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Comentario / "Corredores en el parque": imaginación paradójica y objetividad sacra


 Diego Colomba - Bazar Americano - Año XI - N° 58


Objetividad sacra
Es el asombro ante la sola presencia de lo real lo que se impone como una pregunta muda (cómo es posible que eso exista) en Corredores en el parque, el último libro de poemas de Jorge Aulicino: “Llamo fama a la fama, gloria a la gloria, Dios a Dios,/ pero cuando se descubre, el objeto es mito.” Y es una ironía imbatible la que salva a esa voz de lo pretenciosidad a la que es proclive mucha de la poesía lírica que se escribe, que se propone llevar el lenguaje comunitario a los límites: “Más allá estaba la laguna, los cuatro elementos,/ la pesca mística, el flash, el silencio verdadero”, para que lo comunicable pero también lo incomunicable de la experiencia humana más diversa se haga presencia plena en el espacio de lo sagrado, de lo inexplicado, de lo que no se explica más que en su existencia. De ahí la forma paradojal (la realización más intensa del logos —y el sentido— que alcanza el efecto de lo sagrado —lo inexplicable—) que encarnan los textos a través de múltiples tensiones, algunas evidentes y otras mucho más sutiles, que hacen de su lectura una experiencia semántica y emocional de extrema indecidibilidad. Como si cada poema articulara un intrincado juego de contradicciones entre sus distintos niveles (el fónico con el semántico, el rítmico con el sintáctico, etc., etc.) que sume al lector en un estado de “catatonía”, de “auténtica melancolía inactiva” frente a la belleza del mundo.
Es que toda hierofanía constituye en sí una paradoja: al manifestar lo sagrado, un objeto profano (aún el más vil: la cloaca, las sentinas, la basura hermanada con la lluvia) se convierte en otra cosa (se satura de ser: “Razón no tenían los surrealistas pero estaban cerca./ La poesía no es lo sorpresivo sino lo extrañamente/ próximo,/ “vinculante”./ Un objeto.”) sin dejar de ser él mismo, pues continúa participando del medio cósmico que lo rodea. La oposición sacro-profano se traduce a menudo como una oposición entre real e irreal: “La materialidad realista, por irreal, es el perfil/ del joven dios convertido en ave tracia.” Por eso su búsqueda conduce siempre a un desvelamiento paradójico en el que se persigue arrojar luz sobre el misterio, pero al mismo tiempo ese mismo misterio se mantiene como tal, inexplicable: se roza en la “conventual luz” de una casa vacía pero finalmente se piensa en el modo eficaz de quitar unos feos adornos de los vidrios de las ventanas.
En Corredores en el parque pulsa una vocación objetivista y sacra que deja atrás, a un tiempo, una perspectiva teocéntrica del mundo y un antropocentrismo que se guía por una racionalidad puramente instrumental, cuyo horizonte ético no renuncia a la nostalgia de lo absolutamente Otro: “Te gustan las cosas… Oh clérigo objetivista./ Ni porque son ni porque no son nosotros./ Sólo porque no supuran, de hinojos ante sí no se postran.” Un ideal que no puede identificarse con ninguna concreción histórica: ni la de los navegantes previos a la revolución del pistón, ni las de los combatientes de las guerras independentistas americanas.
La pregunta por lo sagrado no prescinde por un momento de la conciencia del desencantamiento del mundo (“Se arrojarán sobre el espejismo?/ Ya no.”), como si cada poema se alimentara de esta imposible mezcla de misterio e ironía. Es sin embargo la ironía (el reflejo de un rayo de sol en una sotana) quien defiende lo sagrado como una categoría clave de la experiencia humana: si el conocimiento puede volverse ortodoxia y poder, ilusionándonos con un mundo totalmente interpretado (administrado), la poesía se vuelve una práctica que rehuye de ese poder, toma distancia. Sólo puede aproximarse a esa experiencia de lo sagrado, que se impone como una presencia que nos desborda y no se deja atrapar por el lenguaje cotidiano, y por eso busca el discurrir “lateral”, “el vislumbre al sesgo”, de las imágenes.

Imaginación paradójica
Es la imaginería poética, que abriga algo de esa “ternura ligeramente londoniana” que se comunica con la infinita belleza del mundo (“y la belleza del mundo es el candor con que llegamos/ a ver/ el golfo arder;”), la verdad paradójica del poema que por su misma forma presentiza el misterio: algo que se impone al mismo tiempo que niega su secreto, porque literalizarlo equivaldría a matarlo. De ahí las referencias a la criba de las imágenes (“Las imágenes están cribadas de signos”), a su posibilidad de portar, como restos, a través de la posición de un adjetivo o la asociación inusual, “lo indescriptible en la mañana saturada y en el vacío aire”.
La poesía no deja de afrontar con lucidez esa ausencia de lo sagrado pero al mismo tiempo nos revela la nostalgia de esos dioses (“No somos héroes, se repiten al apartar de sí la sábana”) en los que cada vez nos resulta más difícil creer. Lo sagrado no es tanto el fundamento de la voz poética como su fantasma, su referente perdido y sólo en ocasiones reencontrado. Y aun entonces, se trata de un reencuentro precario (“La verdad está en el flash, te dijo el fotógrafo.”) que no se resuelve en ninguna certeza de salvación.
Decíamos que otorgar a lo sagrado una identidad definida supone el riesgo de convertir esa identidad en autoridad. De allí la dimensión ética de esta poesía: sustraer lo sagrado de la esfera de la violencia y del poder. Esta voluntad de iconoclastia también es paradójica porque la propia escritura es ella misma generadora de hermosas imágenes poéticas: “Recuerdo y quiero imaginar,/ que estoy en medio de todo: calles como pasadizos/ y oscuras calles vulgares amarillas a la luz del farol;/ vías en reposo, tanques de hidrógeno en los hospitales/ bajo una luna fría, y avenidas casi vacías y,/ sobre todo, vida oscura en los techos, en las alcantarillas”. Aunque supone una advertencia contra la lectura literal de los símbolos. Cuando se pierde la conciencia de que lo trascendental es un residuo figurativo de la palabra, cuando lo trascendental se vuelve literal, se quita su sentido figurado y pierde su finitud y contingencia, se produce una inflación ideológica. Por el contrario, la poesía puede volverse una frágil y auténtica forma de escucha: “Podrías decir entonces que oís el corazón del universo,/ su din-don, su campana, su mecanismo racional o carnívoro”.

(Actualización septiembre - octubre 2016/ BazarAmericano)

Corredores en el parque, de Jorge Aulicino, Buenos Aires, Barnacle, 2016

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