José Villa - Op. Cit. - Abril 12, 2021
A fines del 2020 Ediciones en Danza publicó la Poesía reunida de Jorge Aulicino, que completa a Estación Finlandia, la última reunión de la obra de uno de los poetas fundamentales de la poesía argentina contemporánea; también crítico literario y traductor de Dante, Pavese, Pasolini, Fortini y Wilcock, entre otros autores. En esta entrevista, Aulicino comenta aspectos del proceso general de su obra a la luz de esta nueva publicación y la significación de algunos de sus textos.
–Creo que puede leerse este libro como una actualización de Estación Finlandia [2012]. Principalmente por el modo en que está armado cronológicamente, desde el libro más reciente. Eso propone una lectura distinta…
–Es la actualización de la poesía reunida, sí, y la idea de ir desde el libro más reciente hacia atrás fue de Javier Cófreces, el editor. Me pareció bien. Presentamos el poeta hoy, y luego retrocedemos en su bibliografía, descendiendo de libro en libro hacia el comienzo… Creo que cualquier lector que se acerca a un autor prefiere conocer primero lo que está haciendo. En las obras reunidas de autores que conozco poco suelo ir primero a los últimos poemas, que son los más actuales. Son gustos, diría, más que criterios.
–¿En qué considerás que ha variado tu escritura desde tu último libro al primero? ¿Y cuál sería la principal similitud que encontrás?
–Estuve leyendo poemas de libros negados. Dos que no incluí ni en esta ni en la anterior poesía reunida. Son malos, llenos de emocionalismo, que es lo que me fastidia de la poesía en general, y son de una ideología muy pueril, efectista, sin saberlo. Pero reconocí una misma manera de hablar, un mismo fraseo y hasta muchas palabras que repito hoy. Eso se mantiene, según yo lo veo, en todos los libros: una modulación, un vocabulario y hasta un modo de pensar las imágenes. No el modo general de ver el mundo, y no algunas construcciones cancheras de la poesía de los sesenta, como “timbos universo”, cosas así, palabras ensambladas que unían los cósmico a lo cotidiano, lo social a la vida personal, emocional, del sujeto, una especie de universalismo whitmaniano o del tipo de Langston Hughes cuando escribió “yo también soy América”. Eso ya no me lo creo. Nadie tiene resuelto el problema de la trascendencia personal, nadie de verdad se transpone en los otros, se realiza en los otros. A mí en los primeros tiempos de esos libros negados me sonaba toda esa música, ese encantamiento whitmaniano, dicho en términos cotidianos porteños, pero en un par de años salí del encantamiento. La realidad es que una parte de nosotros puede ganar el altruismo suficiente como para hacer algo por los demás, pero el abismo de la realidad y la muerte se quedan con nosotros, son un asunto personal. Conviene entonces alejarse un poco emocionalmente, sin volverse aquella roca que “ya no siente”, que quería ser Rubén Darío para escapar de la muerte. Y ese fue mi proyecto.
–¿Qué definición o concepto de algún crítico o colega sobre tu poesía contribuyó a leerte mejor o de otro modo en tu propia obra?
–Tengo que reconocer que las primeras descripciones de mis poemas que me hicieron pensar en la escritura en general las hizo Santiago Kovadloff en el prólogo de Poeta antiguo, en 1980. Prólogo al que tituló “Poeta antiguo, poeta ambiguo”. Me hizo pensar en el tipo de ambigüedad que entraña la poesía, que no es una ambigüedad maliciosa, no es un escamoteo, es –o quiere ser– una mímesis: representar el mundo tal como el mundo se presenta, con dos, o tres… o mil posibilidades de entendimiento. En ese prólogo también Kovadloff señalaba otras cosas: que uno escribe para saber qué quiere decir, no para trasmitir lo que sabe de antemano, y que la oscuridad o ambigüedad de las cosas debe ser presentada, paradojalmente, con la mayor precisión. Ese fue el primer comentario que me sirvió, sin halagarme. También hubo uno de Darío Rojo en la contratapa de una plaqueta de las que editaba Eduardo Ainbinder en los 90. Era una breve descripción del recorrido de la mirada. Esta vez me agradó verme en ese personaje y su manera de mirar. Hubo otros, favorables, como los de Daniel Freidemberg, que relacionaba las ruinas y el descarte con el aprovechamiento medio caótico de frases, versos y obras pictóricas del más diverso origen, o el de Marcelo Cohen en la introducción de una antología que publicó José Luis Mangieri en el año 2000, en la que Cohen mencionaba planos –sociales, culturales, existenciales– que supuestamente yo atravesaba o en los que me movía, o un gran comentario que hizo Javier Adúriz en la revista Guaraguao, de Barcelona, sobre la velocidad de las imágenes en Cierta dureza en la sintaxis, o algunos de los últimos: por ejemplo, la introducción de Diego Colomba para Mar de Chukotka, en la que va bien lejos respecto de la simbología del blanco y el libro sin sujeto, o un comentario de Marcelo Leites sobre el poema “El río” y las máscaras del autor. En fin, le debo agradecimiento a varios, incluso a vos, que una vez hiciste una reseña sobre Estación Finlandia en la revista Ñ y me acuerdo decías que desde los primeros libros la poesía se iba como ramificando. Un comentario de los que más recuerdo fue oral y privado. Me lo hizo Irene Gruss hará unos cinco años, una mañana de verano muy calurosa en que fuimos a un programa de radio, situación ésta que me pareció irreal. “Basta, che, de basura”, me dijo, en alusión a mis repetidas referencias, en los poemas, a la basura y la contaminación. Era más que una cuestión de estilo. Sentí que me saturaba yo mismo de tanto basural.
–¿Cuál de tus libros es el más reconocido por los lectores. ¿Por qué creés que es así?
–En un ambiente donde los libros de poesía circulan tan poco es difícil saber cuál es el preferido, porque no sabemos siquiera si todos los libros, o varios al menos, fueron leídos por los mismos hipotéticos lectores… Sé cuáles gustaron más a las personas más cercanas. A mis amigos les gustaron Paisaje con autor, y luego Cierta dureza en la sintaxis, Libro del engaño y del desengaño, El río y Mar de Chukotka. Estos últimos son libros que contienen por lo menos un poema largo cortado en fragmentos, o concebido como fragmentos, seguido a veces de otras series. Incluso Mar de Chukotka, que tiene la convencional división en poemas, creo que es un solo poema. Esta construcción habla, no sé, de una poética fundada en el enfoque múltiple, roto, quizá. O de la ocurrencia y la libertad, pero no en el estilo surrealista, sino dando vueltas alrededor de lo mismo. Quizá gustan por esa variedad, por ese constante salto de rana que describió Adúriz, de imagen en imagen. Y cuando hablo de imagen también hablo de escenarios, de imágenes sensoriales.
–Tal vez coincidamos en que la poesía argentina alcanzó un punto de viraje a mediados de los ochenta. ¿En qué residiría ese cambio? ¿Cómo lo ves respecto de tu obra y de todas tus intervenciones como crítico literario y polemista (o publicista)?
–En los 80 los de mi generación se cansaron un poco del sentimentalismo y volvieron la mirada a la poesía norteamericana y el hermetismo italiano. Fue una necesidad de época, tal vez. Quizá lo ocurrido en el país nos llevó a cierto estoicismo, de forma y contenido. A un despojamiento. En los ochenta precisamente, en un diálogo con los lectores en la Feria del Libro, le oí por primera vez a Alberto Girri relacionar las palabras ornamento y sensiblería. En realidad dijo algo así como que el desahogo sentimental era puro ornamento. Me pareció entender entonces que cuando uno habla de despojamiento en la poesía no menciona solo la economía formal, sino también un contenido ético, filosófico. Una borradura de la emotividad, del autor en lo posible. Una impersonalidad como conducta.
–Elegí tres poemas tuyos que hoy a esta hora te representan. Mencionalos por favor y contanos algo acerca de los pormenores de su escritura, sea anécdota, procedimiento, experiencia…
–Para alguien que intenta borrarse del texto, elegir poemas que lo representen es como pedirle una confesión. Decirle algo así como “¿dónde estás vos, dónde están escondidos tus sentimientos?”. En esa línea confesional, uno de los primeros que me representaría podría ser aquel incluido en La caída de los cuerpos que se titula “La poesía era un bello país”. Pero hay otro anterior, en Poeta antiguo, que se llama “Cézanne”. Hay uno en el libro El Cairo, de 2015, que creo se puede poner en esa línea. Se llama “La firmeza de la soledad en los manubrios”. En dos casos el origen fue una escena real y concreta, y, en otro, una noticia. Escribí “La poesía era un bello país” después de mirar cáscaras y peladuras dando vueltas en el agua de la pileta y negándose a ser chupadas. Me atrapó la idea de que lo último, lo más exterior de nosotros, puede ser lo que más resiste. Era el tiempo de la dictadura y el alma no nos volvía al cuerpo, así que la resistencia era la de nuestra cáscara o forma humana. Levantarse e ir a trabajar como si nada. “Cézanne” fue directamente un comentario a una nota sobre la posibilidad de que Cézanne no pintara lo que sus ojos defectuosos –afectados por cataratas, seguramente– no le permitían ver. Dejó espacios en blanco en algunas pinturas, porque era fiel a lo que veía. El poema finaliza con una especie de alegato por un nuevo realismo, por así decirlo. Y el de la soledad de los manubrios lo originó una fila de motos estacionadas en una cuadra de Buenos Aires un día insoportable de verano en que todo parecía diluirse. Lo único cierto que podía escribir yo en una pared en ese momento era “Viva mi madre”. De los últimos, el poema titulado “Li Po”. Ahora, si hablamos de poemas que yo creo que representan mejor mi poética de un momento, o de una etapa que no sé si terminó, son dos: “Hacia el mal” y el mencionado “Cierta dureza en la sintaxis”. Son representaciones fragmentarias de la sociedad y de la historia. Así podríamos llamarlos.
–En un momento de tu trayectoria, te fuiste involucrando cada vez más con la traducción. Posiblemente, el hecho de estar mucho tiempo en otra lengua y en otro autor le da otro volumen a la imaginación poética propia. ¿Fue así en tu caso? ¿Cuál es tu poética o tu método respecto de la traducción?
–Hay quien dice que los poetas que traducen poesía convierten a todos a su estilo. Se decía que todos los poetas traducidos por Girri, por ejemplo, escribían como Girri. Leí muchas traducciones de Girri y no creo que su Robert Lowell escribiera como él. Tampoco William Carlos Williams. Es cierto que Girri tendía a prosificar, no buscaba ritmos o cadencias que reemplazaran las del original sino cierta grisura rítmica. Pero los poetas que tradujo tienen su propia personalidad en las traducciones. En mi caso, como en el de casi todos los autores traductores, empecé a traducir por afinidad. Pero no para reducir el original a mí mismo sino, como decís, para darle otro volumen, o más volumen a mi imaginación poética. Mi método no es otro que ajustarme todo lo que se pueda a la literalidad, lo cual equivale a decir que uno busca un imposible que es la literalidad absoluta, algo así como que al leer a Dante traducido uno crea que lo lee en italiano.
–Se han abierto con el tiempo ciertos modos de traducir: versión, reescritura, cover, desvío… ¿Hay actualmente como una tensión entre la traducción como arte y oficio y su literaturización (o ficcionalización)?
–Creo que una tensión de ese tipo se produce en cada traductor. Sería más fácil quizá entregarse a la libre interpretación o, mejor dicho, a acomodar el poema original en un poema nuevo, totalmente imaginado. Eso sería francamente reescritura. Pier Paolo Pasolini lo hizo en Mímesis (en la Argentina traducido por Diego Bentivegna), un poema inconcluso en el que parecía que iba a traducir la Divina Comedia a una situación nueva, propia, usando incluso muchas de las palabras originales. Yo hice algo así, extremo, en un poema en el que quise dialogar con Leónidas Lamborghini, que también titulé “Mímesis” y que empieza remedando un leit-motiv de Dante que es la pregunta al maestro. Sólo que aquí maestro y discípulo no están descendiendo a un nuevo círculo del infierno sino a una nueva combinación del Subte. Evocaba los molinetes de un recordado poema de Lamborghini, de aquella serie en la que cada poema comenzaba diciendo “Como el que”, del libro Circus, donde a su vez creo que la palabra elegida para el título evoca, conscientemente o no, a los cerchi, círculos, del Infierno.
–En el lenguaje poético hay una cuestión que ya parece superada, que es el uso del «vos» rioplatense… ¿Cómo ves esa historia en la poesía y en la traducción?
–En la traducción no está superada por una razón: el vos parece una marca de lugar muy fuerte. Es como poner pelotudo en lugar de imbécil, o algo así. Con las marcas locales hay una cuestión: cuando le tomamos la voz a un extranjero, todo el discurso podría naufragar si incluyera tanto “gilipollas” como “boludo de mierda”. Imaginate a Allen Ginsberg diciendo gilipollas o sudadera. O una novela con personajes checos diciendo “a tomar por culo”. Lo mismo sucede con una marca local argentina. No puedo creer que el poeta es italiano o norteamericano o ruso si dice “chupame un huevo”. Pero el voseo va cobrando estatus de lengua, ya no es modismo o localismo o lunfardismo. Vemos que los otros hablantes del castellano reciben el voseo como una variante de la lengua española, no como un localismo. De a poco lo fui usando. No podría hacerlo, claro, en una obra clásica, es decir, antigua, como la Comedia.
– Hay un artículo de Marcelo Leites (se puede consultar aquí) sobre El río y otros poemas en el que señala que tu poesía no es romántica («Aulicino puede ser muchas cosas, pero no es lírico y mucho menos romántico»). Podemos pensar esto en el contexto de que el Romanticismo sigue siendo algo así como un presente de fondo para la poesía. ¿Compartís esa apreciación (a partir de tu obra y de la poesía que se escribe hoy)?
–Tengo que recurrir de nuevo a aquel trabajo de Kovadloff: el poeta ya no se cree un centro emisor, sino un nómade en su poema. No tiene una firme certeza de sí mismo. Pero a esto le doy una vuelta de tuerca: el poeta no es un ser sin personalidad, puede tener la más fuente de las personalidades en su vida social, pero escribe a través de un personaje que no puede ver la totalidad, y por lo tanto busca una representación provisoria de las cosas. De allí ha venido el objetivismo y la poesía “sin sujeto”. Otra cosa: se comenzó a ver al romanticismo como énfasis del yo recién en las últimas décadas, lo cual en principio habría que rever. Tal vez Leites se refería a esta cuestión, que nos parece hoy central cuando hablamos de romanticismo. Pero el romanticismo es también aquella idea kantiana de lo sublime como monstruoso, porque se nos presenta como irregular, imperfecto, y a la vez superior a nosotros, trascendente. De allí que los románticos se sintieran mal y al mismo tiempo a gusto frente al mar tormentoso, en las montañas, bajo cielos nublados, en los bosques y frente a los abismos. La naturaleza que fascinaba al romanticismo, en el sentido de atraer y producir a la vez placer destructor, no era la armónica naturaleza del número áureo o “divina proporción” de los clásicos. En este punto el romanticismo, que era libertario en general, chocaba con el arte oficial de la revolución burguesa, que era un neoclasicismo de líneas precisas y desnudas. El tema enfrentaba, por ejemplo, a Goya con Jovellanos, siendo que Goya en muchos puntos comulgaba con la revolución francesa. Resumiendo, me parece que hay varias herencias del romanticismo, una de ellas es la de la lírica como el lugar donde se construye el yo de cada uno. Pero hete aquí que, cuando se escribe, ese yo deja de ser propio, comienza a estar sujeto a la lectura, a la interpretación, a las percepciones de otros, y pierde lo que acaso en la intimidad puede ser más perceptible, que es el rasgo inequívocamente singular, propio. Otra herencia es la de encontrar fascinante un mundo borrascoso e inacabado, inabarcable. En esta me anoto. En cuanto a la lírica como expresión del yo, creo que hay otra expresión actualmente, que es la búsqueda del todo a través de flashes o de los ojos de otros, o de documentos, o de máscaras, o de visiones fugaces o de viajes. Esos otros yo no se eligen por casualidad para expresar ideas propias. Se eligen para poner distancia, para relativizar. Por eso al último libro le puse La lirica. Ahí hay remembranzas propias, cartas apócrifas de personajes célebres, falsas biografías, cuestiones imaginarias. Sería una lírica paradojalmente de muchos sujetos que no construyen ninguno. En el fondo es una nueva manera de ser uno, porque es uno el que apela a todas esas intermediaciones, sólo para deshacer la idea de la unidad del yo. Lo venía haciendo en los libros anteriores, en El río, Un poeta griego huye de Londres y Mar de Chukotka, pero en realidad es un recurso antiguo, permanente, una especie de poesía dramática, con sus actores que monologan. El monólogo dramático es un género que siempre existió. Su invención se atribuye a Robert Browning, pero siempre hubo monólogos dramáticos en el teatro en verso. Lo que hacen los victorianos es el intento de que el monólogo dramático cuente el drama o la vida o el conflicto personal de un personaje en su propia voz, que siempre es inventada y que, como digo, al final es la de uno que no tiene ninguna específica.
–¿Reescribiste, corregiste, sacaste textos para la publicación de esta Poesía reunida?
–No saqué mucho, y también agregué. En la sección de Vuelo bajo agregué un poema que le gustaba mucho a Irene Gruss. Se lo dediqué in memorian, y retrospectivamente… Es un poema recuperado, porque Vuelo bajo es el único de Estación Finlandia y de la Poesía reunida que no reproduje completo. Algunos poemas los toqué un poco. Se trata mayormente de poemas del libro El Cairo que me parecían demasiado hablados. En algunos casos, suprimí versos. Hice prosa directa, sin cortes de versos, en algunos tramos de poemas largos, especialmente en uno dedicado a mi viejo, en el que puse como prosa lo que él me decía o yo simulo recordar. Esa forma de anotación en prosa, señalada en bastardilla, también la usé en algunos poemas de una sección de Libro del engaño y del desengaño, como en el poema “La clase”, precisamente como digresiones en prosa, notas intercaladas. No son, como verás, modificaciones sustanciales, sino destinadas a mejorar la comunicación. Porque hay un “comunicado” o un comunicable en cada poema. ¿O no?
– Me parece que sí, que lo hay.
© Op. Cit.
Foto: Gabriela Salomone
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Gracias. Gustavo