Dos temas que recorren el libro: El blanco (o lo blanco) y el mar
1 – Lo blanco.
Ya es bien sabido que un poema significa aquello que uno desea que signifique. Lo esencial de Mar de Chukotka es la constante reducción del lenguaje, donde cada palabra es una respuesta y, a la vez, supone la integración de la poesía con el campo visual, con un horizonte tenso, en el cual el espacio en blanco no es ya una superficie a ser ocupada, sino un valor dinámico donde han de disponerse una serie de signos ajenos a toda intención sentimental, o de mera búsqueda de percepción y forma; logra generar un hueco para que el lector pueda transitar, leyendo, el gesto de una ausencia, la representación de la luz, el vacío o el infinito. Leemos que “La más absoluta cercanía con las cosas,/ algo como una fusión,/ les otorgaba/ la lejanía de la luz y del hielo”.
Melville nos indicó en relación al blanco, en su inevitable capítulo cuarenta y dos de Moby Dick, que “la cualidad elusiva que causa el concepto de blancor, cuando está separado de asociaciones más amables, y unido a cualquier objeto terrible en sí mismo, eleva el terror a sus límites más lejanos”.
1 – Lo blanco.
Ya es bien sabido que un poema significa aquello que uno desea que signifique. Lo esencial de Mar de Chukotka es la constante reducción del lenguaje, donde cada palabra es una respuesta y, a la vez, supone la integración de la poesía con el campo visual, con un horizonte tenso, en el cual el espacio en blanco no es ya una superficie a ser ocupada, sino un valor dinámico donde han de disponerse una serie de signos ajenos a toda intención sentimental, o de mera búsqueda de percepción y forma; logra generar un hueco para que el lector pueda transitar, leyendo, el gesto de una ausencia, la representación de la luz, el vacío o el infinito. Leemos que “La más absoluta cercanía con las cosas,/ algo como una fusión,/ les otorgaba/ la lejanía de la luz y del hielo”.
Melville nos indicó en relación al blanco, en su inevitable capítulo cuarenta y dos de Moby Dick, que “la cualidad elusiva que causa el concepto de blancor, cuando está separado de asociaciones más amables, y unido a cualquier objeto terrible en sí mismo, eleva el terror a sus límites más lejanos”.
2 – El mar.
En ese espacio perfecto y absoluto, al igual que en los recuerdos, no hemos de encontrar más que restos dispuestos en una gran habitación cuyas puertas y ventanas están cerradas por dentro. Dos versos han tenido el efecto de hacerme recuperar dos lecturas de antaño acerca del mar; nos dice el autor en uno de ellos: “la sangre es el único sonido”, y en otro pasaje del libro que nos ocupa: “Me has seguido sin que te ofreciera nada/ excepto una moneda clavada al mástil/ y un rito”. Tenemos ahí, entonces, a un mutilado capitán Ajab, que quiere vengarse de la ballena blanca. Al final la encuentra y la ballena lo hunde y el mar se cierra sobre él. Y, simétricamente, en la otra lectura revelada, en Infierno, Canto XXVI, de la Comedia, asistimos al fin de un embaucador y navegante, en estos términos: “… nació un torbellino de la nueva tierra/ y golpeó de nuestro leño el primer canto./ Tres veces lo hizo girar con toda el agua:/ a la cuarta, levantar la popa en alto/ y, como alguien quiso, abajo irse la proa;/ hasta que el mar se cerró sobre nosotros”.
Un poema no tiene por qué hacer aparecer una verdad cognitiva o blanquear algo que falta o nos falta (a todos); se puede ser literato sin practicar el énfasis. Ya en La línea del coyote (1999) se interrogaba al desocupado lector: “¿Puede ser firme el terreno cuando el crepúsculo/ está lleno de flecos inestables y abierto vacío?”. También podríamos demorarnos en las innúmeras metáforas marinas que involucran al acto de escribir, puesto que en ambas actividades están en juego el cuerpo y la imaginación. No lo haremos sino mediante las propias palabras de Jorge Aulicino: “Ningún indicio de movimiento representaba otra cosa/ que no fuera la dinámica de la sombra y la luz”, “como el fin y el comienzo/ en los que todo se escribe/ y todo se borra”.
En ese espacio perfecto y absoluto, al igual que en los recuerdos, no hemos de encontrar más que restos dispuestos en una gran habitación cuyas puertas y ventanas están cerradas por dentro. Dos versos han tenido el efecto de hacerme recuperar dos lecturas de antaño acerca del mar; nos dice el autor en uno de ellos: “la sangre es el único sonido”, y en otro pasaje del libro que nos ocupa: “Me has seguido sin que te ofreciera nada/ excepto una moneda clavada al mástil/ y un rito”. Tenemos ahí, entonces, a un mutilado capitán Ajab, que quiere vengarse de la ballena blanca. Al final la encuentra y la ballena lo hunde y el mar se cierra sobre él. Y, simétricamente, en la otra lectura revelada, en Infierno, Canto XXVI, de la Comedia, asistimos al fin de un embaucador y navegante, en estos términos: “… nació un torbellino de la nueva tierra/ y golpeó de nuestro leño el primer canto./ Tres veces lo hizo girar con toda el agua:/ a la cuarta, levantar la popa en alto/ y, como alguien quiso, abajo irse la proa;/ hasta que el mar se cerró sobre nosotros”.
Un poema no tiene por qué hacer aparecer una verdad cognitiva o blanquear algo que falta o nos falta (a todos); se puede ser literato sin practicar el énfasis. Ya en La línea del coyote (1999) se interrogaba al desocupado lector: “¿Puede ser firme el terreno cuando el crepúsculo/ está lleno de flecos inestables y abierto vacío?”. También podríamos demorarnos en las innúmeras metáforas marinas que involucran al acto de escribir, puesto que en ambas actividades están en juego el cuerpo y la imaginación. No lo haremos sino mediante las propias palabras de Jorge Aulicino: “Ningún indicio de movimiento representaba otra cosa/ que no fuera la dinámica de la sombra y la luz”, “como el fin y el comienzo/ en los que todo se escribe/ y todo se borra”.
Mar de Chukotka
Jorge Aulicino
Buenos Aires
Ediciones del Dock
2018
Jorge Aulicino
Buenos Aires
Ediciones del Dock
2018
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