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Comentario / Imágenes puestas en verso


Leonardo M. D'Esposito - Revista Ñ, 20.9.11

La aparición del cine fue un relámpago en cielo claro. Es quizás el invento más extraño y complejo, el que aúna la ciencia y el arte. El cine, como dijera Cabrera Infante, es el arte del siglo (el XX, del que no terminamos de desembarazarnos) y el que creó todos los mitos del siglo. Es interesante porque ese rol, el de fundar mitos, ha sido privativo de la poesía desde el comienzo de la cultura. De allí que los poetas del siglo se hayan sentido fascinados, extrañados e interpelados por el cine, esa competencia que recuperó –al decir de otro poeta y amante del cine, Jorge Luis Borges– el deber artístico del melodrama y la épica.

La Argentina fue un país cinéfilo y el único, junto a los Estados Unidos, que creó una cinematografía que no le debía nada al resto de las artes. Desgraciadamente, ese gran cine clásico nacional, aquel que se inició con el sonoro y se extinguió –con excepciones– menos de dos décadas más tarde, es una especie de ruina arqueológica, una cifra de memoriosos. La poesía, sin embargo, ha persistido, así como la reflexión sobre el encuentro entre ambas artes. Si Joyce, Proust, Eliot, Pound, Hemingway o los cultores franceses del n ouveau roman sabían que el cine cambiaba las reglas de juego para la literatura, no es menos cierto que la propia literatura, y especialmente la poesía, trató de apropiarse de sus modos.

La antología El cine y la poesía argentina (Ediciones En Danza), a cargo del también poeta y ensayista Héctor Freire, tiene el mérito de recopilar trabajos, la mayoría contemporáneos, de escritores que han intentado reflexionar sobre las relaciones entre el arte de las imágenes y el de las palabras. Aunque el autor parece descartar el “cine meramente comercial hollywoodense ” (un equívoco: todo el cine de Hollywood, incluyendo sus mayores obras maestras, es “comercial” en un sentido lato), los poemas incluidos en sus páginas hablan de una fascinación misteriosa e intentan plasmar, cuando no elucidar, tal misterio. Hay la perspectiva social, fenomenológica (González Tuñón); la mirada metafórica donde el recuerdo de un filme articula una experiencia (Jorge Aulicino), la apropiación nostálgica (Javier Cófreces, Alfredo Veiravé), la creación de la palabra a través de la inspiración del cine (Néstor Perlongher) e incluso la perspectiva crítica que, en el propio poema, intenta romper las cadenas de la subjetividad exacerbada (Angel Faretta). Se puede discutir, sin embargo, la posibilidad –lúdica más que técnica– de encontrar procedimientos poéticos que remeden los cinematográficos: después de todo, la poesía del siglo XX aprendió muy rápido (los escritos de Ezra Pound al respecto son iluminadores) que había que revertir el lenguaje a las imágenes (de allí el imagism anglosajón, de allí el ultraísmo español).

Algunos versos son de una limpieza que contagia verdad a todo un poema “(...) y qué bueno disparar un rifle de precisión/imaginario, pero oler a pólvora de verdad” (“La ley de la calle” *, de Jorge Aulicino); “Nunca tanto estrógeno y progesterona se vieron/recubiertos de la más fina piel de visón.” (“Lana Turner”, de Angel Faretta); “No ames/porque es insoportable” (Eduardo Mileo, “La pianista”); “La patria es una bruma/un árbol desgajado en la memoria” (Beatriz Schaefer Peña, “The Godfather”). Los diferentes poemas del libro (en calidad, más allá del gusto, existen las diferencias lógicas a todo trabajo de este tipo, aunque en general los textos van de buenos a excelentes) operan un extraño milagro: transforman el cine como tema en un caleidoscopio sobre lo humano y la necesidad de comunicarlo creando formas.

En el conjunto, son preferibles aquellos textos que no obligan al lector a conocer ese pretexto de un filme en particular; sí aquellos que intentan establecer una mirada sobre el cine o sobre la experiencia cinematográfica. Dado que permanece como la gran –y única– experiencia estética y artística masiva, que un artista que se asume como tal reflexione sobre ella es invariablemente rico. Sin embargo, incluso en los textos de realizadores incluidos en el apartado “Voz en off ” que cierra el volumen (donde se antologan textos de Luis Buñuel, Jean Cocteau –central: Cocteau fue el poeta que fue al cine y se quedó allí–, Manoel De Oliveira, Federico Fellini, Jean. L. Godard, Peter Greenaway, Yasujiru Ozu, Pier P. Passolini y Leopoldo Torre Nilsson) se lee la perplejidad. Ni la “lucidez profesional” de Godard ni la práctica del haiku de Ozu –el haiku es el bisturí preciso de la poesía– logran transmitir más que un pequeño aspecto de una experiencia que escapa incluso a sus realizadores. Por eso es que esta antología, felizmente, queda incompleta; el cine, como la poesía, mantienen su misterio.




* La ley de la calle

Qué bueno cuando asamos conejos imaginarios
y qué bueno las canoa que recogía
nuestros cuerpos quemados y exhaustos,
y qué bueno disparar un rifle de precisión
imaginario, pero oler pólvora de verdad.

Sin embargo estoy en una ciudad.
Hay una moneda en el fondo de un charco
y una mujer se detiene detrás de mí.
La veo en la vidriera donde
también se reflejan
ciertas nubes.

(Almas en movimiento, Libros de Tierra Firme, 1995)

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Foto: Rumble Fish (La ley de la calle), 1983, Francis Ford Coppola DivX Clásico

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