excelente ejemplo de referencia. El lector supone alguna relación bíblica con el Antiguo Testamento; sin embargo, es un poema que se narra como si se tratase de un informe de tránsito:
Se pide precaución en el acceso oeste:
hay demoras originadas en un accidente.
En el acceso norte hay demoras de hasta quince minutos.
Es normal el tránsito por el puente sur.
No hay novedades al este.
¿La poesía debe también desacralizar? ¿Qué valor posee y qué lugar ocupa el humor en su poética?
—Creo que ese libro es bastante sombrío, incluso en su humor. Si tengo que decir la verdad, la reivindicación del sentido heroico de la vida está ahí llena de sarcasmo. No se trata de que allí haya querido desacralizar, sino más bien enfrentar la realidad desacralizada. Si vamos al ejemplo de ese poema con Jerusalén, allí el informe del tránsito convierte Jerusalén en una ciudad secular. Y la verdad es que toda realidad es hoy secular. Mayor sarcasmo, creo yo, hay en el primer poema del speaker romano, ese en el que el personaje dice que si cualquiera hoy se encontrase con Cristo en su huerto, le preguntaría por sus dineros, por el alimento, por el bienestar material.
—¿El ritmo hace fundamentalmente al estilo del poeta?
—Sí, creo que sí. Hay un ritmo de emisión, un ritmo de ideas. Y si el ritmo en música es el compás, el ritmo en la poesía es, en primer lugar, la distribución en el espacio físico de ciertas emisiones de voz, de ciertas ideas. Un verso es una cápsula, un concentrado, frases que se llenan de sentido como una combi, como diría Auden. Pero además, yo diría que hay una correspondencia entre el sentido y el sonido de algunas palabras. Las palabras clave de un poema se relacionan físicamente, es decir, sonoramente. Buscan crear un efecto sonoro, las unas en las otras. No suenan semejantes a intervalos preestablecidos, no necesariamente. Con esto quiero decir que no necesariamente respetan metros y distribución de rimas clásicos. Pero fíjese que, en todo poema, hay sonidos que se buscan y responden. Bien. Avanzando —yo diría que descabelladamente— en esta tesis, podría agregarse que en cada poeta hay un patrón rítmico, que es a la vez un patrón ideológico, un patrón conceptual, el patrón que rige, o que organiza, o que siempre se dibuja en sus textos, en todos sus textos. Eso es estilo, esa es la huella digital, la invisible marca de identidad, el tono de cada poeta. Es su limitación también, que lo obsede. Porque la identidad es limitación al mismo tiempo que continente. En ese ritmo propio, uno querría encontrar un ritmo cósmico. Por eso, no empiezo por pensar en el ritmo. El ritmo debe suceder. Decía un personaje de Lewis Carroll, «cuida el sentido, que los sonidos solos se cuidan». La organización sonora, sonante o asonante, es propia del lenguaje y, creo yo, actúa biológica, secreta, primariamente. Es un biorritmo. Responde, mágica, ciegamente, a frecuencias del universo. A un fluir cósmico, sí. Un fluir que, en general, se percibe en esa franja, en ese margen en el que la poesía se sitúa. Signo y sonido son inseparables. Son el par genético de la lengua, de todas las lenguas. Por eso me parece que la poesía tradicional es un abuso, una exageración, un producto artificioso. Cree haber encontrado esquemas inamovibles de sonido, de emisión. Metros y rimas. Y yo creo que aun así, en la poesía clásica hay un ritmo secundario, que a veces es el de los metros, acentos y rimas canónicos, y otras, muchas otras veces, un ritmo en segundo plano.
—Creo que su madurez se inicia con La línea del coyote y continúa con Hostias, otra de sus mejores obras. La línea del coyote (1999) incluye «Hacia el mal», y se trata del poema más extenso del libro. Este sigue una meticulosa enumeración que recuerda al Tractatus logico-philosophicus de Wittgenstein. ¿Le preocupó mucho la estructuración temática y formal de este poema en particular?
—Ese poema tiene la estructura de un tractatus, como dice usted desde todo punto de vista: contrapuntístico y narrativo. Yo creo que allí conversan varios personajes. De lo que hablan es de esta paradoja: si excluimos el mal, el mundo no funciona. Si, como se dice en la cita de Wallace Stevens que usé como acápite del texto, logramos capturarlo en su guarida —esta sería la ambición del bien— pues entonces privamos al mundo de su infinita riqueza. Lo que se dice, en otros términos, es que, sin el mal, no es posible la Escritura (con mayúscula), no habría Testamentos, ni Antiguo ni Nuevo. El poema no deja de ser, creo yo, un poema. No tiene nada definitivo y reúne, a la par, historias y diálogos fragmentarios, escenas visuales y meditaciones. Me parece que, si está logrado, es porque se limita a ser un aparato literario, poético; no es una doctrina versificada. Lo pensé y lo resolví mientras lo escribía, no sabía muy bien a dónde iría. Solo quería procurarme un alivio, la sensación de que la connivencia con el mal, la promiscuidad, no deben pesarnos. Somos hechos de ese par mítico, el bien y el mal.
—Hostias está estructurada a través de un tríptico religioso de corte cristiano. Los títulos de cada una de las partes son: «Dies irae», «Hostias» y «Communio». Dijo que los tomó del Réquiem de Mozart, ¿por qué?
—Porque el tema de ese libro es la religión, el diálogo con Dios, la percepción de Dios a través de la historia. Las tres fases del Réquiem indicarían la relación tormentosa del hombre con Dios en el Antiguo Testamento, después, el sacrificio de Cristo y finalmente la institución de la Eucaristía. Pero, como puede ver, se trata finalmente de hostias rotas, de una comunión difícil, como al principio, aunque ya no heroica, y de iglesias averiadas.
—Cierta dureza en la sintaxis es un «poema-río». Sus cincuenta textos que entretejen un fluir disperso e imprevisible constituyen un giro en su apuesta, dado que profundiza un juego descentrado con el lenguaje. ¿Cuáles cree que fueron las características esenciales de su discurso?
—El discurso tiene tres o cuatro centros, y gira alternativamente alrededor de uno de ellos. Un centro es eminentemente lírico y tiene que ver con las relaciones intelectuales y espirituales con el paisaje degradado de barrios, puertos y calles, ocasionalmente, con el paisaje natural. Este paisaje, creo yo, es reconocible, es un paisaje argentino de ciudad, suburbio y pampa. Sobre él aparece el otro núcleo: la Colonia y la Guerra de la Independencia. Luego hay otro centro temático, que es la Segunda Guerra Mundial y la marcha del Ejército Rojo. Yo decía que el libro es un canto épico fragmentario, pero es en realidad, me parece, un canto sobre la infancia, porque hablo de mi suburbio, del barrio en el que nací, de mis ancestros y de circunstancias épicas que atravesaron mi niñez. Esto es, la guerra de la que se hablaba en mi casa y la épica de los rojos, en la que creían mis padres. El centro principal, es decir, el paisaje-tiempo en torno al cual se organizan los otros centros temáticos, es el Centro de la ciudad actual, degradada. La conexión con las Guerras de la Independencia viene por el lado de mis abuelos españoles, que fueron inmigrantes, es decir, parias de un antiguo imperio. La visión del conquistador movido por ideas elementales la deduje yo de la historia, de la antigua chatura de esta aldea en la que vivimos, Buenos Aires. De manera que a mí no me parece caótico el libro, sino más bien movido por núcleos emotivos, sobre los que, ciertamente, no puedo dejar de reflexionar. Yo diría en este sentido que este libro es el menos impersonal de los que escribí. Solo la reflexión le confiere cierto distanciamiento, que me permite soslayar el intimismo y a la vez el tono que correspondería a la exaltación de un epos.
—¿Qué originó la escritura del texto?
—Cierta dureza en la sintaxis fue la primera línea que escribí, sin tener muy en claro hacia dónde iba. En ese sentido, el hacerse de este libro fue parecido al de los poemas de La línea del coyote. Mi sensación en ese momento era que iba a ir escribiendo fragmento tras fragmento, a partir de esa primera entrada, que comienza con una frase a la que enseguida le doy un hablante y una escena. La escena es la del fin de una batalla. De algún modo, me vinieron a la mente escenas anteriores a esa batalla histórica, y criolla, que pese a lo concreto de las alusiones —el betún cuarteado de las botas, el orín de los muertos— seguía siendo abstracta. La ironía acerca de la dura sintaxis de los cadáveres llevaba a la idea de la inacción; pero insistían las imágenes de un río, atisbos primitivos en la mente. Entonces ya tenía todos los elementos del libro: el paisaje fluvial, una niebla mañanera, una imagen de mi infancia; las batallas. Me di cuenta, cuando había avanzado en los paisajes pampeanos y urbanos, de que el primer fragmento que había escrito era el carretel que tenía todo el hilo. Las batallas, la historia y sus accidentes, que somos nosotros, las personas. Seres que somos monstruos sin leyes. Al principio, estaba hojeando un bestiario medieval, y lo cité. Porque esos animales comunes dotados de raras propiedades, en el bestiario, o los seres que son fusiones de dos o tres animales, me daban la sensación de que representaban nuestro zoológico humano actual: estamos hechos de funciones y de partes completamente inútiles para la economía y para la historia. Y también estamos hechos de historia. Así fui haciendo ese poema. Al empezarlo, solo sabía que iba a ser un solo poema largo, fragmentado. Ahora, para responder a la segunda parte de su pregunta, estoy escribiendo un nuevo libro, sí, cuyo título provisorio es El capital. Hay algo, no sé qué, algo en el ambiente quizá, que me lleva a insistir en un realismo épico nuevamente, pero esta vez, más realista. La intención no es escribir El capital, de Marx, en versos, esto sería ridículo. La intención es ver si percibo o si he percibido el funcionamiento ciego del capital en la realidad, en la vida. Cómo funciona esa mezcla de sangre y de leyes económicas e históricas de la que somos víctimas y de la que estamos hechos. Esto, sobre la base de la digresión y el fragmentarismo, que es el mejor camino para mí. La poesía no va por el análisis ni por la síntesis, va siempre por un camino intermedio, de captación inmediata de la realidad, que entonces se hace monstruosa, quizá porque lo es.
—En perspectiva, ¿cómo analiza su obra?
—Por etapas. En los años ‘80 y ‘90, fueron libros de poemas breves, atados a circunstancias concretas, a construcciones históricas, pero siempre en flashes, en la forma de estampas inconclusas, de cámara detenida. Con La línea del coyote comencé a desandar ese camino. Hacia su origen, digo, que era algo así como un canto, como cantares, fragmentarios. Empecé a aproximar más lo que aparecía desvinculado. Las referencias históricas se hicieron contiguas. Todo se articuló en poemas de fragmentos hilvanados.
—¿Cómo explica ese cambio de etapas que se fue dando a través de las décadas? ¿Surgió únicamente por un deseo intrínseco de renovación?
—Anteriormente, le dije que no sé cómo ni por qué empezó a haber cambios, si hablamos en términos estrictos. Un clima de época, por un lado, un gran asunto con toda la literatura del siglo pasado, por otro. Parte de esa literatura no era la de nuestros inmediatos antecesores, y fuimos por ella. Yo no me quería renovar por el solo hecho de renovarme, lo que quería era sentirme satisfecho, no maniatado por expresiones que no lograban darme satisfacción. Me sentí a gusto a partir de La caída de los cuerpos, en 1983, no porque el libro era distinto de la poesía de los sesenta, sino porque me sentía feliz haciendo esos poemas, acercándome a modelos diversos, al paisaje, con otras ideas, más cercanas a lo que sentía. La poesía es una cuestión de temperamento. Los temperamentos cambian, o crecen, o maduran, como usted quiera. Yo no quería escribir tangos, con el tango llevo una difícil relación. No me gusta esa afectividad desbordante, a menos que sea a solas, en la intimidad. Y ese gusto cambió por temperamento.
—¿Y por cuál etapa siente mayor autenticidad respecto de su voz?
—La primera es esta etapa que le menciono, la de La caída de los cuerpos y Paisaje con autor. Después, a partir de La línea del coyote.
—¿Por qué?
—Creo que entre una y otra la materia reflexiva comenzó a entrar con mayor fuerza, con mayores demandas de asociaciones, con mayor ímpetu reflexivo e improvisado. Esa palabra que usted usó antes me parece muy bien: improvisación. Cuando el instrumento estuvo mejor manejado, comencé a permitirme la improvisación.
—Las causas que lo han llevado a escribir ¿han sido coincidentes a lo largo de su vida?
—Lo que me lleva a escribir es una necesidad estética, ha sido siempre la misma. Podría no escribir, pero debería satisfacer esa necesidad leyendo. En todos existe esta necesidad, que, según lo dicho hasta aquí, está entroncada con lo mítico, con lo religioso, con la ficcionalización de la experiencia individual y colectiva.
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Augusto Munaro: Periodista egresado de la Universidad del Salvador. Escribe en los diarios argentinos: El Día, Página-12, Clarín, La Gaceta de Tucumán, Los Andes, El Litoral, La Capital, entre otros. Correo electrónico: augusthxx@yahoo.com.ar
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Gramma, XXI, 47 (2010), pp. 261-274.
© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Investigaciones Literarias y Lingüísticas de la Escuela de Letras. ISSN 1850-0161.
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