Eduardo Mileo - Revista El Otro - Dic. 15, 2015 -
¿Cómo fue tu iniciación en la poesía?
La real iniciación fue cuando asumí que debía leer, y leer mucho, antes de largarme a escribir a tontas y a locas, como lo había venido haciendo. Esto fue entre los 18 y los 25 años, más o menos. Cuando leí a Pavese, a Montale, a Wallace Stevens luego, vi que la cuestión era un poco más compleja que armar una imagen sensorialmente grata o elevar una proclama humanista.
¿Cuál fue tu experiencia en el taller Mario Jorge de Lellis?
En el De Lellis —un taller autogestionado, una especie de asamblea poética crítica sin maestros designados ni nadie que ocupara el lugar de maestro, excepto invitados ocasionales— aprendí justamente que había una percepción de la poesía más vasta que la de la imagen original o ingeniosa. Para darte un ejemplo práctico: la imagen “nube en pantalones”, de Vladimiro Maiacovski, que me parecía genial, pasó a ser una posibilidad de la poesía, no la forma principal.
¿Tu poesía tuvo un giro desde el objetivismo hacia el misticismo, o hacia una visión más metafísica?
No diría que mi poesía es mística; si lo fuera sería una glosa de la Biblia, la leería en las plazas, como un predicador. Me interesa lo sagrado o lo trascendente como una cuestión, no como una verdad. Siempre me atrajo la cuestión metafísica precisamente por esa constante aparición suya en la historia como una necesidad, como una de las razones que mueven a la humanidad junto con la economía y las corrientes políticas y sociales. En un poema de La nada, un libro de 2003, pongo en boca de un llamado “speaker romano” la pregunta: “¿Para qué las Galias? ¿Para mejorar los abastecimientos?”. Creo que el ser humano se mueve por intereses económicos cuanto por necesidades heroicas y religiosas, trascendentes. El fallecido poeta y científico Guillermo Boido decía: “No hablo de metafísica, sino de necesidad metafísica”. Quiero decir que forma parte de nuestra conciencia una necesidad metafísica. Y en ese sentido soy lo que Marcelo Cohen decía en broma en la época del De Lellis: un metafísico de izquierda.
¿Qué influencia tuvo en tu estética la traducción de la Divina Comedia?
Diría que la Divina Comedia tuvo influencia desde antes que la tradujera completa. Cuando hice esto último entendí su estructura, que es una estructura urbana. Entendí que esa estructura es la del mundo que nacía. El sistema analógico de la Comedia —el mundo de allá es como el de acá— creo que resulta básico para la poesía y para entender un modo de concebir el desarrollo de una vida y el desarrollo de la historia. Las primeras etapas del viaje de Dante las entendemos fácilmente porque nos basta salir a la calle para ver el infierno, cada vecino es un condenado que cuenta su historia, ¿no? También cada uno de nosotros ha tenido su descenso al infierno, su tránsito por el infierno. La bajada al infierno es un mito cultural, un rito diría. La última parte de la Comedia es lo que nos falta verificar. El paraíso. Pero debemos tener por cierto que para ello es necesario el verbo que Dante inventó: transhumanar. Ir más allá de lo que hasta hoy vemos como humano… Para ello, según Pasolini, hay que tener paradojalmente una aguda atención sobre lo que aquí hace falta: organizar. El último libro de Pasolini se llamó Transhumanar y organizar. Y en el poema central de ese libro el personaje lírico, el propio Pasolini, siente sobre su hombro la mano de San Pablo, cuando duda sobre dar el paso de volver a las instituciones políticas. La mano de San Pablo empujándolo a dar el paso.
Mucho se ha escrito sobre la polémica entre neorrománticos, barrocos y objetivistas. Pero esa polémica deja afuera a los poetas que no se enrolaron en ninguna de esas corrientes. ¿Qué reflexiones te origina la poesía de tu generación?
Se ha escrito demasiado y de modo peyorativo muchas veces. Pero aclaremos en primer lugar la cuestión generacional. Mi generación, si aceptamos el esquema de una generación cada diez años, es la de los años setenta. Generación que de ese modo incluye a mis ex compañeros del De Lellis, como Daniel Freidemberg, Rubén Reches, Irene Gruss, Guillermo Boido, y otros que nada tuvieran que ver con el De Lellis, como Santiago Sylvester, Rafael Oteriño, Javier Adúriz, Diana Bellessi, Néstor Perlongher, Teuco Castilla, Tamara Kamenszain, Guillermo Martínez Yantorno, Ricardo Herrera, Arturo Carrera, Daniel Samoilovich, Luis Tedesco, Eduardo D’Anna, Juan Carlos Moisés, María del Carmen Colombo, Hugo Diz, Jorge Isaías, Elvio Gandolfo, Rafael Bielsa, Marcelo Pichon Rivière, Pancho Muñoz, y hasta incluiría a Alberto Szpunberg, que cronológicamente está en el borde entre los 60 y los 70. Me extendí un poco para mostrar que, si bien en mi generación está presente el núcleo neobarroco, todo el resto llevaría muy mal la denominación de objetivista. Nuestra generación en su conjunto hizo un ajuste sobre la línea principal de los 60, que fue el coloquialismo, pero se fragmentó de muy distinta manera: en neobarrocos; en neoclásicos, como Herrera, por ejemplo; en posclásicos, como Adúriz, y en un grupo de poesía más especulativa y formalmente más contenida y menos sentimental que la coloquialista de la generación anterior. Pero apenas si puede distinguirse allí algo que pudiera llamarse acabadamente objetivista. Entre otras cosas porque a lo que pueda encontrarse de poesía de observación se superpone o la ironía o la gravedad, dos estados de pensamiento que no tienen mucho que ver con el objetivismo puro y duro. El objetivismo lo impulsaron dos poetas de la generación de los 90, Martín Prieto y Daniel García Helder. El nombre se los dio, más bien sarcásticamente, creo yo, otro poeta de los 90, Darío Rojo. El cual no es objetivista, está claro. Los objetivistas lo asumieron. Y crearon una genealogía en la que tuvieron a bien incluir a algunos de nosotros, junto con un maestro de los 60, Joaquín Giannuzzi, a quien Prieto posteriormente excluyó de la lista de predecesores porque, según su criterio, llamar a Giannuzzi objetivista era decir poco sobre él. En otras palabras: el objetivismo de los 90 expresamente criticó al neobarroco, que sí fue una corriente dentro de los poetas de mi generación, y para reforzar ese deslinde incluyó a algunos poetas de los 70 como antecesores del objetivismo. Yo no soy objetivista, aunque cargo el saco de haber alentado su difusión, en parte. Yo soy un poeta político y metafísico.
¿De qué tradición surge tu poesía? ¿Cuál es, si lo tenés, tu canon poético?
Primero fueron poetas épicos, Whitman entre otros. Luego poetas de una tendencia más reflexiva, centrados en las cosas, como William Carlos Williams, Ezra Pound, Wallace Stevens, Eugenio Montale. El que me hizo ver una consistencia a la par que un mito en las cosas fue Pavese. La poesía de reflexión es un componente que me interesó a partir de Girri y Giannuzzi. Luego, aprendí mucho de Pasolini acerca de cómo debe —a mi juicio— inmiscuirse la política en la poesía, o cómo desplegar lo que de política hay en la poesía.
¿Necesitás crear algún ambiente específico para ponerte a escribir?
Estar solo en casa, en una ciudad, en un barrio viejo y algo deteriorado como Almagro.
¿Cómo fue tu experiencia en Diario de Poesía?
Fue buena. Confrontamos allí. No estuvimos nunca completamente de acuerdo. Creo que predominaron en el Diario algunas corrientes más que otras, pero nunca el Diario fue el órgano de expresión de un grupo homogéneo. No lo fue. No tenía la homogeneidad para serlo. Eso fue su mérito, en todo caso.
¿Cómo se relacionan la poesía y la política? ¿Y la poesía y la militancia? ¿Cuál fue tu experiencia en ese sentido, ya que fuiste militante del Partido Comunista?
En la época en que estuve en el Partido, que para mí era estar en la familia simplemente, porque padres y algunos tíos eran comunistas en mi familia, la línea que empezaba a tolerarse, más allá del apostólico realismo socialista soviético, era el llamado “realismo mágico”. Pero la primera crítica que recibí de mi comisario cultural político fue que mis poemas eran algo “depresivos”. Lo cual no era un diagnóstico clínico, sino político. Tengo que decir que no por eso me limitaron o marginaron. Sin embargo, me sentí impulsado a escribir un poema que se llamaba “El cantar tiene sentido” que hablaba precisamente de lo contrario: de hablar a destiempo, de no decir lo que se esperaba de uno. Y otro poema llamado “Tierra de nadie” cuyo título creo es ya por sí solo bastante explícito respecto de mi estado de ánimo. La poesía es pues política siempre, para mí, porque es crítica del estado actual de la civilización al menos, y porque muchas veces es crítica respecto del propio partido, o porque simplemente añade a la política un componente personal, una cuestión personal, una visión en la que el impacto de la realidad en un individuo y la realidad misma son inseparables. La poesía, las artes, no son gratas al capitalismo si no pueden hacerse mercancía. Esto es, si intentan escapar a la alienación o al menos restituir al objeto su doble faz, la faz de objeto de uso junto a la de objeto de cambio. Su dialéctica, digamos. Que en la poesía incluye un tercer aspecto: el mítico o simbólico.
Se ha hablado demasiado de un regreso a la militancia en la última década. ¿Se expresa ese relato en la poesía escrita en los últimos años?
Si se expresa, tal vez lo haga —no lo sé, no leí lo suficiente— como se espera que lo haga: unilateralmente, incontrastablemente, lo cual significa pobremente.
¿Cómo interviene la poesía en el debate cultural en la Argentina?
No se espera de la poesía que debata, sino que confirme lo bueno o lo malo que es el mundo. La poesía nunca dará esa confirmación sin dejar de ser poesía. La poesía no es un sismógrafo ni el servicio meteorológico. Yo he visto a políticos de toda laya pidiendo que el arte contribuya a construir. El filo crítico del arte es siempre incómodo para los políticos, sobre todo para los que están en el poder. Pero aun los que no lo están suelen sentir con disgusto que la poesía no confirma sino la incertidumbre sobre el mundo. Y lo hace, esto es la gran paradoja, con gran esperanza, con felicidad.
En Libro del engaño y del desengaño hay cierto fastidio con las palabras, cierta idea de que las palabras son despojadas de sentido por la realidad, de que, como dijo Marx, “todo lo sólido se desvanece en el aire”. ¿La poesía es la expresión de que la realidad no puede ser apresada?
Simplificando, sí. Uno querría también que la poesía deje marcas en eso sólido que se desvanece. En ese libro, en la última parte, digo de un tipo que quiere ser en la pared como un clavo oxidado. Pero no con nostalgia la poesía dice eso. No al menos esa poesía. También el vértigo del cambio la fascina. Vos te acordás de que Marx escribe esa frase en el Manifiesto comunista. La usa en relación con la revolución burguesa. No se lamenta. Lo sólido que se desvanecía era el mundo de las instituciones anteriores, feudales. Marx también está diciendo, a mi juicio, que el capitalismo viene a traer irrealidad a las cosas. Esto causa el fastidio del que hablás ante la volatilización de las palabras junto con las cosas, pero está también allí el viento del cambio, como un aliento inmaterial que traspasa todo. Hay allí algo bíblico. Siempre sentí que la revolución tiene ese aliento apocalíptico a la vez que incierto en las palabras de Marx, aunque él hablara de “leyes” en la historia. Mi sensación es que nunca sabremos si esas leyes se terminarán cumpliendo. No podría, ni quiero, ir a hurgar en las ideas de Marx acerca de cuánta seguridad tenían para él esas leyes. No es mi función. Mi función es constatar de modo personal la vertiginosa irrealidad de este mundo. Ese ir y venir del péndulo poético entre una necesidad de solidez y una fascinación por la inmaterialidad y la irrealidad en la que se sume la materia.
¿Sentís nostalgia de la revolución? ¿O la nostalgia de la revolución es la nostalgia de la familia?
La revolución era sólida y era la familia. Mi viejo amaba la solidez en las palabras. Pero mi viejo no era recluta. Mi viejo discutía el periódico del Partido, como los judíos que parecen discutir con Dios ante el Muro de los Lamentos. Eso no es nostalgia, es fuerza para mí.
“Como si fueran uno combatir y pensar.” ¿Ese verso del Libro del engaño y del desengaño, que resume la experiencia militante, es tu estética?
Podría. Podría ser mi estética. Fijate sin embargo que en el combate clásico se debe obedecer, no pensar. Durante un tiempo, me encantaba esa impersonalidad de la acción, esa disciplina. Soy partidario de la acción y de las construcciones colectivas. Pero no del intelectual orgánico como lo entendió el camporismo. No quiero estar adentro de esa manera, y tampoco quiero estar afuera: no se puede estar afuera. No me sirve ni sirve que uno esté afuera. Se necesita cierta dialéctica disciplina-independencia, muy difícil de equilibrar.
¿Es el libro una reflexión sobre tu militancia en el PC? ¿Qué balance hacés de esa experiencia?
El Partido Comunista se equivocó siempre, pero no sólo aquí. Mi experiencia en el Partido Comunista argentino terminó en el aburrimiento, aun en una situación tan trágica como la que vivía el país en el momento en que me alejé del Partido, en 1979. Aburrimiento del catecismo, que se adaptaba a necesidades oportunistas creando a veces increíbles categorías, como “militares no pinochetistas”. Pero no importa tanto la experiencia del partido aquí, como la experiencia del partido soviético, anquilosado, que no pudo evitar el fracaso de un proceso que había empezado —hay que reconocerlo— con resultados algo dudosos. Aquello del eslabón más débil que a su vez construyó Lenin para explicar cómo había empezado una revolución en un país de insuficiente desarrollo capitalista, bueno, había que revisarlo un poco, y nunca fue revisado. Para decirlo en otros términos, se mantuvo la revolución a las patadas, el Estado transitorio se convirtió en permanente, la democracia obrera nunca fue practicada. La guerra sirvió para postergarla, pero terminada la guerra no hubo la intención de pensar, de pensar como un modo de combatir, precisamente. Todo lo que era sólido se desvaneció también allí. Me refiero al pensamiento sólido, al pensamiento teórico acerca de las cuestiones concretas que enfrentaba el mundo soviético. Mi “desengaño” fue ése. En realidad había empezado hacía mucho, pero la caída del Este fue su apoteosis. La apoteosis de un desengaño. El estrépito de una vidriera rajada que finalmente cae.
(Imagen: Gentileza Leticia Scattini)
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Jorge Aulicino nació en Buenos Aires en 1949. Integró el taller literario Mario Jorge De Lellis. Fue miembro del comité de redacción del Diario de Poesía y editor adjunto de la revista Ñ. Administra el blog de poesía Otra Iglesia es Imposible. Publicó los libros Vuelo bajo, Poeta antiguo, La caída de los cuerpos, Paisaje con autor, Hombres en un restaurante, Almas en movimiento, La línea del coyote, Las Vegas, La nada, La luz checoslovaca, Hostias, Máquina de faro, Cierta dureza en la sintaxis, Memoria de Garbeld, Libro del engaño y del desengaño y El Cairo. Su poesía hasta Cierta dureza en la sintaxis se halla reunida en el libro Estación Finlandia.
Eduardo Mileo nació en Buenos Aires el 4 de julio de 1953. Editó los libros Quítame estas cruces (Ediciones del Escuerzo, 1982), Tiendas de campaña (Trocadero, 1985), Dos épicas (junto a Alberto Muñoz, Filofalsía, 1987), Puerto depuesto (Último Reino, 1987), Mujeres (Último Reino, 1990; 2ª edición, Ediciones en Danza, 2005), Misa negra (Último Reino, 1992), Poema del amor triste (Ediciones en Danza, 2001), Poemas sin libro (Primer Premio de Poesía del Fondo Nacional de las Artes, Ediciones en Danza, 2002), Muro con lagartos (Ediciones en Danza, 2004) y Poemas del sin trabajo (Ediciones en Danza, 2007), y el casete Mujeres (Circe/Último Reino, 1989), donde recita poemas del libro homónimo y otros. Junto a Alberto Muñoz es autor de la obra de teatro Misa negra. Junto al compositor Raúl Mileo ha editado los CD A boca de jarro e Irala, sueño de amor y de conquista. Fue miembro del Consejo Editorial de la revista de poesía La Danza del Ratón hasta su último número, en 2001. En el año 2000 recibió una beca nacional del Fondo Nacional de las Artes. Integró la Comisión Directiva de la Sociedad de Escritoras y Escritores de la Argentina (SEA) desde 2003 hasta 2009.
Jorge Aulicino nació en Buenos Aires en 1949. Integró el taller literario Mario Jorge De Lellis. Fue miembro del comité de redacción del Diario de Poesía y editor adjunto de la revista Ñ. Administra el blog de poesía Otra Iglesia es Imposible. Publicó los libros Vuelo bajo, Poeta antiguo, La caída de los cuerpos, Paisaje con autor, Hombres en un restaurante, Almas en movimiento, La línea del coyote, Las Vegas, La nada, La luz checoslovaca, Hostias, Máquina de faro, Cierta dureza en la sintaxis, Memoria de Garbeld, Libro del engaño y del desengaño y El Cairo. Su poesía hasta Cierta dureza en la sintaxis se halla reunida en el libro Estación Finlandia.
Eduardo Mileo nació en Buenos Aires el 4 de julio de 1953. Editó los libros Quítame estas cruces (Ediciones del Escuerzo, 1982), Tiendas de campaña (Trocadero, 1985), Dos épicas (junto a Alberto Muñoz, Filofalsía, 1987), Puerto depuesto (Último Reino, 1987), Mujeres (Último Reino, 1990; 2ª edición, Ediciones en Danza, 2005), Misa negra (Último Reino, 1992), Poema del amor triste (Ediciones en Danza, 2001), Poemas sin libro (Primer Premio de Poesía del Fondo Nacional de las Artes, Ediciones en Danza, 2002), Muro con lagartos (Ediciones en Danza, 2004) y Poemas del sin trabajo (Ediciones en Danza, 2007), y el casete Mujeres (Circe/Último Reino, 1989), donde recita poemas del libro homónimo y otros. Junto a Alberto Muñoz es autor de la obra de teatro Misa negra. Junto al compositor Raúl Mileo ha editado los CD A boca de jarro e Irala, sueño de amor y de conquista. Fue miembro del Consejo Editorial de la revista de poesía La Danza del Ratón hasta su último número, en 2001. En el año 2000 recibió una beca nacional del Fondo Nacional de las Artes. Integró la Comisión Directiva de la Sociedad de Escritoras y Escritores de la Argentina (SEA) desde 2003 hasta 2009.
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