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Estudio crítico / En el extremo veloz de una mirada

Marcelo Cohen - Estudio preliminar a "La poesía era un bello país. Antología 1974-1999", de Jorge Aulicino, Libros de Tierra Firme, Poetas de Hoy/3, Buenos Aires, 2000 -


De cierto modo oblicuo,
debajo de la sombrilla
hablaban de la luz



Al corazón lo arrebatan los cielos diurnos amplios, nítidos, totalmente despejados; en cambio la conciencia prefiere que haya unas nubes. La conciencia es gemela del nombre, tiende a objetivar e identificarse, a comparar y clasificar, a distinguir, a apropiarse, y por lo tanto al ansia; en sus momentos más felices, si consigue una temperatura cómoda, monta sus propias olas y hace la incesante espuma del pensamiento. Como el pensamiento es difícil de interrumpir, el cielo despejado a veces duele; porque, si bien somos de un mundo en cuyo principio fue el verbo, cabe la posibilidad de que el verbo sólo haya sido al principio del mundo del verbo. El amante de la poesía piensa que todos los buenos poetas deben haber sentido alguna vez la pasión del cielo despejado, de la luz homogénea, no despiadada sino amoral, porque de lo contrario no les preocuparía tanto el silencio. Sin embargo, la buena poesía se ha encargado de enseñarle que en el mundo humano --aun en San Juan, aun en el escritor de haikus-- es sólo por el verbo, cierto que cantado, como se puede salir del verbo hacia una luz que seguramente está desde antes. De modo que se pliega al gusto por las nubes, que por un lado se aglomeran en conjuntos como manadas, jardines colgantes o cargas de lanceros, y por otro, matizando la luz, dividen el espacio, resaltan los colores, señalan accidentes, dan volumen a los edificios y expresión a las caras. Si la luz pura es tantálica para la conciencia, las sombras le fomentan las argucias. Al mismo tiempo la preparan para un poder de muchas facetas, porque con la comparación de las nubes con otras cosas, y de las formas que revela el claroscuro con formas de otra índole --con el cómo de la hipótesis-- la imaginación empieza a sumar al mundo lo que antes no estaba. Estos productos pueden ser utilidades o herramientas, pueden ser postulados paradigmáticos --medios para dominar el mundo mudo o controlar la mente--, pero también pueden tener la función única de apartar al ojo del cálculo, enseñarle a mirar sin alternativas, dirigirlo hacia lo que la medialuz ha sugerido y recordarle que hay un cielo nítido, salvador, que le costará soportar. Cuando Wallace Stevens escribió que la lengua es un ojo también estaba diciendo que la lengua de la poesía es la actividad humana que restituye al mundo lo que otras lenguas cancelan.

Pero incluso esta cadena de pensamiento se atasca cuando triunfa el mediodía aplastante, o cuando las nubes se aprietan tanto que al final diluvia. En esos momentos, se haga cargo o no, el hombre recuerda que está a la intemperie. Como en general sabe encontrar refugio, bajo el techo se alimenta y duerme, y al dormir sueña, y en los sueños la fantasía se expande y prolifera. Si poetas de todas las épocas han celebrado las extravagancia del sueño, los poetas modernos no pueden evitar preguntarse, tan fatídicos han sido algunos soñadores, cuánto de los sueños es mundo, qué puede la imaginación contra las fantasías, qué hace el canto frente a las manos, como si temieran que el canto no sea subsidiario pero sí limitado y hasta inicuo. De modo que el canto de muchos poetas modernos es una forma de discernimiento, y por eso suele estar lleno de proposiciones contradictorias.

“So pena de muerte o de ruina, la poesía no puede asimilarse a la ciencia ni a la moral. Su objeto no es la Verdad; es la Poesía misma”, escribió Baudelaire en 1859. Sin embargo --y esto ya no sorprende a nadie-- en 1852 había escrito: “La pasión frenética por el arte es un chancro que devora lo demás; y, como en el arte la ausencia total de lo justo y lo verdadero equivale a la falta de arte, el hombre entero se desvanece.” La vacilación de la poesía entre la dignidad autónoma y la potencia destructora, que es trágica en Paul Celan, raramente falta en los poetas del siglo veinte. Se diría que la adecuación de este motivo a sus circunstancias es un rasgo distintivo de todo poeta que importe.

Los dos primeros libros de Jorge Aulicino --Reunión y Mejor matar esa lágrima-- rebosan de audacia cantora, de algarabía, de ingenuidad y de rabia. Si en Vuelo bajo empiezan muchas cosas para el curso de una obra, la que más perturba es la atmósfera de algo que cuesta no llamar incomodidad. Contagia la lectura como un mal físico y toma distintos matices, desde el cansancio, el spleen y la postergación (“habría que enterrar los ojos/ y dejar de cantar”) hasta una molestia franca por la vigilia a que obliga un mundo inaceptable, la crispación de la lucha y las vísperas. Y si bien Vuelo bajo es de 1974, cuando palabras como fogata tenían connotaciones precisas, la incomodidad persistió en los libros siguientes, casi como un rasgo de temperamento, con las preguntas que suelen acompañarla y una pugna fértil por no elevarla a filosofía.

Si uno lee ese sentimiento con una idea de espacio, los poemas de Aulicino, y hasta las estrofas de algunos poemas, se deslindan en tres ámbitos. El primero es el mundo, los hechos y los objetos del mundo, que en Vuelo bajo están sorbidos o revestidos por la Historia; o bien por lo que la Historia era en 1974 para un joven rabioso: las condiciones materiales del sufrimiento, la lucha por revertir esas condiciones, la creencia en un poder que instaurara la justicia y luego se disolviera paulatinamente, el penoso trabajo de soportar la espera y alentar la batalla, la fe y el sacrificio por la fe: doblándose sobre el dolor/ como en una infinita reverencia. Otro ámbito es el sujeto, la conciencia del existente poeta, en este caso un sujeto convencido de que se impone la acción pero dudoso de su capacidad de actuar, tentado por la inacción, repleto de fatiga, llamado por la contemplación --una pasión, un sino-- y simpatizante de las estrategias individuales; no inocente sino apartado, arrogante en su ineficiencia; sobre todo, alguien cuya sombría astucia proviene de saber que está menoscabado por la pérdida y el recuerdo de la pérdida, que está quemado y estupefacto porque muy pronto, casi de antemano, estuvo cerca de los muertos aprendiendo que la muerte manda. Muerte es la palabra que abrasa este ámbito y está, no sólo como frontera para el tacto y la visión del contemplador, sino también como sello de la historia; muerte es la señal de la falta de garantías; muerte nubla el amor. No obstante hay otro ámbito, legendario, que es contrapeso de la muerte y reparación del mermado: uno diría que es el arte; aunque es algo más y algo menos. Es leyenda, sueño, romance, siluetas eternas en las vecindades del caos, ficciones de rangos muy diversos: es la plenitud portentosa de la capilla sixtina pero también la novela incesante de los fugitivos y los puertos, el exotismo y el arrabal; es el desasosiego épico de Lord Jim pero más aún el último de los mohicanos, Mompracem, “El filtro de los califas” y a lo mejor hasta Mad Max. Ese ámbito es para Aulicino el paraíso, o era, y como puebla la mente nunca está del todo perdido. Puede que el barco ballenero de “Sin novedad” no vuelva aparecer, pero, según el inolvidable verso final del homenaje a los cowboys de Bret Harte, En la encrucijada del sueño y la vigilia/ un jinete nos espera cabeceando. Ese ámbito no es el bien; es una belleza forajida.

Como muy pronto --desde marzo de 1976-- “la Historia” pasó a ser casi exclusivamente derrota, sangre, miedo, interregno y reformulación de programas, también cambió la consistencia del sujeto. Pero para Aulicino, por un buen rato, la poesía siguió siendo un movimiento ondulatorio entre aquellos tres ámbitos, unas veces enjambre de partículas flotantes, otras vuelo, cinta que aletea y roza. Esta agitación en tierra de nadie, la tangencialidad del verso a todo lo que lo suscita, es bastante habitual; pero a Aulicino lo irritaba especialmente, como si cada contacto con uno de los ámbitos implicara la ablación de los otros; de ahí que de vez en cuando el canto echase a temblar hasta que reventaba en sentencias abruptas: “... que todo el que pida la palabra/ sea previamente sometido a vejámenes/ y pruebas de eficacia”.

La salida de una situación así es implanificable. Aulicino la delegó en la poesía misma. No estaba en discusión dejar o no de hacer eso: quizá él no pudiera seguir, pero menos aún podía parar. Por algo siempre quiso al ruiseñor de Keats: cierto --habrá pensado-- que hay alguien que canta, pero el canto es impersonal, indecidible. A uno le gustaría decir que, como el amor y la muerte, el canto es una pulsión. En todo caso, en Aulicino aparece siempre como una necesidad. No personal, sino una necesidad de la existencia, como los planetas y el ruiseñor, y al mismo tiempo social, como el reparto de las riquezas.

Algo en la clase de talento que él tiene propulsa esta visión: es una enorme facilidad vinculante; una naturalidad, tanto para crear imágenes a la vez nuevas y cargadas, como para atrapar lo significativo: “Dormita enfrente un sombrero panamá/ y una gota de sudor patina entre puntos blancos.”. Con el correr de los libros, los motivos han ido desplazándose de los cuadros fijos, cosas o personas u obras, a los acontecimientos. Pero sin duda esa naturalidad --¿o la necesidad?-- explica que la poesía de Aulicino sea regocijante aun cuando habla de las cuestiones más penosas. “Un hombre con la boca partida/ -alguien que va a hablar-/ palpa su carne tumefacta/ y alza sobre los ojos/ una mano transparente de pianista.”

La historia de esta expresión empieza con el Barco Ballenero del poema “Sin Novedad” y los pechos de nailon de las putas. Como en todos los escritores, en ese comienzo estuvo la confección de una estirpe. Aulicino, digamos gruesamente, tomó de Baudelaire el litigio con la muerte y una idea heroica del trabajo poético como salvaguarda contra la morbidez; de Lautremont, el gusto por las yuxtaposiciones eléctricas; de Rimbaud, la fe en la visión y una especie de cainismo orgulloso; de Vallejo, la articulación del poema como eco de estados corporales; de Tuñón --y quizá de Olivari-- la afición a los lugares atorrantes, el porteñismo cosmopolita, la inverosímil absorción conjunta del surrealismo y Quevedo en un tono coloquial; de Gelman, el pasaje a conversación que el primer Gelman hizo de casi todos los anteriores. Después vendrían Girri y Gianuzzi --otra alianza antinatural--, pero entretanto había aparecido Rilke, con la decisiva sugerencia de que un reino de voces eternas y dulces sólo es que el que abarca igualmente muerte y vida.

Una de las lecturas de Baudelaire lleva al orfismo de Mallarmé, y Rilke es el vocero de Orfeo. En un carácter melancólico, turbado por la derrota, apabullado por la masacre, agriado por la connivencia de media sociedad argentina con los asesinos, dosis exageradas de poesía simbolista bien habrían podido resolverse en criptografía o en solipsismo. Pero de la vehemencia revolucionaria Aulicino siempre guardó algo, y es una dura admiración por la materia. Entonces no sólo se trataba de no cuestionar la consistencia del mundo, sino incluso de reivindicar los vituperados sentidos; cabía para los poetas un materialismo como el de Epicuro: nada nace de la nada; el placer es la ausencia de turbación que deriva de estudiar la naturaleza.
De Poeta antiguo a Hombres en un restaurante, Aulicino acató el llamado de Rimbaud a la visión, aunque para ver ya no lo invisible sino aquello que se puede ver y debería verse: lo que hay, lo que el virus de las frases siempre iguales emboza y anula. Un poema casi programático en este sentido es Cézanne; y si marca un hito para Aulicino es porque --lleno de preguntas como está--, además de abogar por la materia y los sentidos, afirma las sensaciones: “¿por qué Cézanne no quiso pintar lo que sus ojos/ --aún moviéndose con su cuerpo de derecha a izquierda/ de izquierda a derecha-- no podían ver?/ ¿por qué escriben sobre lo que el corazón no ve?/ ¿por qué escriben sobre lo que la inteligencia no celebra o llora?” Aulicino no ignora, claro, que para Cézanne un cuadro era un cuadro, la pintura un hecho en sí. Precisamente. Lo atrae que un defensor de la autonomía de la pintura haya dejado espacios en blanco en las últimas telas. Está diciendo que va a arreglárselas con los fragmentos que los sentidos recogen, desechar lo demás y confiar la verdad a la sensación: procedimiento éste nada inapropiado para la realidad de fin del siglo veinte, que, cuando no está tapizada de ilusiones o retórica, sólo acerca uno que otro desecho, cáscaras, con suerte un detalle.

Sólo que mirar --con el ojo de la lengua-- también es componer. La cuestión, entonces, es evitar las traiciones, y no por un remilgado respeto a la realidad, sino porque sólo se respira bien en el verdadero contacto. Ya no sabemos cuántas veces se ha repetido que el mundo es opaco al pensamiento. Bien: Aulicino ha escrito poesía como quien argumenta que esto sólo es cierto para el pensamiento opaco, que el cerebro constructivo de Kant tenía un poco menos de razón que el fuego donde ardió Bruno y la sustancia única que elevaba a Spinoza, y que la poesía --”intemperie sin fin” o “palabra calcinada”-- no sólo es la crónica lúgubre de un acercamiento frustrado, de una vacilación entre órbitas, sino, así quería Keats, la transformación de un hombre en alma, el entusiasmo de un acercamiento fugaz pero cumplido. Que, como dijo Mandelstahm, “la delicada forma no puede ser borrada.” Las posibilidades de una inclinación como ésta no se ponen a prueba en la penumbra ni en los climas brumosos. Se deciden bajo los cielos cristalinos y la luz más dura, cuando el ojo barrunta que bajo la cresta afilada, al pie de la ladera maciza, hay un cañadón que no se ve; cuando la casa muestra la cocina y niega de plano el pasillo. No es Turner el pintor que ayuda en ese trance, sino Vermeer. La conciencia se encuentra con porciones de mundo que no puede negar, intuye otras que los sentidos no perciben y debe resolver cuánta venia le dará a la imaginación; debe arreglárselas con recortes, destellos, pesos, emergencias, y componer su mundo sabiendo que los órdenes sistemáticos son demasiado humanos y reemplazables, que la naturaleza no los necesita. La conciencia empieza a temer el engaño. Y no se trata de no hacer teorías, sino quizá de multiplicarlas: ajustando la palabra.

Al lector le gusta suponer que en esta encrucijada Aulicino se encontró con el imagismo. Primero habrán sido las recomendaciones de Pound (“Tratar la cosa directamente, ya sea subjetiva u objetiva”, “Prescindir de toda palabra que no contribuya a la representación”). Luego, en general, la idea de imagen como complejo intelectual y emotivo en un instante dado, y en seguida William Carlos Williams y, para volver a enrarecerlo todo un poco, Wallace Stevens. Ayudado por los norteamericanos, Aulicino resolvió la deriva entre la mente y las cosas, el temor residual a la mentira, la irritante ambivalencia frente a la sinceridad de la poesía y los postulados de la imaginación, en un compromiso único pero a la vez muy argentino. Una poesía como un cañamazo donde se encuentran los movimientos de la conciencia con los del paisaje, las ficciones con la materia y, mucho más difícil, la precisión sensorial con el misterio. “Una ruta escarchada/ un auto bajo las tipas/ los rayos de sol de invierno/ la rueda en la banquina/ y la palabra humo.”

“La poesía absoluta sólo puede proceder por medio de maravillas excepcionales”, dijo Valery. Cuando uno lee “...la luz sobre los viejos revoques/ y el viento puro en el aire iluminado, crean la/ metáfora de la eternidad”, comprende que Aulicino siempre se consintió el sueño del artepurismo, y esto por una razón nada abstrusa: simplemente no cree que una obra hecha “de maravillas excepcionales” se exilie de lo real. Todo lo contrario: “¿No es función de la poesía el orden, al fin simple,/ o a veces solapado, como si temiera --lo que no/ ocurre con los payadores--/ que el universo que no se ocupa de nosotros/ pudiera devorarlo, desmentirlo?”

La única justificación del poema es estar a la altura del sinsentido del mundo, o de su obvio sentido, pero no como un garabato sino como una nube en un cielo despejado, y mucho mejor como un suceso, como el infinitivo del verbo en donde la acción, el cambio en la materia y lo percibido no necesitan discernirse. Esta absorción de lo divorciado en el canto produjo en la obra de Aulicino --y en el lector que la viene siguiendo-- un poderoso efecto de alivio. La Historia como tragedia del mundo dejó paso a la insistencia del mundo más allá de los esfuerzos del hombre. La naturaleza hizo jocunda entrada en compañía de los nombres de la mente.(“Hay agua, golpes de agua, olor de agua./ Y un gran día se acaba.”, dice un poema titulado “Magnificat”.) De una vez por todas se zanjó la cuestión de las dignidades poéticas, porque en la amplificación del mundo por la mente reconciliada todas las cosas y todos los pensamientos --y todas las leyendas-- conviven sin juicios de valor absolutos: “La noche no fracasó por el carancho, ni siquiera/ fue un aguafiestas./ Es imposible una relación con el sinsentido del carancho./ Y así debería ser el poema, como/ el vuelo y el grito del carancho.” Y con el reencantamiento del mundo el contemplador se salvó del solipsismo, del miedo a asesinar la realidad y por lo tanto de la impostura, la inocencia fingida, la auto conmiseración.

Según Pound, la narrativa se afirma en la oposición y la denuncia; en cambio la poesía es básicamente afirmativa. Poemas como “Rosebud” o “Zen” indican que para el Aulicino de ahora el paraíso es el recuerdo de los momentos en que no hace falta entender. Si afirma, es procurando decir ante ocasiones bien distintas --los ruidos de una cañería al amanecer, una charla en un restaurante sobre una periodista olvidada, un clamor de cigarras cuando se apaga un motor, la música de Donizetti-- que salir de las palabras no es mejor que irse una y otra vez mediante las palabras, porque en los dos extremos, bien en los extremos, está la indiferencia de la luz.

Aulicino sigue rondando estos temas con una poesía provisoria, tentativa: flashes, vistazos a figuras en fuga combinados con cuadros fijos, muy particulares y precisos, y con proposiciones, ya no consignas, que quieren atajar la velocidad del tiempo crónico. Llegó a esta síntesis por el dominio del verso-frase asertivo, cortante, y de un instrumento peculiar que podríamos llamar imagen aforística; por ejemplo: “Detrás de los anteojos negros viaja en un pesquero.” Pero hay dos dotes más que lo impulsaron, y que le realimentan el pensamiento. Una es su sensibilidad a las iluminaciones parciales. La otra es un lenguaje sobrio pero amoroso que no deja de alojar palabras de la tradición española y de la calle porteña; un lenguaje tan apto para la designación casi grave para el vuelco conceptista. No es poco triunfo para un poeta conciliar palabras como “roquedal” y “abombada” (por una mosca) sin parecer un showman.

Últimamente las frases se extienden por las estrofas; los encabalgamientos dan continuidad y, con la extensión variable de los versos, el dibujo en la página se vuelve, digamos, más sinuoso. Si a menudo se atribuye a los poemas de Aulicino un aire narrativo, es porque están concebidos como parábolas en busca de su significado. La incomodidad se ha diluido en una elasticidad verbal cada vez más espontánea. La imagen es más visible. El mundo da más ocasiones y cada ocasión tiene más entradas. Y en cuanto el pensamiento desata su manía fiscal, la palabra lo aplaca con una atención más abierta. Hay varios ejemplos para apoyar estas disquisiciones; supongo que por puro gusto, a mí me parece que uno muy apropiado es “Buenos momentos en un sanatorio”:

Se distrae en el sanatorio mirando
reproducciones de Claude Monet.
Se detiene frente a la de Pont d’Argenteuil
que está frente a la cocina.
No le interesa ya el “efecto Monet” que venía siguiendo

sino la copa de esos árboles al otro lado del río.
“Éste es un cuadro naturalista”, se dice,
“Puesto que Monet atrapó la felicidad de los árboles.
¿O la felicidad de esos árboles sólo la vemos Monet y yo?
Pero sin duda es la misma felicidad que yo veo en los árboles
reales.

De pronto se abre a su espalda una puerta
Y el pasillo es invadido por la fragancia del café.
Como si abriera una grieta en su pensamiento
otro éxtasis.


Almas en movimiento es el título del último libro que Aulicino publicó hasta ahora y de uno de los mejores poemas que ha escrito. La pieza final del libro habla de cómo los árboles jóvenes, que al comienzo crecen a un ritmo tremendo, con el tiempo moderan el ímpetu, no por resignación, sino como si entendieran “que su objeto es limitar el infinito/ no conquistarlo”. Vale la pena observar que este poema sobre el acallamiento de la ansiedad termina con la palabra “nuevo”. Pero no es fácil entrever qué tipo de confianza llevó a poner esa palabra a un lugar tan visible. Aulicino es un conversador lento, iterativo, con un cultivado gusto por el intercambio de silencios. En un país donde hay tanta facundia, él es parco pero elocuente, como si hubiera aprendido de su obra. Vive el oficio de periodista como un calvario y una educación constante y, aunque pocos se engañan menos que él sobre la cordura de los poseedores, sobre la salvación pronta de los desposeídos, prefiere la actividad al sarcasmo. El principal objeto de sus arranques de intolerancia son las buenas intenciones, porque piensa que solapar el mal o la oscuridad no es inocencia sino una pérfida estupidez. Por eso amor y guerra siguen estando en lo que escribe (y en su trato con los demás), y, bien pensado, quizá la palabra “nuevo” no sea un cambio tan radical en su poesía. Tedio, fracaso y rencor, formas promiscuas de la muerte, están en los papeles que el viento arrastra por veredas mancilladas, y están en el ánimo del que mira; pero el mismo viento balancea los plátanos esbeltos, que fueron plantados ahí por los hombres y suben hacia la luz. El hecho de que el motivo de la muerte se haya ido difuminando en la obra no significa negación u olvido, sino que el trabajo de la canción, y la soltura de la canción, han abierto las membranas, acercado los ámbitos, esbozado, como un calma otorgada, una solución a las antinomias del deseo. En este momento al menos la poesía de Aulicino no necesita rabiar contra la muerte; porque no trata (diría más o menos Nabokov) con el hecho crudo de la muerte física, sino con la misteriosa maniobra mental necesaria para pasar de un estado del ser a otro.
Buenos Aires, 1998

© Marcelo Cohen

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