(Texto completo.
Publicado en 2004 por Ediciones del Dock)
1 - Dies irae
Pídeme, y te daré por heredad las naciones,
y por posesión tuya los confines de la tierra.
Tú los quebrantarás con vara de hierro;
como a vasija de alfarero los desmenuzarás.
Salmos, 2
Berserkers
No contabas los muertos entre aquellos
cuyos perfiles de tormenta daban siempre el par.
Pero de esas batallas y de aquellos inmortales no quedan,
en esta luz de cobre de tardes argentinas,
más que polvorientos reflejos.
Ya ves: cuánta furia entonces, cuántas las torres
desmoronadas en procura de un jardín incomprensible.
No era de viento tu lengua, ni de nube:
era del pedernal que ellos entendían.
¿Qué ley, qué disposición secreta,
qué alquimia o signo hubiesen contemplado?
Es cierto que te desafiaban con un grito
en los valles nublados del Orco.
Cierto que tomaban el pan y la mujer, el rocío o la sangre,
con aquel gesto aprendido en tu mesa y al pie de tus murallas.
¡Oh, que no comprendieran lo que aún decías;
la palabra que tañía,
la piedra blanca que dejaste ver entre tus manos!
Y sin embargo -¿recuerdas?-
los habías lanzado por el filo del abismo y a las comisuras del
diablo,
al raleado monte o a las ciénagas
donde las aves zancudas y el relámpago
hablan de tu reino.
Iban ellos, conquistadores de tu Elam, ceñudos.
Pensaban que no era la muerte sino una posibilidad entre las cosas
que todavía giraban en el azar de tu nombre.
Kyrie eléison
Era del sur, donde los abismos sonaban a platería,
que venía aquella serpiente encendida sobre el monte.
Pero más al sur, el de las cuestas ásperas y amarillas;
lejos, más lejos -campos de lava o de yodo,
plumas desprendidas de un sueño inhabitable
de tan vasto y pleno de ozono-,
la vida se parecía a lo que habías dicho, a la promesa
de un infinito en el que las formas no tenían intimidad con nosotros.
¿Qué sustancia era esa, qué sustancia, que te negabas a nombrarla
y que en verdad no hubieses podido nombrar, porque tu reino era aquél,
el de la absoluta falta de nombre?
Fuimos contra Midgardsormr, la serpiente,
y sabíamos que la prueba mayor de nuestras armas
sería hollar el lugar donde, previste, fallaría tu cálculo.
Pondríamos el pie donde se alzaba la voz sin alfabeto;
en la lava reseca de tu pensamiento difuso,
en el lagar de las vendimias estériles de la locura,
en el vértice de los caminos de tu orgullo,
en el sitio increado.
Fuimos, entre quebradas sulfurosas,
y a través del húmedo país de los muertos,
a revelar, para tu espíritu, tu propio designio.
Porque era nuestra obra para la gloria de Dios.
Isla de los lagartos
Grande es el pensamiento y prevalece.
Haberte visto en aquellas quebradas y ahora,
en la ceniza fría del campamento.
Ojos de rotas esferas en los restos del níquel
que recubrió las premisas, los alardes del hierro.
Ojos de final de callejón, de multiplicadas ciudades.
Ojos de miradas reptantes, ágiles y maníacas;
latigazos de lluvias y desolación;
imprevisto roce de la uña del diablo.
Espadas, pero con empuñadura de azogue.
Venablos con los dibujos de la estirpe.
Tumbas en las que escribimos porque ya nada detendría
los signos del incesante bramido en el que arraigaban las legiones.
Así pues, tus ojos sobre el mundo: haciéndolo, más que viéndolo.
La tropa detenida en el archipiélago, el ronroneo de la marejada:
tan vasto el centro, tan improbable la frontera.
De noche, tu respiración era ojos de quietas pupilas,
sabias o impasibles: cota de malla labrada en oro.
Tu pueblo, galaxia en delicada botella.
Se oían en los corredores tus pasos de metal pesado,
y en la estampida de las iguanas, en las bandadas,
en el insondable terror de las llanuras,
el espíritu presintió que habría de formarse
la evocación de un nombre que no tendría retorno.
Tu océano al fin construyó el recuerdo de un imperio.
La inquietud se instaló en el mundo abriendo vetas.
Despertó en las cavernas y en los riscos la intrincada geometría,
y adoramos tu propósito mientras escapaba tu imagen
en aquella ventana, en la escarcha, tras una puerta que se abriera de un golpe.
Fiordos
¿Domesticar nuestra propia imaginación que rabiaba?
No nos ofrecías sino la desbocada ansiedad o una ley
trabajada en aquel borde, el de las aves de presa.
Tu voz sorda no era acertijo ni diagrama:
era la percepción del bronce y su resonante apotegma.
El péndulo de tu sangre descubría el oleaje de la razón
sacudido por el maremoto de una verdad salvaje.
Y sin embargo el teorema magnífico se alzaba
sobre el agua en la que fluía un arte de gacela.
Ya sabías las notas, pero el instrumento cantaba algo más.
Pájaros descendieron a beber en orillas
donde humeaba una dulce noticia.
Vimos aquel natural e insondable dibujo
como el reflejo de tu mente que copiaba la nuestra.
Nos adivinaste como el impensado alquimista
que se agazapa en el fondo de una catedral de borrascas.
Cuando en la superficie de los dedos del mar
se reflejó el imperio del cielo, las rocas y los árboles,
vimos que lo hecho no era signo o sombra de signos.
Era, sí, el árbol de la música y el aura y quién sabe.
Nos prohibiste la historia y naufragamos,
pero cuando se apagaban las cocinas o la guerra
el camino de los tordos nos llevaba al resplandor
que, junto a las marmitas o en los abismos,
recordaba que un día habías hecho de nosotros
vellón, fortuna, un disparo que fue tu apuesta, genial y fulgurante.
2 - Hostias
Cerezos y botellas
Descifrar, ¿qué? Era tu piel el lodo y la alambrada.
Ese espacio en el que flotaba la luz de los cerezos,
más allá de la carretera, entre los montes,
era tu propio, inesperado éxtasis, y no la oferta.
Ibamos tarde, o no íbamos. Ya veíamos tu lunar o tu furtiva vestimenta,
y entonces caía la ciudad amurallada de la espuma, rodaba tu bastón,
se diluía la masa de los hechos en multiplicadas llanuras.
Así eras, no había prisma que descompusiera tu luz.
Los artefactos y los cálculos, los basurales alrededor de las ciudades,
los océanos de furia, los papeles chamuscados, el sudor del vacío,
abrieron a inútil oscuridad, abombado impulso, puertas cerradas.
Los pedazos de vidrio de las bacanales
no evocaban tu pupila o tu niebla.
No tenías certeza. El ángel reflexivo seguía a nuestras tropas
como la cola de un cometa hecho escombros.
Cetrería
¿Qué saben hoy de tu propósito la hez de los atrios,
el violador, el impune, el manco, el sudoroso idiota,
el que corta el teléfono con furia, el que llora ?
¿Y qué sabe el que sabe, el que derramó vísceras,
las unió con electrodos, las puso a freír,
gritó de placer al descubrir la fórmula,
al ver las natas del hipotálamo,
la explicación de la tos o del estornudo?
¿Qué saben de tus voces encapsuladas en nuestro corazón
los que duermen en un banco, los que fueron muy lejos,
los que se mueren en el subte, los que muerden el freno,
y aquellos que trepan a las torres de alta tensión porque es su trabajo?
¿Dónde está el fulgor? ¿Quién lo buscaría en la historia conocida,
en el homicidio reprimido, en la basura del mercado?
Y sin embargo, cualquier sonido en la floja madrugada
podría llevarnos a tu abismo certero.
Un pensamiento cualquiera, liberado de su noria,
en el aire del búho que alejó el sufrimiento.
¡Oh dichosa ventura!
El tipo, lo ves, está sentado entre pilas de libros
y ha fijado la vista en un crisantemo.
Sabe de las invasiones y de las bellísimas corolas
que trazaron tus mapas sobre los torbellinos.
Le han dicho que los huracanes nacen
de una diferencia de temperaturas.
Ha aceptado que probaste, primero, con helechos e invertebrados,
por último con un juego de moléculas que dieron forma al deseo.
Pero no cree nada de eso; no, no le cree al bueno de Freud,
detesta los labios finos de Baudelaire, no lo embaucaron los bulevares.
Ha entendido que la prueba de fuego es comprender
si tras la disposición de las cosas en un bar funcional
se erige una estética como un profeta arruinado.
Lee los diarios. Lee con insistencia los diarios.
Bien, él supo que a las rotativas y a los ternos
se debe en gran parte una querida leyenda.
Ahora todo eso le habla, pero no como entonces.
Le habla como quien se aleja en un telescopio.
Sabe que no redimirás todo eso. En rigor de verdad,
no espera que lo redimas ni lo ama.
Sólo espera que la civilización se distraiga.
Los restos de veinte cigarrillos
Augur o profeta en el bosque que duerme sin sueños,
apagado como el filamento del volcán cuando prepara
las ecuaciones que se resolverán en movimiento
convulso, y sin embargo, sujeto a una lógica de hierro.
Los pies hundidos en el barro chirle,
piernas de cabra, quijada temblorosa.
La noche entera acechando el paso,
una radio llena de ruido en una mano,
el bastón medular en la otra,
confundido aún, parapléjico.
No lo abandonarás. Es intrincado pero tierno tu tiempo.
Nos enseñaste a esperar mientras llovía
sobre nuestra obra el hollín de nuestros rezos.
Alondra
Cuando adivinamos el canto en el contraluz del trueno.
Cuando rabiamos contra la rabia que azotaba nuestro techo.
¡Ah, no poder detenerla y ver en los ojos, en las manos
que a nosotros se acercaron el edén del que hablaba tu silencio!
Habías visto, pero ¿qué? No podías decirnos este es el reino,
o aquel. No mandabas espías ni mensajes cifrados
y nuestra lucidez se ahogaba en áspero sollozo.
Era de alquiler el paño de esos trajes
con los que entramos en hoteles nocturnos.
Era triste el ansia, porque era difuso, aunque resonante, el libro.
Nos veías en los silenciosos submarinos, en los desvanes,
en las trastiendas con mapas y compases,
con guías y fascículos, con artefactos descompuestos.
Allá pregunta por José, habrá un reloj eléctrico
y un hombre con una revista de autos.
Tendrá un mirar oblicuo y se quejará del prolongado invierno.
Nos viste perseguir las señas y comer seco pan de fonda.
Y cuando cantaba el pájaro, por fin, después de una lluvia,
sobre el árbol o la viga de hierro,
algo se movía, quebrando la marisma en que nos convertimos,
hacia un dulzor adivinado antes, hace mucho, en la rara nube,
en el cloqueo del agua de una canaleta
durante lluvias diluviales, aquellas.
¿Era que tu alma o aliento fue, por último, lo que veías?
Techo, techito, la ramita que arde entre los amantes
cuando están dormidos, olvidados.
3 - Communio
1
Deberíamos saberlo; pero,
¿en qué desvío se extravío la copia,
el pergamino en que escribiste,
el que vimos cuando se elevaba
el sol rojo de las hecatombes?
Porque alguien leyó, todos leyeron, todos supieron
--César caminando por el campamento en horas vacías
y oyendo la tos de uno, la plegaria de otro,
mientras su mente se alzaba hacia Apolo;
o Lucas, recorriendo al tacto el anverso de las palabras;
o el que de pronto estuvo rodeado
por las paredes de hielo de un pensamiento;
dados o tormentas;
el que vio llegar el barco oscuro o el alado mensajero--;
todos supieron,
y todos volvieron
al viento y a su incipiente mensaje.
Deberíamos saberlo
en la contemplación fría de un espigón,
en el empeño de los que descargan
el camión tras el mercado.
Ya el pez no tiene olor después de muerto.
Pero deberíamos saberlo. Aunque no haya cifra.
O porque está la cifra congelada.
O porque es triste la muerte del lunático.
O porque no querríamos la muerte para nada.
2
Igual que una hoja que roza otra hoja
bajo una lluvia leve, en una tarde descolgada;
igual que las hojas que acaban de nacer;
igual que las hojas que ignoran su muerte;
en ese instante, inane,
en ese segundo
vacío de mundo,
en ese roce tenue, no magnético;
simple, dócil, constante,
se diría voluntario.
3
“... amigos, habláis de rimas...”
Juan L. Ortiz
Vienen ríos, como los cachalotes, a morir en las playas
rodeados de moscas y chicaneados por zánganos.
Pero cuando nacen allá, en el occidente,
cargados de barros o de aguas de nevadas;
y cuando crecen, entre toscas o totoras;
o cuando se hinchan bajo el parlotear de cotorras;
allá, en el color de mate de esos crepúsculos.
Pampas, esas pampas, esos largos pajonales,
esas gordas, ásperas gotas; esas bandadas en círculos.
Ya viste el chajá en el agua desconfiada, hasta las rodillas;
y la yegua tordilla, el pelo de los ijares goteando barro;
viste la res abierta y la bosta fragante y el rocío afilado.
Quédate aquí a morir, como llegando a todo.
Quédate aquí a morir, como el agua que gotea de las chapas.
Y va al mínimo torrente, anda entre los pastos y se pierde.
4
Incensar la tarde con lo que apronta el corazón.
El corazón, como el muelle donde andan, dormidos,
raros marsupiales. O el tipo aquel, de la bufanda.
Y el corazón, donde un rostro de mujer se estira,
hecho de humo en alborada, allá, contra un cielo
poroso aún, esponjado; espalda de desierta mañana.
El corazón con el crujido de un mueble o de un libro.
El corazón, la gastada palabra, la lavada palabra.
El corazón, abierto a las rutinas industriales,
al costillar de los hechos; el corazón que cuenta las costillas.
Incensar la tarde, limpiar el rincón, tender la cama.
5-Alguien sueña
Se los siguen llevando a la guerra, y los devuelven por gotas.
Los llevan a pelear sobre un gramo de sal,
contra un enemigo que multiplica sus rezos.
Si regresan vivos, traen en sus oídos
el murmullo de la plegaria esparcido por las rocas,
por las ciudades amarillas y perdidas.
Les dicen que van a pelear por esto y por lo otro.
Y ellos quieren volver para bailar en lugares atestados.
6-(National Geographic, Vol. 3 No. 2)
Al llegar a Nueva York
los inmigrantes apenas tienen para vivir
en pensiones ruinosas
infestadas de cucarachas
como la que aquí se ve ubicada en Bowery
unos cuantos pisos arriba,
por 150 dólares al mes.
Un hombre de 50 años dijo adiós a su familia en Fujián.
Sueña desde hace una década con llevar a su familia
al mismo antro donde cuelga sus pantalones cada noche.
7-Caravaggio
Empezaría después de todo en un viaje por la calle
en las mareas de olores y colores artificiales, pero
en las mareas de mañanas y tardes con el mismo motor
y el mismo tono.
Empezaría en lo inenarrable.
En la calle empezaría la primera pincelada.
Y como en un viaje de pájaros sonámbulos
atravesaría las pequeñas fortalezas de los instintos.
Y como una gota de sangre bajaría a los depósitos con luz cruda.
Juntando el tono de millones de tonos y los restos de los vasos
y la grasa de millones de papeles tirados a la calle.
Por fin, una cara. Una mano con nudos.
Un gesto apretado y plano porque comprendió la maquinaria.
Ahora el cuadro habla, el color trasmutado por una alquimia
que produjo sordera, un trabajo del que nadie es consciente.
El que está en el cuadro es ellos.
Ellos después de haber atravesado los infiernos.
Ellos como si en las tiendas baratas colgaran cuerpos
en lugar de ropa.
Ellos con teléfonos portátiles en las rotiserías.
Como la res verdadera cuya sangre tiene el color de las nubes
sobre el lugar donde hubo frigoríficos y estaciones.
8
Padre que nos diste la precisión y el cálculo.
Padre que chorrea por las paredes cuando llueve.
Padre que se quema en los basurales
o cae como una bolsa de cemento.
Padre, nos diste el amor que ya agrietó los huesos.
Alteramos en el escenario unos cuantos enseres.
Y tu perdón se desliza por los techos.
9-El perfecto extranjero (Zappa-Boulez)
Bueno estar afuera como el gato
a quien el cielo y las estrellas
y las gasas del cielo y el ladrillo, la piedra
trabajados por las lluvias y el rocío,
y las colonias de hongos en las paredes,
los techos, la radiación de fondo,
incluyen en un enigma absoluto
-saben sus ojos por qué-.
Bueno estar adentro,
cerca de las sartenes, los libros, la mesa,
cabos de vela sobre frascos,
especies y sábanas,
la cafetera y la radio.
También esto lo sabe el gato.
Nada lo excluye y todo contiene,
de alguna forma,
un gato.
10
Dardo al fin extraviado más allá del límite del aire,
la conciencia se parte ante los ángeles
y el pensamiento cesa en la lejana aduana.
Construiremos todavía unas casas fenicias.
Andaremos todavía con un báculo apagado.
Ya no te ríes. Ya no quemas nuestro pan.
En la iglesia vacía se respira un angelus.
Esta humedad huraña en los estucos,
estas baldosas gastadas, el hombre que allá se inclina,
la furia que se eleva como el humo de un sacrificio,
el vitral blanco y azul en el que se quiebra el recuerdo,
la mujer que llevo en el cuerpo:
no soy menos feliz con esto
que con la búsqueda del arca.
Libéranos para siempre de la guerra, del horror, del sacrificio.
Hay, bajo estas piedras, rosas de bronce seco y armas enterradas.
¿Cuántos pueblos los ríos arrojaron en los barrancos?
Y cuántos buscan algo útil en la resaca.
Esta humanidad que come, y la que come los restos,
sostienen las iglesias vacías y averiadas.
Publicado en 2004 por Ediciones del Dock)
1 - Dies irae
Pídeme, y te daré por heredad las naciones,
y por posesión tuya los confines de la tierra.
Tú los quebrantarás con vara de hierro;
como a vasija de alfarero los desmenuzarás.
Salmos, 2
Berserkers
No contabas los muertos entre aquellos
cuyos perfiles de tormenta daban siempre el par.
Pero de esas batallas y de aquellos inmortales no quedan,
en esta luz de cobre de tardes argentinas,
más que polvorientos reflejos.
Ya ves: cuánta furia entonces, cuántas las torres
desmoronadas en procura de un jardín incomprensible.
No era de viento tu lengua, ni de nube:
era del pedernal que ellos entendían.
¿Qué ley, qué disposición secreta,
qué alquimia o signo hubiesen contemplado?
Es cierto que te desafiaban con un grito
en los valles nublados del Orco.
Cierto que tomaban el pan y la mujer, el rocío o la sangre,
con aquel gesto aprendido en tu mesa y al pie de tus murallas.
¡Oh, que no comprendieran lo que aún decías;
la palabra que tañía,
la piedra blanca que dejaste ver entre tus manos!
Y sin embargo -¿recuerdas?-
los habías lanzado por el filo del abismo y a las comisuras del
diablo,
al raleado monte o a las ciénagas
donde las aves zancudas y el relámpago
hablan de tu reino.
Iban ellos, conquistadores de tu Elam, ceñudos.
Pensaban que no era la muerte sino una posibilidad entre las cosas
que todavía giraban en el azar de tu nombre.
Kyrie eléison
Era del sur, donde los abismos sonaban a platería,
que venía aquella serpiente encendida sobre el monte.
Pero más al sur, el de las cuestas ásperas y amarillas;
lejos, más lejos -campos de lava o de yodo,
plumas desprendidas de un sueño inhabitable
de tan vasto y pleno de ozono-,
la vida se parecía a lo que habías dicho, a la promesa
de un infinito en el que las formas no tenían intimidad con nosotros.
¿Qué sustancia era esa, qué sustancia, que te negabas a nombrarla
y que en verdad no hubieses podido nombrar, porque tu reino era aquél,
el de la absoluta falta de nombre?
Fuimos contra Midgardsormr, la serpiente,
y sabíamos que la prueba mayor de nuestras armas
sería hollar el lugar donde, previste, fallaría tu cálculo.
Pondríamos el pie donde se alzaba la voz sin alfabeto;
en la lava reseca de tu pensamiento difuso,
en el lagar de las vendimias estériles de la locura,
en el vértice de los caminos de tu orgullo,
en el sitio increado.
Fuimos, entre quebradas sulfurosas,
y a través del húmedo país de los muertos,
a revelar, para tu espíritu, tu propio designio.
Porque era nuestra obra para la gloria de Dios.
Isla de los lagartos
Grande es el pensamiento y prevalece.
Haberte visto en aquellas quebradas y ahora,
en la ceniza fría del campamento.
Ojos de rotas esferas en los restos del níquel
que recubrió las premisas, los alardes del hierro.
Ojos de final de callejón, de multiplicadas ciudades.
Ojos de miradas reptantes, ágiles y maníacas;
latigazos de lluvias y desolación;
imprevisto roce de la uña del diablo.
Espadas, pero con empuñadura de azogue.
Venablos con los dibujos de la estirpe.
Tumbas en las que escribimos porque ya nada detendría
los signos del incesante bramido en el que arraigaban las legiones.
Así pues, tus ojos sobre el mundo: haciéndolo, más que viéndolo.
La tropa detenida en el archipiélago, el ronroneo de la marejada:
tan vasto el centro, tan improbable la frontera.
De noche, tu respiración era ojos de quietas pupilas,
sabias o impasibles: cota de malla labrada en oro.
Tu pueblo, galaxia en delicada botella.
Se oían en los corredores tus pasos de metal pesado,
y en la estampida de las iguanas, en las bandadas,
en el insondable terror de las llanuras,
el espíritu presintió que habría de formarse
la evocación de un nombre que no tendría retorno.
Tu océano al fin construyó el recuerdo de un imperio.
La inquietud se instaló en el mundo abriendo vetas.
Despertó en las cavernas y en los riscos la intrincada geometría,
y adoramos tu propósito mientras escapaba tu imagen
en aquella ventana, en la escarcha, tras una puerta que se abriera de un golpe.
Fiordos
¿Domesticar nuestra propia imaginación que rabiaba?
No nos ofrecías sino la desbocada ansiedad o una ley
trabajada en aquel borde, el de las aves de presa.
Tu voz sorda no era acertijo ni diagrama:
era la percepción del bronce y su resonante apotegma.
El péndulo de tu sangre descubría el oleaje de la razón
sacudido por el maremoto de una verdad salvaje.
Y sin embargo el teorema magnífico se alzaba
sobre el agua en la que fluía un arte de gacela.
Ya sabías las notas, pero el instrumento cantaba algo más.
Pájaros descendieron a beber en orillas
donde humeaba una dulce noticia.
Vimos aquel natural e insondable dibujo
como el reflejo de tu mente que copiaba la nuestra.
Nos adivinaste como el impensado alquimista
que se agazapa en el fondo de una catedral de borrascas.
Cuando en la superficie de los dedos del mar
se reflejó el imperio del cielo, las rocas y los árboles,
vimos que lo hecho no era signo o sombra de signos.
Era, sí, el árbol de la música y el aura y quién sabe.
Nos prohibiste la historia y naufragamos,
pero cuando se apagaban las cocinas o la guerra
el camino de los tordos nos llevaba al resplandor
que, junto a las marmitas o en los abismos,
recordaba que un día habías hecho de nosotros
vellón, fortuna, un disparo que fue tu apuesta, genial y fulgurante.
2 - Hostias
Cerezos y botellas
Descifrar, ¿qué? Era tu piel el lodo y la alambrada.
Ese espacio en el que flotaba la luz de los cerezos,
más allá de la carretera, entre los montes,
era tu propio, inesperado éxtasis, y no la oferta.
Ibamos tarde, o no íbamos. Ya veíamos tu lunar o tu furtiva vestimenta,
y entonces caía la ciudad amurallada de la espuma, rodaba tu bastón,
se diluía la masa de los hechos en multiplicadas llanuras.
Así eras, no había prisma que descompusiera tu luz.
Los artefactos y los cálculos, los basurales alrededor de las ciudades,
los océanos de furia, los papeles chamuscados, el sudor del vacío,
abrieron a inútil oscuridad, abombado impulso, puertas cerradas.
Los pedazos de vidrio de las bacanales
no evocaban tu pupila o tu niebla.
No tenías certeza. El ángel reflexivo seguía a nuestras tropas
como la cola de un cometa hecho escombros.
Cetrería
¿Qué saben hoy de tu propósito la hez de los atrios,
el violador, el impune, el manco, el sudoroso idiota,
el que corta el teléfono con furia, el que llora ?
¿Y qué sabe el que sabe, el que derramó vísceras,
las unió con electrodos, las puso a freír,
gritó de placer al descubrir la fórmula,
al ver las natas del hipotálamo,
la explicación de la tos o del estornudo?
¿Qué saben de tus voces encapsuladas en nuestro corazón
los que duermen en un banco, los que fueron muy lejos,
los que se mueren en el subte, los que muerden el freno,
y aquellos que trepan a las torres de alta tensión porque es su trabajo?
¿Dónde está el fulgor? ¿Quién lo buscaría en la historia conocida,
en el homicidio reprimido, en la basura del mercado?
Y sin embargo, cualquier sonido en la floja madrugada
podría llevarnos a tu abismo certero.
Un pensamiento cualquiera, liberado de su noria,
en el aire del búho que alejó el sufrimiento.
¡Oh dichosa ventura!
El tipo, lo ves, está sentado entre pilas de libros
y ha fijado la vista en un crisantemo.
Sabe de las invasiones y de las bellísimas corolas
que trazaron tus mapas sobre los torbellinos.
Le han dicho que los huracanes nacen
de una diferencia de temperaturas.
Ha aceptado que probaste, primero, con helechos e invertebrados,
por último con un juego de moléculas que dieron forma al deseo.
Pero no cree nada de eso; no, no le cree al bueno de Freud,
detesta los labios finos de Baudelaire, no lo embaucaron los bulevares.
Ha entendido que la prueba de fuego es comprender
si tras la disposición de las cosas en un bar funcional
se erige una estética como un profeta arruinado.
Lee los diarios. Lee con insistencia los diarios.
Bien, él supo que a las rotativas y a los ternos
se debe en gran parte una querida leyenda.
Ahora todo eso le habla, pero no como entonces.
Le habla como quien se aleja en un telescopio.
Sabe que no redimirás todo eso. En rigor de verdad,
no espera que lo redimas ni lo ama.
Sólo espera que la civilización se distraiga.
Los restos de veinte cigarrillos
Augur o profeta en el bosque que duerme sin sueños,
apagado como el filamento del volcán cuando prepara
las ecuaciones que se resolverán en movimiento
convulso, y sin embargo, sujeto a una lógica de hierro.
Los pies hundidos en el barro chirle,
piernas de cabra, quijada temblorosa.
La noche entera acechando el paso,
una radio llena de ruido en una mano,
el bastón medular en la otra,
confundido aún, parapléjico.
No lo abandonarás. Es intrincado pero tierno tu tiempo.
Nos enseñaste a esperar mientras llovía
sobre nuestra obra el hollín de nuestros rezos.
Alondra
Cuando adivinamos el canto en el contraluz del trueno.
Cuando rabiamos contra la rabia que azotaba nuestro techo.
¡Ah, no poder detenerla y ver en los ojos, en las manos
que a nosotros se acercaron el edén del que hablaba tu silencio!
Habías visto, pero ¿qué? No podías decirnos este es el reino,
o aquel. No mandabas espías ni mensajes cifrados
y nuestra lucidez se ahogaba en áspero sollozo.
Era de alquiler el paño de esos trajes
con los que entramos en hoteles nocturnos.
Era triste el ansia, porque era difuso, aunque resonante, el libro.
Nos veías en los silenciosos submarinos, en los desvanes,
en las trastiendas con mapas y compases,
con guías y fascículos, con artefactos descompuestos.
Allá pregunta por José, habrá un reloj eléctrico
y un hombre con una revista de autos.
Tendrá un mirar oblicuo y se quejará del prolongado invierno.
Nos viste perseguir las señas y comer seco pan de fonda.
Y cuando cantaba el pájaro, por fin, después de una lluvia,
sobre el árbol o la viga de hierro,
algo se movía, quebrando la marisma en que nos convertimos,
hacia un dulzor adivinado antes, hace mucho, en la rara nube,
en el cloqueo del agua de una canaleta
durante lluvias diluviales, aquellas.
¿Era que tu alma o aliento fue, por último, lo que veías?
Techo, techito, la ramita que arde entre los amantes
cuando están dormidos, olvidados.
3 - Communio
1
Deberíamos saberlo; pero,
¿en qué desvío se extravío la copia,
el pergamino en que escribiste,
el que vimos cuando se elevaba
el sol rojo de las hecatombes?
Porque alguien leyó, todos leyeron, todos supieron
--César caminando por el campamento en horas vacías
y oyendo la tos de uno, la plegaria de otro,
mientras su mente se alzaba hacia Apolo;
o Lucas, recorriendo al tacto el anverso de las palabras;
o el que de pronto estuvo rodeado
por las paredes de hielo de un pensamiento;
dados o tormentas;
el que vio llegar el barco oscuro o el alado mensajero--;
todos supieron,
y todos volvieron
al viento y a su incipiente mensaje.
Deberíamos saberlo
en la contemplación fría de un espigón,
en el empeño de los que descargan
el camión tras el mercado.
Ya el pez no tiene olor después de muerto.
Pero deberíamos saberlo. Aunque no haya cifra.
O porque está la cifra congelada.
O porque es triste la muerte del lunático.
O porque no querríamos la muerte para nada.
2
Igual que una hoja que roza otra hoja
bajo una lluvia leve, en una tarde descolgada;
igual que las hojas que acaban de nacer;
igual que las hojas que ignoran su muerte;
en ese instante, inane,
en ese segundo
vacío de mundo,
en ese roce tenue, no magnético;
simple, dócil, constante,
se diría voluntario.
3
“... amigos, habláis de rimas...”
Juan L. Ortiz
Vienen ríos, como los cachalotes, a morir en las playas
rodeados de moscas y chicaneados por zánganos.
Pero cuando nacen allá, en el occidente,
cargados de barros o de aguas de nevadas;
y cuando crecen, entre toscas o totoras;
o cuando se hinchan bajo el parlotear de cotorras;
allá, en el color de mate de esos crepúsculos.
Pampas, esas pampas, esos largos pajonales,
esas gordas, ásperas gotas; esas bandadas en círculos.
Ya viste el chajá en el agua desconfiada, hasta las rodillas;
y la yegua tordilla, el pelo de los ijares goteando barro;
viste la res abierta y la bosta fragante y el rocío afilado.
Quédate aquí a morir, como llegando a todo.
Quédate aquí a morir, como el agua que gotea de las chapas.
Y va al mínimo torrente, anda entre los pastos y se pierde.
4
Incensar la tarde con lo que apronta el corazón.
El corazón, como el muelle donde andan, dormidos,
raros marsupiales. O el tipo aquel, de la bufanda.
Y el corazón, donde un rostro de mujer se estira,
hecho de humo en alborada, allá, contra un cielo
poroso aún, esponjado; espalda de desierta mañana.
El corazón con el crujido de un mueble o de un libro.
El corazón, la gastada palabra, la lavada palabra.
El corazón, abierto a las rutinas industriales,
al costillar de los hechos; el corazón que cuenta las costillas.
Incensar la tarde, limpiar el rincón, tender la cama.
5-Alguien sueña
Se los siguen llevando a la guerra, y los devuelven por gotas.
Los llevan a pelear sobre un gramo de sal,
contra un enemigo que multiplica sus rezos.
Si regresan vivos, traen en sus oídos
el murmullo de la plegaria esparcido por las rocas,
por las ciudades amarillas y perdidas.
Les dicen que van a pelear por esto y por lo otro.
Y ellos quieren volver para bailar en lugares atestados.
6-(National Geographic, Vol. 3 No. 2)
Al llegar a Nueva York
los inmigrantes apenas tienen para vivir
en pensiones ruinosas
infestadas de cucarachas
como la que aquí se ve ubicada en Bowery
unos cuantos pisos arriba,
por 150 dólares al mes.
Un hombre de 50 años dijo adiós a su familia en Fujián.
Sueña desde hace una década con llevar a su familia
al mismo antro donde cuelga sus pantalones cada noche.
7-Caravaggio
Empezaría después de todo en un viaje por la calle
en las mareas de olores y colores artificiales, pero
en las mareas de mañanas y tardes con el mismo motor
y el mismo tono.
Empezaría en lo inenarrable.
En la calle empezaría la primera pincelada.
Y como en un viaje de pájaros sonámbulos
atravesaría las pequeñas fortalezas de los instintos.
Y como una gota de sangre bajaría a los depósitos con luz cruda.
Juntando el tono de millones de tonos y los restos de los vasos
y la grasa de millones de papeles tirados a la calle.
Por fin, una cara. Una mano con nudos.
Un gesto apretado y plano porque comprendió la maquinaria.
Ahora el cuadro habla, el color trasmutado por una alquimia
que produjo sordera, un trabajo del que nadie es consciente.
El que está en el cuadro es ellos.
Ellos después de haber atravesado los infiernos.
Ellos como si en las tiendas baratas colgaran cuerpos
en lugar de ropa.
Ellos con teléfonos portátiles en las rotiserías.
Como la res verdadera cuya sangre tiene el color de las nubes
sobre el lugar donde hubo frigoríficos y estaciones.
8
Padre que nos diste la precisión y el cálculo.
Padre que chorrea por las paredes cuando llueve.
Padre que se quema en los basurales
o cae como una bolsa de cemento.
Padre, nos diste el amor que ya agrietó los huesos.
Alteramos en el escenario unos cuantos enseres.
Y tu perdón se desliza por los techos.
9-El perfecto extranjero (Zappa-Boulez)
Bueno estar afuera como el gato
a quien el cielo y las estrellas
y las gasas del cielo y el ladrillo, la piedra
trabajados por las lluvias y el rocío,
y las colonias de hongos en las paredes,
los techos, la radiación de fondo,
incluyen en un enigma absoluto
-saben sus ojos por qué-.
Bueno estar adentro,
cerca de las sartenes, los libros, la mesa,
cabos de vela sobre frascos,
especies y sábanas,
la cafetera y la radio.
También esto lo sabe el gato.
Nada lo excluye y todo contiene,
de alguna forma,
un gato.
10
Dardo al fin extraviado más allá del límite del aire,
la conciencia se parte ante los ángeles
y el pensamiento cesa en la lejana aduana.
Construiremos todavía unas casas fenicias.
Andaremos todavía con un báculo apagado.
Ya no te ríes. Ya no quemas nuestro pan.
En la iglesia vacía se respira un angelus.
Esta humedad huraña en los estucos,
estas baldosas gastadas, el hombre que allá se inclina,
la furia que se eleva como el humo de un sacrificio,
el vitral blanco y azul en el que se quiebra el recuerdo,
la mujer que llevo en el cuerpo:
no soy menos feliz con esto
que con la búsqueda del arca.
Libéranos para siempre de la guerra, del horror, del sacrificio.
Hay, bajo estas piedras, rosas de bronce seco y armas enterradas.
¿Cuántos pueblos los ríos arrojaron en los barrancos?
Y cuántos buscan algo útil en la resaca.
Esta humanidad que come, y la que come los restos,
sostienen las iglesias vacías y averiadas.
Comentarios
su poesía lo explica a usted mejor que cualquier comentario. He disfrutado muchísimo, pero muchísimo de esta lectura.